Una gran historia de política y glamour

Una gran historia de política y glamour

Secuestrado por el ERP.
Así como el gobierno de Aramburu creyó que prohibiendo mencio¬nar a Juan Perón y lodos sus colaboradores se combatía el régimen. Lanusse pensó lo mismo de las organizaciones armadas que asolaron el país durante la década del 70. Por decreto -como gobernaba- dispuso que los medios de difusión del país no nombraran ni a Montoneros ni al ERP. Ejército Revolucionario del Pueblo. ni a ninguna otra agrupación similar. La orden se cumplió a medias, pues algunos órganos lo hacían pero en minúscula. Tanto Montoneros como el ERP estaban en plena acción con o sin difusión de sus actos.
El jueves 8 de marzo de 1973. tres días antes de las elecciones presidenciales que consagra¬ron la fórmula del Frente Jusiicialista de Li¬beración Cámpora-Solano Lima, una fracción del ERP. definida como “22”, dio a conocer una extensa declaración de apoyo al binomio, a la vez que reivindicaba “la guerra del pueblo” y el socialismo. lógicamente no tenían cómo hacer la conocer, pues la orden del gobierno estaba en plena vigencia.
Fue entonces cuando planificaron mi secues¬tro para exigirme su difusión en la portada de las ediciones vespertinas del jueves 8.
La acción de los terroristas fue bautizada por ellos como “Operación Poniatowski”, según lo expusieron en la revista Liberación. A las 7.45 de esa jornada, un grupo de jóvenes de ambos sexos llegaron hasta el edificio de la calle Gui¬do y Agüero, donde vivía, con un paquete que contenía, realmente, varias botellas de whisky importado con una tarjeta del intendente de la ciudad de Buenos Aires. Saturnino Montero Ruiz. que nunca se supo cómo la obtuvieron. Franqueada la entrada principal del edificio, llegaron por el acceso de servicio hasta el piso 14, y luego que lograron ser atendidos reduje¬ron a la mucama con armas.
Una vez en la cocina, encañonando a la em¬pleada, se hicieron llevar hasta el dormitorio donde yo descansaba. “¡García!”, me despertó un grito, y me encontré ante un joven que, es¬cudándose en la doméstica, me apuntaba con arma de grueso calibre. “Somos del ERP, tene¬mos la casa copada, y lo vamos a llevar”, fue la primera frase que lanzó, a viva voz. Comencé a vestirme y le pregunté el porqué de esa acción. “Para que Crónica publique un comunicado que tenemos aquí”, fue la respuesta.
Entonces entablamos un diálogo, ya más tranquilos.
—¿Pero si ustedes me secuestran, cómo va a llegar el comunicado al diario? —fue mi lógica pregunta, que los llevó a la reflexión.
—¿Qué tenemos que hacer?
—Y, déjenme que llame y haga venir al di¬rector o a algún secretario de redacción para darle instrucciones.
Pensaron unos minutos y la respuesta fue:
—¿Con qué garantías?
—Ustedes tienen tomada la casa, estoy aquí rodeado de varios muy bien armados, ¿qué puedo hacer?
Aceptaron que llamara al diario y citara a Ri¬cardo Gangeme, quien tardó casi media hora en arribar. Entonces le di instrucciones para que publicara en la tapa de la quinta edición el extenso comunicado, y que mantuviera absoluto silencio hasta que esta estuviera en circulación.
Así lo hizo y poco después de las cuatro de la tarde, cuando tomó estado público el mensaje, comenzaron los llamados y las presencias de policías en la sede del diario. Lógicamente, en la siguiente edición el texto “desapareció”.
Tras partir Gangeme de mi casa hacia la re¬dacción, seguido varias cuadras por el grupo de apoyo al secuestro, me dijeron que los acompa¬ñara hasta uno de mis autos. “Salga con total normalidad, no hay que provocar ninguna sos¬pecha”, dijo uno de los secuestradores.
Salimos por la puerta principal, como si ellos fueran visitantes, llegamos a la cochera y ascendí a un Torino blanco, que pertenecía a Canal 11. A poco de andar y antes de llegar a la Avenida del Libertador, me ordenaron de¬tener la marcha y estacionar junto al cordón. Fue entonces cuando me hicieron bajar, uno tomó el volante, y otro procedió a colocarme anteojos para sol, que estaban “forrados” con algodón, lo que me impedía ver.
Habremos andado unos veinte minutos más cuando finalmente el rodado se detuvo y descendimos. Me colocaron una capucha y entramos en una casa. Dos hombres y una mujer, encapuchados, estaban conmigo. Me quitaron el reloj, mientras ellos hacían girar el dial de una radio, como tratando de escuchar si había alguna información sobre el hecho. A las cinco y media de la tarde me informaron que Crónica había cumplido y el comunicado se había publicado.

