20 Aug Tonto, Retonto y Requetetonto
Por Mariano Kairuz
Nadie parece poder explicar la clave de la perdurabilidad de los Tres Chiflados en el imaginario de la comedia norteamericana –casi veinticinco años de cortos producidos por Columbia para el cine y otro medio siglo de incesantes repeticiones televisivas– y, en el fondo, lo que ocurre es que se trata de uno de esos fenómenos tan esenciales que no admiten realmente una explicación: está todo ahí, lo que vemos es lo que hay. En un número de la revista Página/30 (febrero de 1999) Rodrigo Fresán lo llamó “el misterio de los Tres Chiflados”, y lo definió como algo que “no ha podido ser resuelto y está bien que así sea, porque los verdaderos misterios –aquellos misterios que uno más quiere y necesita– son los que menos nos molestan con su falta de resolución. De hecho esta forma de lo inexplicable nos seduce”. Fresán elogia la “sabiduría narrativa” y la “concisión dramática” y la perfecta previsibilidad de “casi cualquier episodio de los Tres Chiflados” y arriesga que tal vez, después de todo, “la gracia y el vicio” residan nada menos que en “mirar a tres imbéciles una y otra vez porque acaso nos hagan sentir un poco más normales y menos imbéciles”.
Otra posibilidad, o en todo caso una extensión de esa misma, es que esa identificación sea aún más directa, que nos vemos reflejados en toda esa imbecilidad como una parte constitutiva de nuestra naturaleza. Después de todo, se trata de una imbecilidad esencialmente buena, inocente, de buen corazón. Y una fantasía, igualmente básica, de violencia física, que cumple una función catártica: ¿a quién no le gustaría poder expresarse tan libremente como Moe cada vez que algo o alguien nos irrita? Moe es el personaje que no se guarda nada, y ¿a quién no le gustaría serrucharle la cabeza o martillarle la nariz o hundirle las puntas de dos dedos en los ojos a algún “prójimo” cada tanto? Ataques de ira tiene cualquiera, el problema son las consecuencias, y en los Tres Chiflados, como los pianos que caen del cielo en los dibujos animados, queda el dolor pero se borran las consecuencias fatales de la violencia. En un mundo ideal, uno podría evacuar su calentura, pero luego del arrebato, una vez que el hervor se ha aplacado, las cosas toman otra perspectiva, y quizás hasta nos arrepentiríamos del arranque de furia, pero sobre todo no tendríamos que lidiar con sus efectos. Es una fantasía insuperable.
Los Tres Chiflados, en ese sentido, cumplieron siempre un rol de liberación en relación a nuestros impulsos más inexorablemente egoístas, intolerantes y destructivos, impulsos que hasta los más civilizados ejemplares de la raza humana se pasan la vida combatiendo y tratando de contener. No es que no hubiera nada más en los Tres Chiflados: algunas de sus tempranas parodias políticas tuvieron lo suyo, como es el caso de You Nazty Spy!, estrenada en 1940, donde Moe parodia al Führer (interpretando al dictador de Moronika y sus planes de invadir la república de ¡Yom Kippers!), nueve meses antes del estreno de El gran dictador de Chaplin. Tampoco fue menor el hecho de que el trío se volviera popular en los años de la Gran Depresión, ya que sus personajes eran perdedores incurables que vivían saltando sin suerte ni habilidad (ni eficiencia) de un trabajo a otro. “Nacido en primer lugar como un entretenimiento populista de la Depresión, los cortos de los Three Stooges hacen blanco a menudo en los ricos y los privilegiados”, escribió el crítico Dennis Lim en el New York Times, teorizando sobre un factor adicional del éxito de las desventuras de Moe, Larry y Curly: el poder contestatario del clásico tortazo en la jeta. Algo de todo esto quedará sin duda fuera de los contextos específicos de la guerra o una brutal crisis económica, pero lo que permanece inalterable es, una vez más, la épica salvaje del trío que se parte la cara una y otra vez, de un modo en que nadie más lo había hecho hasta el momento.
