12 Aug Niños para el asombro
Por Juan Pablo Bertazza
Es extraño que a pesar de ganar fama como escritora de literatura infantil, los niños de Ana María Matute estén moldeados en la materia de la maldad, el enigma, la mentira y el desamor. Una constelación opuesta a la que suele atribuirse al idealizado mundo de la niñez. Tal vez en ese contradictorio detalle radique la grandeza de su obra y la imposibilidad de catalogarla de manera llana y ligera. Sea como fuere, Las Artámilas, esta edición ad hoc del Fondo de Cultura Económica, es una suerte de festejo por el acto de justicia poética que supuso, el año pasado –y luego de haber sido candidateada infinidad de veces– el hecho de que Ana María Matute se alzara, finalmente, con el Cervantes, el premio más importante de habla hispana y la antesala natural del Nobel.
Las Artámilas –además de ofrecer una conversación con la autora donde da algunas claves de su obra– constituye un compendio de relatos localizados en ese territorio mítico y literario que, al igual que Macondo, Comala o Santa María, conjuga ficción y realidad. Las Artámilas es el mismo nombre que bautiza a unos picos cercanos a Mansilla, un municipio de la comunidad de La Rioja, España. La de Matute es una tierra dividida en tres: la Alta, la Baja y la del Centro, que es la más pobre y cuyo sitio más destacado no es otro que un cementerio. Además de que algunos de los episodios narrados constituyan variaciones literarias de historias que le llegaron durante su infancia a Matute, como sucede a lo largo de toda su obra, rige en ellos la atmósfera de los años posteriores a la Guerra Civil Española, que estalló cuando ella tenía diez años. Son historias que indagan en la vida de pobres, desposeídos, ejecutores de oficios obsoletos como los titiriteros y los alambradores, marginales, indignados; en definitiva, un completo viaje al mundo nocturno de la España campesina, acaso una radiografía que, de tan vieja, alumbra sorpresivamente algo de la actualidad.
En ese contexto, los chicos –o los niños–, son los más marginales, pero también quienes detentan el timón involuntario de cada una de estas historias: aun cuando no lo sepan, son ellos el motor narrativo. Es lo que sucede en el primer relato, el casi surrealista “Fiesta al noroeste”. Apenas regresa a la Artámila, su pueblo natal, del que había huido por traicionar a su único amigo, Juan Medinao, el titiritero Dingo asesina a un niño del lugar. A partir de ese hecho deberá recurrir entonces a la única persona con la que aún lo une algún lazo, Juan Medinao, quien a su vez esconde una truculenta historia de amor y odio con su hermanastro Pablo Zácaro. Dos características a tener en cuenta en este relato son, por un lado, el eficaz engaño al cual conduce el título (así como los niños de Matute no son inocentes, la fiesta a la que hace referencia tampoco es demasiado vital) y, por el otro, la manera en que el eje de la historia se va corriendo progresivamente, desde la mirada de Dingo hacia el conflicto entre los hermanos, cuyo vínculo recrea el tópico de Caín y Abel, uno de los temas que, desde siempre, apasionaron a Matute: “Yo siempre he dicho que Abel era el malo y Caín, el bueno” consigna la escritora en la coda del libro.
En el segundo relato, “No hacer nada”, es el nacimiento del enésimo hijo de un labrador –“eran tanto los hermanos que da pereza contarlos”, aclara Matute– cuya vagancia lleva a la ruina a la familia. Otros de los excelentes relatos que hablan de los curiosos chicos de Matute son “Don Payasito”, donde un público infantil presencia la muerte de Lucas de la Pedrería, un extraño viejo que decía versos sin rima, y “El árbol de oro”, en el que Ivo Márquez, un niño que fascina con su carisma a su maestra y a sus compañeros, asegura haber descubierto un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro, encendido, brillante y cegador. Aunque algunos de sus compañeros dudan de ese hallazgo, Ivo llegará hasta las últimas consecuencias para probarlo.
Como aquellos niños que sin querer queriendo trastornan para siempre el mundo de los adultos, los personajes infantiles de Matute –líder de la llamada “generación literaria de los niños asombrados”, tal como ella misma la bautizó– tienen un grado de perversidad que engrandece su literatura. Y vuelve algo ridículas las vicisitudes de sus adultos siempre errantes y nómades. Acaso infantiles.
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