Detenido por la dictadura.
Apenas concluyó el día, Isabel Perón fue tomada prisionera, y su gobierno, derrocado. Nadie sabía qué iba a suceder con el correr de las horas. A las diez de la noche, luego de intercambiar ideas, títulos e informaciones con Mario Fernández, director de la edición matutina, fui a cenar con un grupo de amigos. Cerca de la medianoche, llamé al diario, como lo hago siempre, y pregunté qué pasaba; me respondió Fernández que el capi¬tán Carpintero quería hablarme y me esperaba en la sede de la Marina, en Retiro. Dejé a mis acompañantes, y partí hacia la cita en mi auto¬móvil. “En un rato vuelvo; espérenme”, fueron mis últimas palabras. Llegué a la sede naval, luego de franquear varios vallados humanos, siempre identificándome. Cuando estacioné frente al imponente edificio, ni siquiera cerré con llave el automóvil, pues pensé que nunca iba a estar más seguro: había un soldado ca¬da 10 metros.
Llegué a la puerta principal, consultaron, y me hicieron pasar a un gran salón. Mientras esperaba la presencia de mi convocante, apa¬reció quien se presentó como jefe de Prensa, cuyo apellido no recuerdo, y dialogamos du¬rante minutos. Su atención era exquisita: no solo elogiaba a Crónica, sino que me invitaba a tomar café “o lo que quiera”. De pronto apare¬ció, vestido con uniforme, el capitán Carpintero acompañado de una “escolta” de tres o cuatro soldados. Sus palabras fueron cortantes: “Gar¬cía, está detenido”.
Ni siquiera me dieron tiempo para reaccio¬nar. De inmediato quienes lo acompañaron me pusieron una capucha y me hicieron caminar, sin saber hacia dónde. Cuando ya me alejaba del marino, sus til-timas palabras fueron: “No tema por su vida”. No imaginaba en ese momento lo que eran capaces de hacer los militares que habían usurpado el poder.
Inmediatamente me subieron a una camioneta y me tiraron en la parte trasera, mientras dos sol¬dados me apretaban con sus pies contra el piso. No escuché nada, pues ninguno hablaba.
Tras una marcha de diez mi¬nutos, llegamos a un barco. La camioneta se detuvo, me hicieron descender y ascender por una planchada, ayudado.
Ya en el interior de la nave me condujeron a un camarote, con dos cuchetas, y con los vidrios obstaculizados con diarios, pe¬gados del lado de afuera. Allí me dejaron, ya sin la capucha.
¿Qué había hecho? ¿De qué es¬taba acusado? Todos mis medios nunca pudieron ser sindicados de peronistas o de “colaboracionistas” con el ré¬gimen de Isabel, cuyo gobierno fue el que más atentó contra mis empresas. Durante once días pensé lo mismo. A las ocho de la noche del 6 de abril Héctor Carlos Caprara Muñoz, uno de los representantes de Crónica en la Casa Rosada, me aguardaba, con un automóvil, al pie de la plancha del barco Los 33 Orientales, que había sido mi nueva cárcel.
Con el correr de las horas supe que el enojo de los militares golpistas se había producido porque Ariel Delgado, en el primer informati¬vo del día 24, entre todos los cables que había leído sobre la caída del régimen de Isabel Pe¬rón había incluido el de la agencia norteame-ricana Associated Press, una de las fuentes intachables de noticias de la radio, que daba cuenta de que “Isabel Perón, al ser detenida y conducida a un helicóptero, abrió su cartera y extrajo una pistola con la que enfrentó a sus captores”. Pero a los militares “no les gustó” esa supuesta guapeza de la ex presidenta, lo que bastó para mi secuestro de once días.

