Un genio de verdad renacentista

Un genio de verdad renacentista

Por Alejandro Patat
Hay dos formas de leer a Leonardo da Vinci. Una, cara a los norteamericanos, consiste en poner en escena la idea del genio, haciendo hincapié en su inteligencia desbordante e intercambiando su potencia visionaria por dotes proféticas. La otra, arraigada en la tradición europea, intenta situarlo en su tiempo, para tratar de reconstruir, lo más minuciosamente posible, su concepción y práctica artística, sus teorías y experiencias en el campo científico, sus ideas filosóficas y sus ejercicios literarios. En esta segunda dirección se sitúa el brillante ensayo preliminar de José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski, que ocupa el primer volumen de los dos de esta nueva edición completa de losCuadernos de arte, literatura y ciencia de Leonardo da Vinci (1452-1519). Los Cuadernos… , admirablemente traducidos y comentados por los dos especialistas argentinos, comprenden elTratado de la pintura , los escritos sobre el paisaje y la escultura, las disquisiciones filosóficas y naturales, así como también los fragmentos sobre las máquinas y la arquitectura, el bestiario, las composiciones literarias, los chistes, las profecías, las cartas y, por último, el listado de los libros presentes en su voluminosa biblioteca y las ilustraciones de su obra.
En 1966, en su pequeña obra maestra Florencia , Emilio Cecchi (1884-1966), famoso intelectual y escritor italiano del siglo XX, explicitó su antipatía por la “curiosidad señorial” del humanismo letrado de Marsilio Ficino y los neoplátonicos, que imaginaron nostálgicamente el universo a partir y en función de los libros, y declaró su desprejuiciada simpatía por el modelo renacentista iniciado por Leonardo da Vinci, que culminaría en la “furiosa expresividad” de Donatello y Pollaiuolo. Efectivamente, el mismo Leonardo se dio cuenta de la enorme diferencia cultural que existía entre el mundo florentino del Quattrocento bajo la égida de los Medici y el incipiente modelo renacentista de Milán, en manos de los Sforza, donde el artista habría de instalarse desde 1482 hasta 1499. Mientras que en la aristocrática Florencia de los Medici toda discusión pasaba por la fenomenología del amor y por la cuestión de la trascendencia, en Milán se imponía el conocimiento empírico del mundo físico y la necesidad de nuevas prácticas tecnológicas ligadas a las ambiciones políticas de la ciudad-estado. Ahora bien, como nos recuerdan Burucúa y Kwiatkowski, no sería correcto imaginar una escisión entre el período florentino y el milanés, pues Leonardo justamente logró concentrar, sintetizar y poner en práctica, ya sea la lección florentina, cuando comenzó a trabajar en el taller de Verrocchio, para alcanzar una perfección deslumbrante en la pintura y en el dominio de las artes, ya sea la lección milanesa, que abrió las puertas a sus experiencias científicas y tecnólogicas, pero según la cual también llevó a cabo La Gioconda La última cena , verdaderos manifiestos de un nuevo modo de concebir la pintura.
No hay que olvidar, por otra parte, que la violenta irrupción de la guerra en tierras italianas, entre 1494 y 1499, no sólo dispersó a los hombres de corte, sino que también en muchos casos, los obligó a adecuarse a las nuevas exigencias defensivas de los señores. Leonardo, moviéndose entre Mantua, Pésaro, Cesena, Rímini, Imola, Faenza, Forlì, de nuevo Florencia y, en 1313, Roma, se transformó en esos años en inventor e ingeniero: diseñó mapas, torres, fosos, puentes. En 1515 partió definitivamente hacia Francia, donde murió ya anciano. De ahí que los italianos se desesperen por volver a hallar el fresco de la batalla de Anghiari (recientemente se hipotetizó que se halla bajo un fresco de Vasari), pintado después de 1500 en Florencia, en el que el Vinciano, al representar la locura de la guerra, resumió los parámetros antiguos, extraídos de la lectura de Plinio, y, a la vez, todas las novedades que surgían de su experiencia italiana. La celebérrima La Gioconda , en cambio, sería la síntesis de la técnica de Leonardo: “el sfumato , la expresividad, la perspectiva aérea, la luminosidad dorada y a la vez azul del paisaje”. Por sfumato , como lo definen los dos ensayistas argentinos, se entienden “esos pasajes de luz y color sin quiebres ni soluciones de continuidad”.
