Un abrazo vale más que mil horas de chat

Un abrazo vale más que mil horas de chat

Por Ariel Torres
Subo al auto, lo pongo en marcha, el estéreo se enciende y el smartphone se pone en red con la radio mediante Bluetooth; empieza a sonar el mismo disco que cinco minutos antes estaba oyendo en el diario. Digo oyendo porque, en la Redacción, mi atención flota entre al menos cuatro mensajeros (Skype, Messenger, Google Talk y el Office Communicator), dos superpobladas cuentas de mail, varias decenas de pestañas de Firefox y mi querido Twitter. Esto, además del trabajo, desde luego.
Llegado al barrio, antes incluso de que el auto entre al garaje, el smartphone se pone en red con el Wi-Fi de la casa. Me doy cuenta porque caen varios mails en cascada y más mensajes de Whatsapp. Home wireless home .
Mientras desensillo, el teléfono descarga unas 10 actualizaciones para las aplicaciones instaladas. Obvio, llega más correo. Y el aparatito me avisa de que a varias personas les gustó una foto que tomé al llegar a casa y que subí a mi cuenta de Instagram ( instantorres ).
Antes de la comida, y tras despachar algo de asesoría sobre compra de ultrabooks y cámaras y resolver un problema con la PC de un amigo, he conseguido, ignoro cómo, aplacar la fiebre comunicativa. Pero la tele está demasiado aburrida, así que aprieto un botón en el control remoto y las 42 pulgadas de la pantalla se llenan con Twitter. Mucho mejor.
Así que no sería justo, me atrevo a decir que resultaría hilarante acusarme de ludita, de enemigo de la tecnología. Todo lo contrario.
Pero no alcanza.

Lejos es lejos esta noche
He oído y hasta intervenido, vanamente, en mil debates acerca de si la tecnología ayuda a acortar las distancias cuando tus seres queridos están en el extranjero.
La respuesta es que sí, cómo no. El chat y la videoconferencia hacen que las separaciones sean más llevaderas. Súmele el mail. Whatsapp y Nimbuzz. Los SMS. Facebook, Google Plus, Twitter. Foursquare. Caramba, comparado con lo que vivió mi abuelo Manuel cuando emigró de su Galicia natal a la incomprensible Buenos Aires, es el paraíso. Un siglo atrás ni teléfono había.
Es cierto. Pero una separación sigue siendo una separación, por mucha electrónica que pongamos en medio. Porque no somos avatares evanescentes. Porque el cuerpo es el lenguaje del alma. Porque es desesperante, de ninguna manera un alivio, que la persona que amás se vaya volviendo cada día un poco más bidimensional en la pantalla.
Está bien chatear, es una enorme ayuda, no me quejo, pero no es suficiente. Porque las máquinas sólo pueden mostrar una proyección que se parece a la de la memoria, y el único amor que se recuerda es el amor perdido.
Hasta la antigua llamada de voz es preferible, mire. Porque las imágenes no tienen peso, porque el espacio sigue vacío, porque es abrumador que alguien esté ahí y al mismo tiempo no esté. Porque desde Tántalo para acá no hay nada más inalcanzable que aquello que sólo se puede observar.
Cuando la separación traspasa el aceptable límite del par de semanas, el cuerpo abandona el silencio y dice: “Necesito un abrazo”.
No lo dice. Lo brama.
Esa necesidad no se cura con nada. Excepto con un abrazo. No es hablar. No es verse. El abrazo es la instancia más profunda de la presencia humana, la más ciega, la más salvaje y última, la que trasciende incluso los instintos, y cuyo lenguaje es el único que el alma comprende.
Nuestras mentes (y hasta el cambiante corazón) intercambian palabras. Esculpen gestos, diseñan miradas. Está muy bien. Pero las almas hablan por medio del abrazo, ése es su discurso. No hay emoticón que valga. No hay chat que te devuelva esa experiencia que está más allá de toda posible elocución. Que es inefable. Y es inefable porque, tal vez, arrastra consigo algo del misterioso abrazo de nueve meses del que provenimos.
El abrazo es pura anagnórisis, es decir, reconocimiento. Y es infalible. Los desafío. Es imposible equivocarse. La vista se engaña, los perfumes faltan a la verdad, pero los abrazos son certeros. Siempre.
Créame, no habrá 3D que valga. No habrá holograma suficiente. Quizá llegue el día en que podamos conectarnos a una suerte de Matrix que nos permita reunirnos con nuestros seres queridos en un abrazo virtual sin que la conciencia note diferencia alguna.
Pero el alma la notará..
LA NACION