Otro mundo bajo el mundo

Otro mundo bajo el mundo

Por Alejandro Schang Viton
Curioso y ambicioso, desde que apoyó sus pies sobre la Tierra, el hombre hurgó intensamente sobre, arriba y debajo de ella, y a veces incluso más allá. Perforaciones y túneles ya existían en la época de Homero, mil años antes de la era cristiana. Por su parte, el geógrafo e historiador griego Estrabón (I a.C. – I d.C.) también se refirió al submundo: “La gente anterior a mi tiempo estaba acostumbrada a considerar al averno como el lugar en que se desarrolla la fabulosa historia de la Odisea”. Además, Estrabón confirmó la existencia subterránea de un lugar, el Oráculo de los Muertos, que el muy viajado Ulises visitó y donde se tomó un tiempo hasta encontrar la salida.
En tanto, los budistas creyeron durante siglos que millones de seres vivían en Agharta, un paraíso bajo tierra gobernado por el Rey del Mundo y cuya capital es Shambala.
También Gilgamesh, héroe legendario de los antiguos sumerios, descendió a las entrañas de la Tierra para visitar a su antepasado Utnapishtim. Lo mismo hizo el mítico personaje griego Orfeo para encontrar a su amada Eurídice.
Los antiguos creían que Plutón y Venus tenían como domicilio el fondo de nuestro planeta, y el vasto folklore europeo ubica a gnomos, elfos, duendes, hadas y otros seres mágicos en el mismísimo interior de la Tierra. De igual modo, el escritor Dante Alighieri sitúa al infierno en el mismo sitio, oscuro y humeante.
Y la idea de otro mundo bajo el mundo persistió a lo largo del tiempo. Edmund Halley, astrónomo real de Inglaterra que descubrió el cometa que lleva su nombre, defendía en 1693 la teoría de la oquedad de la Tierra.
Cuatro décadas más tarde, en 1738, el matemático francés Pierre Bouer integró una expedición científica a la cordillera de los Andes y a su regreso informó que las montañas eran huecas. Muchos lo creyeron y aún subsisten algunas leyendas, varias vinculadas con seres extraterrestres o de una bondad e inteligencia no humanas que un día de estos se darán a conocer.

Teoría institucionalizada
Durante el siglo XVIII se destacaron varios libros cuya historia transcurre en las profundidades. En 1742, por ejemplo, Nicolas Klimius escribió Viaje al mundo subterráneo, una aventura novelada sobre la vida de seres encerrados en ciudades cercanas al núcleo terrestre, gobernados por la locura.
Para los franceses y padres del movimiento literario Realismo Fantástico Louis Pawells y Jacques Bergier, autores de El retorno de los brujos (1961), la doctrina de la Tierra cóncava quedó institucionalizada en América del Norte a principios del siglo XIX, puntualmente el 10 de abril de 1818. Ese día -escriben-, todos los miembros del Congreso de Estados Unidos junto a la mayoría de los directores de las universidades y algunos sabios prominentes recibieron una carta firmada por el ex capitán de infantería de Ohio, Cleves Symmes, en la que declaraba: “La Tierra es cóncava y habitable interiormente. Contiene varias esferas sólidas concéntricas, colocadas una dentro de otra y está abierta en el polo entre los 12 y 16 grados”.
Symmes se comprometió a conducir una expedición para explorar el centro de nuestro hogar cósmico, pero no obtuvo gran apoyo. Algunos rechazaron su teoría y consideraron que era sólo un cabeza hueca en busca de tierras extrañas y de fama.
Pese a su fracaso, la idea de la Tierra hueca empezaba a llenar las mentes de ciertos personajes tan raros como sus incómodas posturas cósmicas.
Otro estudioso, el estadounidense Willy Ley, en uno de sus tantos libros, De la Atlántida a El Dorado, asegura que la teoría del ex capitán de infantería estadounidense se basaba en que todo lo de este mundo es hueco, desde los huesos y los pelos hasta los tallos de las plantas, “¿por qué, entonces, los planetas no habrán de ser huecos también?” Pese a sus conceptos arriesgados, la teoría de Symmes sobrevivió a su muerte. Su hijo Americus Vespucius Symmes prosiguió con la doctrina paterna y aseguró que en el interior de la Tierra vivían las diez tribus perdidas de Israel.
Escritores célebres también se acercaron al tema. Edgar Allan Poe, en 1833, con El relato de Arthur Gordon Pym, y Julio Verne, con Viaje al centro de la Tierra, en 1864. Seis años después, el alquimista estadounidense Cyrus Read Teed proclamó la oquedad terráquea y fundó una religión basada en esa creencia. El alquimista difundió su doctrina a través del periódico La Espada de Fuego, se creyó un nuevo mesías y se hizo llamar Koresh. Su secta, el koreshismo, logró congregar en su mayor esplendor, en 1894, a unos 4000 fanáticos.

Leyenda extraña
Por su parte, el novelista británico Edward Bulwer publicó, en 1870, La raza del porvenir, un éxito entre los seguidores de la teoría del inframundo habitado y que algunos interpretaron como una profecía que advertía el advenimiento de un nuevo orden que regiría el mundo en poco tiempo. Acerca de esto, una leyenda cuenta que Lytton estaba de vacaciones en Bérgamo, en el norte de Italia, durante la primavera de 1842, cuando se encontró con seres altos, rubios y de vestimentas blancas que vivían en las profundidades bajo un régimen de no violencia.
El tema, sin duda, dio mucho de qué hablar. A mediados del siglo pasado, en Nuestro paraíso dentro de la Tierra, el escritor estadounidense Theodore Fitch hizo su aporte. Fitch planteó la convivencia con extraterrestres que entran y salen por los polos. Por otra parte, en los años 70, Albert McDonald creó la Sociedad de la Tierra Hueca y convocó a más de 500 miembros de 30 países para juntar fondos y realizar una expedición, que finalmente nunca se concretó. Por esa misma época, el periodista estadounidense Ray Palmer, otro creyente del submundo, difundió la existencia de un portal en el Polo Norte.
En 1964, el esotérico y miembro de la fraternidad de los rosacruces Raymond Bernard publicó La Tierra hueca, todo un ícono en el que cuenta las aventuras y desventuras de personas que se adentraron en el interior del planeta. En su obra, Bernard desempolvó conceptos superficiales y al mismo tiempo aportó otros profundos sobre nuestro hogar natural. Creer o reventar.
LA NACION