En el Tratado de la pintura , Leonardo antepuso la pintura a la música y la escultura, y consideró la perspectiva “rienda y timón” de esa práctica. Pero lo que más llama la atención es su capacidad de penetrar en los cambios y los movimientos físicos, al asignar al paso del tiempo la clave de representación de la realidad. Se podría casi decir, sin temor a una excesiva condensación de significados, que, por un lado, la perspectiva lo acercó a la especulación matemática, mientras que el estudio de la descomposición de la carne, las arrugas, los miembros y los músculos envejecidos, la captación casi imperceptible de una emoción lo condujeron directamente a intuiciones filosóficas y antropológicas, y no lo contrario. De Leonardo a Miguel Ángel, la línea de continuidad es evidente. Lo señaló ya en 1550 Giorgio Vasari, el fundador de la moderna crítica de arte, quien percibió cómo Da Vinci habría introducido el concepto de “gracia”, esencial en las poéticas y políticas del Renacimiento cortesano y cómo Miguel Ángel sería la culminación de tres siglos de búsquedas no sólo estéticas, que encontraron en el creador de La Gioconda un punto de inflexión. La pintura se convirtió con él -concluyen Burucúa y Kwiatkowski- en un “saber superior que trascendía, al mismo tiempo, las especulaciones vagas y hueras de la metafísica y la simple destreza manual, basadas sobre las repeticiones y los automatismos aprendidos sin el esfuerzo inquisitivo y constante de la mente”.
Como hombre de ciencias, Leonardo no diverge demasiado del artista. Ningún saber -y la pintura era para él un instrumento cognoscitivo pleno- podía ser ajeno a las leyes de la naturaleza. El principio fundacional es el mismo: conocer no pasaba por el saber libresco, sino por la observación y experimentación. El segundo principio era el del orden micro-macrocósmico que desde Platón y Séneca, y a través de la mediación de Isidoro de Sevilla, consideraba al hombre un mundo menor, que reproducía en su interior el mundo mayor y las divinas proporciones del universo. A esos principios les sumó la tradición de Padua y París, donde se imponía la filosofía natural aristotélica. De allí, los estudios leonardianos sobre la óptica, la anatomía y la fisiología.
Sólo desde esta perspectiva pueden entenderse sus textos literarios, que renunciaron a esa corriente espiritualista y estilizadora, que del dolce stil novo dantesco conduce a la poesía autoindagatoria de Francesco Petrarca. El tono de sus escritos es sentencioso y apodíctico, ajeno a los vuelos líricos. Confesó con sarcasmo: “La definición del alma la dejo a las mentes de los frailes”, a quienes les dedicó no pocos chistes verdes. Y si bien algunos pasajes sobre el amor recuerdan las reflexiones amorosas de los maestros de la primera estación poética italiana, Leonardo agregó su fuerte propensión a la materialidad del cuerpo, cuando, por ejemplo, escribió: “Cuando la cosa unida es conveniente para quien a ella se une, le siguen el disfrute, el placer y la satisfacción”.
Al estudio pormenorizado de sus obras, Burucúa y Kwiatkwoski adjuntan una acertada anotación sobre el criterio de edición de los textos, apoyados en los famosos códigos dispersos por el mundo, una escrupulosa atención al problema de la traducción y a la cuestión de la fortuna de los textos de Leonardo a través del tiempo. Por la fascinación que ejerce todo el universo de Da Vinci, se comprende el deseo que, en plena introducción a los textos, los dos estudiosos argentinos, casi con un dejo de melancolía, se permitieron expresarle al lector de los dos volúmenes: “Te deseamos que descubras a partir de ahora los caminos que una mente incomparable abrió al paso de la belleza y de la ciencia, que oigas la música de su pensamiento y navegues en el mar de su imaginación”.
LA NACION