El problema, desde que se anunció hace más de diez años el proyecto para llevar a los Tres Chiflados al cine por primera vez desde la muerte de Moe y Larry, era que se trataba de un producto de culto estrechamente ligado a los actores que lo crearon e hicieron irrepetible, y era inevitable que a los fans más recalcitrantes la mera idea les pareciera una herejía, y al resto de sus millones de fans, sencillamente un sinsentido. Al parecer, Tarantino y los Zucker (los de Y… ¿dónde está el piloto?) gritaron ¡sacrilegio! Ya en los ’70 Mel Brooks lo había intentado, reconvirtiendo su fracaso en Silent Movie (La última locura de Mel Brooks). Dado este panorama adverso, nadie podía discutir que, si alguien estaba en su derecho de hacer el intento, ese alguien eran los hermanos directores que dispararon su carrera con Tonto y retonto, tan –inconscientemente, alegan los realizadores– parecidos a los Three Stooges que hasta el corte de pelo en taza de Jim Carrey recuerda a Moe. Los mismos que luego fueron construyendo, película a película, y atravesando las capas de escatología en las que bañaron sus opus más exitosos, una épica de perdedores con corazón. Peter y Bobby Farrelly.
Buscando a Moses Horwitz
El proyecto arrancó y tardaron más de diez años en hacerlo realidad y las vueltas que dio el asunto fueron bastante públicas. Nombres de lo más alto de Hollywood sonaron para hacer de los Stooges. Primero fue Russell Crowe (a quien no le habría gustado el primer borrador del guión), y luego hubo un reparto casi perfecto y casi confirmado que incluía a Jim Carrey como Curly, a Benicio del Toro como Moe y a ¡Sean Penn! como Larry. No, no fue el sueño húmedo de un grupo de bloggeros, sino una realidad que se deshizo a último momento, cuando los actores ya habían confirmado su compromiso con el proyecto. Varios problemas se interpusieron en el camino de algo que hubiera sido verdaderamente espectacular (para bien o mal). Por un lado, los Farrelly no querían covers, versiones de los Tres Chiflados, relecturas personales de cada uno de sus integrantes, sino imitaciones lo más fieles posible. Y pronto aparecieron los pretextos: al bajarse, Penn adujo complicaciones personales (y su compromiso con Haití, en serio), y Carrey decidió que estaba muy viejo como para someter su metabolismo a un engorde como el de De Niro en Toro salvaje. En el medio apareció otra posibilidad que hubiera sido genial, pero también algo retorcida: Mel Gibson, declarado fan de los Stooges, quien por años hizo todo lo que pudo a través de la serie Arma mortal por exponer su fanatismo, y hace once años produjo un biopic televisivo que contaba la historia de los Stooges con tres actores desconocidos (cuatro contando a Shemp) en aceptables imitaciones, desde el origen del grupo como acompañantes del espectáculo de vodevil del comediante Ted Healy al poco feliz final de cada uno, pasando por sus años de gloria, explotados por el productor Harry Cohn, quien los mantuvo más de dos décadas bajo salario ocultándoles las fenomenales ganancias que sus cortos le trajeron a Columbia.
Así que, hablando de Gibson y su por lo menos intrigante relación con el humor judío –teniendo en cuenta los conocidos escandaletes del director de La pasión de Cristo, repetida y justificadamente acusado de antisemita–, su participación en el proyecto de los Farrelly de revivir al trío de los hermanos Moses (Moe) y Jerome (Curly) Howard (americanización del apellido Horwitz) y su colega, el comediante-violinista Louis (Larry) Feinberg, hubiera sido algo por lo menos polémica.
Realizada finalmente con tres actores no muy conocidos (Chris Diamantopoulos, Sean Hayes –de Will & Grace– y Will Sasso como Moe, Larry y Curly), la película de los Farrelly da una serie de bizarras cabriolas de guión para empezar en un orfanato católico comandado por la hermana María Mengele (¡!), que está interpretada nada menos que por Larry David. Nadie que esté interesado en esta historia desconocerá que Larry David es uno de los creadores de Seinfeld, el autor y protagonista de Curb Your Enthusiasm y el alter ego de Woody Allen en su última película neoyorquina hasta la fecha.
La película inspiró apenas unas cuantas reseñas nostálgicas que tampoco consiguen explicar demasiado el misterio, pero también un extraordinario artículo del crítico neoyorquino J. Hoberman para la revista Tablet sobre el lugar que el trío de idiotas ocupa en la larga historia del humor judío norteamericano. Tras confesar que nunca le gustaron realmente los Tres Chiflados, Hoberman se zambulle en la película de los Farrelly para examinar su rara apropiación de estos personajes clásicos en relación a la cultura de inmigrantes de la que provienen. Durante su infancia en una escuela pública de Queens, escribe Hoberman, se sabía que “un judío podía ser un shlemiel, un shmo, un shmegegge, un shlepper, un shnorrer, un shtarker, un zhlub, un nudnik, un gonef, o un shmuck. Jerry Lewis, Sid Caesar, y especialmente los Hermanos Marx fueron en distintas instancias, todas esas cosas. Pero un judío por definición no podía ser estúpido, ignorante o inconscientemente violento como un gentil, que es la razón por la cual Adam Sandler amaba a los Tres Chiflados y yo no los aguantaba”. Y prosigue: “Según los reconfiguran los Farrelly, Curly, Larry y Moe son productos de un orfanato católico y, en la medida en que la película cuenta con un argumento, éste tiene que ver con sus sinceros, obcecados y ampliamente violentos intentos por salvar a la institución de su remate. En su reciente libro El nuevo judío en el cine, Nathan Abrams le atribuye específicamente el contenido judío del clásico de los Farrelly Loco por Mary, en el grotesco schlemielishnismo de Ben Stiller agarrándose el escroto con el cierre de su pantalón. Pero los Farrelly son positivamente no judíos y, aun así, hay un vestigio. Larry David interpreta a la monja más malvada del orfanato como un cuarto Chiflado de facto”.
