18 Jul Un político de otro nivel
Por Pavlína Reznícková
n su contacto con la gente Václav Havel era una persona divertida y nada convencional. Detrás de su sonrisa infantil escondía un carácter tenaz, propio de una mente sagaz y de una forma de pensar metódica. Adoraba lo absurdo y con ese sentido escribía sus piezas teatrales. Pero la ironía, la malicia y la malevolencia eran muy ajenas a él.
Nuestro encuentro sucedió en 1969. Yo era más joven y él era un escritor muy famoso. Todos íbamos a ver sus obras. Era la primera persona de mi entorno que sabía exactamente en qué sistema vivíamos, porque era capaz de observar la situación política como si lo hiciera desde las alturas, teniendo siempre en cuenta un panorama histórico más amplio. Entre los artistas la política era tabú. Un año después de la ocupación soviética (la mitad de mis amigos desapareció en la emigración) nos acostumbramos a convivir con el desánimo creciente gracias al humor negro, las relaciones extravagantes y la borrachera permanente. No eran cosas ajenas a Václav Havel, pero al mismo tiempo él pensaba sobre la política en un contexto más amplio, preocupándose por qué podía hacer al respecto.
Educado en la convicción de que el hombre tiene que ser responsable de sí mismo pero también del mundo en que vive, eso era muy natural para él. Nosotros apenas alcanzábamos a ver la punta de nuestra nariz y vivíamos la vida sin pasado y sin futuro: habíamos tomado la postura de darle la espalda a todo. La actitud de Havel era para mí algo completamente nuevo. En los años 70 la situación estaba congelándose. Sus piezas fueron prohibidas, él fue encarcelado varias veces, y en 1977, con un puñado de amigos, fundó Carta 77. Yo me enteraba de todo eso en España, donde me casé en 1975.
En los años 80 Gorbachov tomó el poder en la Unión Soviética con superestroika y me di cuenta de que sin la protección del Big Brother nuestro régimen podrido tenía que acabarse. Por eso me sorprendió que los checos no lo vieran así y repitieran sin parar: “El comunismo se quedará para siempre”. Havel como presidente no estaba en la mente de nadie y, sin embargo, ya en ese tiempo yo lo veía como el único líder posible. A mí no me sorprendió lo que ocurrió con él después.
Cuando lo felicité en Praga al ser elegido presidente me dijo: “Y tú podrías ser nuestra embajadora en España”. Entendí que no era una broma. Primero me sentí honrada; después, asustada. Al final me di cuenta de que a nadie le interesaban mis sentimientos. Era una convocatoria para que yo fuera a hacer algo porque había que cambiar muchas cosas y lo más rápido posible (los embajadores checos en el extranjero sobre todo). Trabajé en Madrid en mi oficina durante cinco años y medio. En ese tiempo veía a Havel sólo en ocasiones oficiales.
Él decía que era tímido y vergonzoso pero las dos cosas le quedaban muy bien: le servían tanto con las mujeres como con los jefes de Estado. Emocionaba a la gente con su “indefensión”. Le gustaba hacer la política de otra manera, no como el oficio mecánico de los líderes políticos. Esa posición contrastaba con la de los novísimos políticos a los que les interesaba, e interesa, sólo el poder, la importancia personal y la visión de la riqueza. Después de terminar mi “misión” en 1996 regresé a Praga y renuncié a la secretaría. El happening posrevolucionario había terminado y los líderes de los partidos estaban muy sentados en sus sillas.
Su gestión como primer mandatario se desarrolló durante 13 años y culminó en 2003. Mientras era presidente, Václav se convirtió en un símbolo internacional. Sus actividades frenéticas en la organización de cuestiones humanitarias, su labor creativa, las visitas y los viajes no lo dejaban en paz ni en su vida privada.
En una emisión de TV se quejaba porque había esperado tener más tiempo libre, pero en realidad tenía menos que antes. Hace un año había empezado a desaparecer de la escena pública, pero no paraba de trabajar con la tenacidad que le era propia. Se dedicó a filmar su película La partida para cumplir con un viejo sueño. La de cineasta parece que era la profesión a la que siempre le hubiese gustado dedicarse.
En resumen: pienso que podemos alegrarnos de que al fin hizo lo que deseaba hacer y, según las reacciones de los jóvenes de Chequia y del mundo, parece que no lo ha hecho para nada mal.
LA NACION