Una mujer asoma

Una mujer asoma


Por Paula Vazquez Prieto
“Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habría imaginado que el destino le reservaba un papel de heroína de novela.”
Así comienza La abadía de Northanger, una de las novelas póstumas de la célebre autora británica del siglo XIX, Jane Austen. Aficionada a las novelas góticas, Catherine representa el alter ego de Austen, en su lectura ácida e irónica de las normas sociales que regían la sociedad victoriana de fines del siglo XVIII. Sin tragedia alguna sobre sus espaldas ni historias oscuras que la atormenten, Catherine desafía su falta de distinción y lucha por convertirse en protagonista de aventuras extraordinarias, reflexionando, en un tono ligero y distendido, sobre los tenues límites que separan la realidad de la fantasía. Lúcida y perspicaz, Catherine, como todas las heroínas de la obra de Jane Austen, es una mujer paciente y educada que exige ser tratada como un ser racional, y cuyo escenario de disputa se despliega siempre alrededor de la palabra.
Esa reivindicación de la templanza como uno de los principales valores humanos encontrará en otra Jane, esta vez nacida en el seno de un mundo de ficción, una réplica o contrapunto ideal a la mordaz Austen medio siglo después. Jane Eyre, publicada en 1847, encarna la faceta más pasional e intensa de esa mujer combativa del siglo XIX, capaz de afrontar las más terribles vicisitudes y sobreponerse a ellas a fuerza de valor y espíritu. Su autora, Charlotte Brönte, fue junto a su hermana Emily (autora de Cumbres borrascosas, también publicada en 1847), el epicentro de la novela de autoría femenina, generalmente publicada bajo seudónimo, que se haría carne en el público lector de la época.
La revalorización de la novela por sobre otros géneros literarios, defensa que Austen asumió en varias de sus obras, está íntimamente relacionada con el florecimiento de la pequeña burguesía europea interesada en la lectura que, a diferencia de la nobleza, no conocía el latín y el griego, ni había sido educada por los textos clásicos. Muchos de esos autores noveles que aparecieron durante el 1800 eran mujeres, que lograban a través de la escritura relativa independencia económica. El éxito de Jane Eyre en su época fue un signo claro del interés contemporáneo por un universo erigido alrededor de la fábula, el misterio y la tragedia, al que se le sumaba el enigma de la verdadera identidad de su autor, y el ejercicio de cierta incorrección social relacionada con las ideas vigentes sobre el género femenino.
Charlotte era la mayor de las hermanas Brönte (su otra hermana Ann también fue escritora y poetisa, autora de Agnes Grey), asediada por la muerte y la enfermedad desde su más tierna infancia (su madre murió de cáncer cuando Charlotte tenía 5 años y sus dos hermanas menores murieron de tuberculosis unos años más tarde). Su experiencia de la orfandad y el desamparo marcaron su carácter e hicieron de la ficción el refugio de su pena. La escritura se convirtió en el escape ideal durante sus años como institutriz y su heroína Jane, con claros ecos autobiográficos, evoca su propia resistencia a los embates del destino.
La pasión ardiente de Jane Eyre emerge de una rebeldía silente pero corrosiva, que Charlotte Brönte expone con audacia en un tiempo donde alzar la voz no estaba permitido. Por más que combine rasgos que parecen ser incompatibles, como la humildad y el sacrificio con una vocación insurgente, confundida a menudo con perfidia, Jane encuentra en el torturado Edward Rochester un alma gemela, inmersa en contradicciones aún más profundas. Con claras conexiones con el Heathcliff de Cumbres borrascosas, los gritos desesperados de Rochester retumban en el vacío, mientras proclaman “mi igual está aquí” ante la aparición de Jane, como si el amor fuera una comunión de tormentos.
La novela de Brönte ha sida llevada al cine en varias oportunidades. Además de alguna miniserie y varias películas para televisión, su última versión fílmica fue la de Franco Zeffirelli de 1996, protagonizada por William Hurt y Charlotte Gainsburg. La versión del Hollywood clásico, dirigida por Robert Stevenson, con la presencia imponente de un joven Orson Welles y una tímida Joan Fontaine era la mejor referencia hasta el momento, con ecos sombríos del noir de los ’40 en la iluminación expresionista del castillo Thornfield y en la decoración barroca de los espacios que albergan la locura y la opresión.
La nueva Jane Eyre, estrenada en 2011 en EE.UU. y recientemente editada directo a DVD en nuestro país, encuentra en la dirección de Cary Fukunaga, quien hasta el momento sólo había dirigido Sin nombre (2009), uno de los mejores acercamientos al espíritu visceral de la Jane literaria. Sumergido en los humores místicos del terror gótico, sin estridencias ni afectaciones, el guión de Moira Buffini (guionista de Tamara Drewe, de Stephen Frears) rearma con inteligencia, casi como un rompecabezas, un relato que comienza con la angustia de una Jane perdida en un árido pastizal tras la renuncia a su amado Edward. Las idas y vueltas en el tiempo dan a la historia una vitalidad febril, que trasunta un tono opresivo y fascinante al mismo tiempo. La presencia de Michael Fassbender (en cartel en Prometeo y La traición) y Mia Wasikowska (la Alicia de Tim Burton) recuerda a dos amantes reales, que expían sus miedos e inseguridades en un encuentro que elude la solemnidad frecuente en toda adaptación de un relato clásico. Hay algo sincero y contemporáneo en sus criaturas que recupera esa libertad de la que habla Brönte, en su sentido más moderno. Por encima de las ataduras del deber y la hipocresía de la corrección, Jane y Edward superan la arrogancia dogmática de sus jueces morales con la defensa estoica de la libre elección.
Como escribió Virginia Woolf en la primera serie de The Common Reader (1925), los personajes de Jane Austen “tienen un millón de facetas (…) Ellos se mueven aquí y allá, ya sea que sus creadores los miren o no, y el mundo en el que viven nos parece un mundo independiente, que podemos visitar, porque ellos lo han creado”. En cambio, Jane Eyre nos atrapa, “nos tiene en la mano, nos hace ver lo que ella ve, nunca nos abandona, ni permite que podamos olvidarla”. Porque, al final, es la indignación por la injusticia que experimenta Charlotte Brönte la que trasciende su personaje, la que nos conquista. Su dolor está ahí, lo podemos sentir, y es su vehemencia, su fuerza casi sobrenatural, la que emerge de las palabras y las imágenes, la que nos inunda con la grandeza que tienen quienes se piensan a sí mismas como heroínas.
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