Finalmente, Hoberman reconoce que, si a los diez años no podía hacerlo, “ahora sí abrazo mi stooginés (por los Three Stooges) interior. Estos tipos quizá no me hagan reír, pero siento la conexión con ellos. El irascible Moe sugiere un frustrado, tiránico padre inmigrante, y el espectáculo de unos hermanos disfuncionales abriéndose camino de una empresa fallida a la siguiente aparece como la pesadilla de la no-adaptación. Mike Gold escribió en su libro Judíos sin dinero, que los Tres Chiflados son judíos que no son graciosos. La mayoría de sus trabajos son changas, y hay una cualidad penosa en la manera en que se trasvisten groseramente en los roles de judíos respetables (doctores, jefes de estudios cinematográficos, cómicos). En 1949, el mismo año en que filmaron el corto Vagabond Loafers, Harold Rosenberg publicó un ensayo llamado ‘El pathos del proletariado’. Los Tres Chiflados encarnan otro pathos, el del chico prosteh, lumpen proletario, americanizado a medias. Abusados, explotados, autoinsensibilizados, encarnan y reproducen una y otra vez el trauma de aquellos desdichados refusenik que nunca se recuperaron del viaje en la bodega de un barco. Si tomamos sus cortos como un único, monstruoso film de 190 partes, uno podría decir que ésa fue la gran épica judía que hicieron”.
Tonto, Retonto y Requetetonto
Finalmente, hacer Los Tres Chiflados fue para los Farrelly una misión pasional, todo un acto devocional, al punto que le ofrecieron a la Fox no cobrar sus honorarios como directores (a cambio de un porcentaje mayor de las eventuales ganancias). El costo fue relativamente menor (unos 36 millones), y así se sacaron una espina de encima: la comprobación de que, a pesar de las casi ininterrumpidas repeticiones de que los cortos originales gozaron en la tv norteamericana (como en la argentina), las generaciones más jóvenes, perdidas en un océano de decenas de canales de cable, estaban empezando a desconocer a los Tres Chiflados. Su apuesta no fue actualizar ni mucho menos reinventar sino simplemente –y confiando en la atemporalidad de la buena comedia física– agregar unos cuantos capítulos nuevos a los dos centenares de siempre, apuntando siempre al público infantil, manteniendo la inocencia y cierto espíritu retro, evadiendo la tentación de ceder a los impulsos más escatológicos e incorrectos que dieron forma a sus películas más famosas. Hay, sí, una guerra de orín de bebés, y varios salvajes chistes sobre el cáncer infantil (una manera casi elegante de abordar el tema de los inexplicables mechones colorados de Larry), pero eso es todo. El resto es el absurdo, algunos gags tomados de los films originales, y el doloroso show de golpes y crueldades (ah, la motosierra en la cabeza de Curly) con todo su catálogo infaltable de efectos de sonido. Nadie, salvo algunos grupos católicos y por razones muy poco relevantes como para generar polémica, se ha dado por ofendido.
Pero sigue siendo una película de los Farrelly. Con esos personajes tan de clase trabajadora que todavía evocan lejanamente el espíritu de los algo amargos payasos de la Depresión, esos que desperdiciaban tortas de crema en caras propias y ajenas –recuerda Peter Farrelly– “en medio de esas pomposas fiestas de la alta sociedad vertidas en una época de miseria en la que la gente no tenía comida sobre la mesa”. Son sus perdedores de siempre, los mismos que protagonizarán su próxima película –si el proyecto no termina de frustrarse, su primera secuela: la continuación de Tonto y retonto– y el moderado pero inesperado triunfo de un modo de comedia que puede ser salvaje pero también directo, simple y sincero como ningún otro. “La nuestra”, dicen los hermanos, y su obra lo sostiene, “es una comedia sin ironía”.
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