***

Susana, cansada.
Por el escenario del Astros desfilaron, durante años, cientos de astros y estrellas. Hablando de Susana: un domingo faltando 15 minutos para comenzar la fun¬ción yo estaba con Gerardo Sofovich en su camarín, y comenzamos a preocuparnos por su ausencia. A cinco minutos para levantar el telón llegó y nos dijo: “No puedo hacer el musical porque estoy destruida, hoy Carlos [Monzón] me hizo el amor ¡once veces! Voy a hacer sólo el sketch”.

La censura de Mirtha.
Me consta que Tato Bores y Mirtha Legrand estaban prohibidos en la televisión durante el gobierno de Raúl Alfonsín. (…) Cuando el peronismo de Isabe-lita y López Rega arrebató los Canales 9,11, 13, Mirtha Legrand quedó fuera de la emi¬sora administrada por Goar Mestre. Llegó la democracia en 1983 con Raúl Alfonsín, pero la diva no fue tenida en cuenta para ningu¬na programación (los canales eran todos del Estado) mientras los copaba “la patota cultu¬ral”, como la llamaba Sergio Velazco Ferrero. En 1988, cansada de esperar el momento de enfrentar otra vez las cámaras, le dio el “sí” al productor Carlos Montero para hacer un programa de una hora para cable, en la que participaba un solo invitado y tomaban té con masas, sin cortes: pero no tenía trascendencia. Así vino a verme Da¬niel Tinayre para ofrecérmelo y en octubre lo sumé a la programación de Teledos, bajo el título de Conver¬sando con Mirtha Legrand.

Las placas rojas de Crónica TV.
De mi paso por Teleonce y Teledos siempre los escenógrafos me dije¬ron que “el rojo” estaba “prohibido” en televisión, y nunca un programa contaba con ese color. A mí me parecía raro, pero acepté la sugerencia. Cuando a fines de 1993 ideé Crónica TV dije en la reunión con el primer director de la señal, Mario Gavilán (lo conocí cuando era redactor de noticias en Canal 11), que íbamos a informar con “placas rojas”. A poco de estrenarlas ya todos comen¬taban el “tono” de lo que se informaba y ahora es un clásico de la televisión argentina. Cuan¬do las creé no me imaginé que se convertirían en un neologismo (según definición del dic¬cionario: palabra o expresión nuevos en una lengua), ya que en Argentina, e incluso más allá de nuestras fronteras, cuando alguien se refiere a las “placas rojas” se sabe que se trata de una primicia de Crónica TV.

La mesa de Kirchner.
Hace veinte años que soy habitué del restaurante Teatriz, de la calle Riobamba y Arenales, que “descubrí” con mi gran amiga Teresa Pacitti, por entonces direc¬tora de las revistas NOTICIAS y Caras. Una noche encontré calmando el hambre a Néstor Kirchner y su esposa Cristina con Miguel Luis Bonasso, que fue director del diario Noticias atribuido a los Montoneros, y a quien yo le presté papel desde Crónica porque no tenían para imprimir una edición.
El matrimonio, que vivía en un departamento de la calle Juncal 1468 de la Capital, me saludó cordialmente, y nunca pude saber si el corderito patagónico era plato principal antes o después de la aparición de los comensales del Sur. Aho¬ra, es un clásico del local. El matrimonio presi¬dencial era habitué de “doña María”.
Simultáneamente a ese encuentro me llamó Eduardo Duhalde y me citó a Olivos para pedirme el apoyo del diario y el canal para Kirchner, mientras sacaba de un cajón de su escritorio una libreta “de almacenero”, en la que figuraban los nombres de Menem y Kirchner.
Recuerdo que me dijo: “Mira có¬mo crece Néstor mientras Carlos está parado”. Llegó la hora de decidir y el patagónico ganó porque el riojano no se presentó en la segunda vuelta. Era el 13 de mayo cuando “se bajó Me¬nem”. Así se escribe la histo¬ria. El único canal y diario que apoyó al Frente para la Victoria eran míos.
REVISTA NOTICIAS