15 Jul Rousseau, un ideario vigente
Por Alberto Castells
En importantes ciudades europeas se conmemoran los trescientos años del nacimiento de Jean-Jacques Rousseau, acontecido el 28 de junio de 1712. Ginebra, París y Londres -cuna, residencia, exilio- asisten a festejos y homenajes, desde exposiciones, conferencias y libros hasta producciones de cine, videos online y series televisivas.
Hay razones que de algún modo justifican esa atención mediática reservada casi siempre a las celebridades del momento. Rousseau ejerció un gran influjo en la Revolución Francesa. Con su obra de gran calado, El contrato social, levantó el edificio de la república moderna que puso fin a la monarquía tradicional. El tratado educativo, Emilio, sorprendió al mundo con una pedagogía censurada por sus elementos subversivos. En el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres atacó la estratificación de la sociedad tradicional y abogó por una utópica comunidad de iguales. En las Confesiones, obra autobiográfica modelo en su género, se reveló “cínico y sincero” con su propia vida.
¿Qué sentido tiene hoy evocar el paradigma rousseauniano del pasado? ¿Hasta qué punto su vigencia en la historia es motivo de confrontación o lugar de encuentro?
Resulta ilustrativo retener dos escenarios que presentan batalla a la sociedad tradicional de entonces. En nombre de la libertad, el ideario rousseauniano ofrece resistencia al absolutismo dominante. En nombre del orden, el ideario rousseauniano cuestiona los desequilibrios del capitalismo en ciernes. En esa arena de combate, dos posiciones hacen oír sus voces: según la mente innovadora de quienes miran al futuro, el proyecto del ginebrino atribuye legitimidad a los ideales de la democracia igualitaria asumidos por la ascendente burguesía; para la mente conservadora de quienes miran al pasado, alerta contra la conmoción social y la revolución violenta.
¿Cómo es posible que las dos posiciones contrapuestas reconozcan la paternidad de un mismo ideario? Estudiosos acreditados plantean el dilema y nos advierten que el pensamiento del filósofo oculta contradicciones y ambigüedades. Y que la contradicción y la ambigüedad que anidan en su ideario coronan la universalidad del genio y aseguran su presencia mítica en el tiempo.
En el choque entre las dos concepciones rousseaunianas no estará de más observar algunas aporías reveladoras de lo cambiante de sus principios y lo frágil de sus opciones. La democracia directa salida de la voluntad general fue la hábil construcción del ideólogo que aún permanece inmarcesible en el imaginario colectivo. Voces autorizadas dicen, sin embargo, que la auténtica vocación del ginebrino se inclinaba hacia una “comunidad orgánica” que debía concretarse a través de una sociedad ordenada, jerárquica y desigual. Dato que nos despista porque en el choque entre las dos versiones lo aparente se confunde con lo real.
Poco importaba al visionario que el nuevo orden revolucionario fuera la empresa de ciudadanos libres y autónomos, como lo quería su círculo de creyentes y como lo evoca aún la sabiduría convencional. Investigaciones recientes revelan, por el contrario, que en el designio rousseauniano, se mantenía inalterada la eterna distinción entre superiores e inferiores, “amos y criados”, aunque disfrazada por lazos admirables de afecto, benevolencia y misericordia. Acusada la contradicción de sus escritos, el moralista insistirá en la sinceridad de sus propósitos y en la integridad de sus principios. ¿Tendríamos que creerle?
El sabio tuvo que admitir a la poderosa burguesía que lucraba con la propiedad privada ilimitada y el comercio libre de toda traba; dos pilares liminares del ascendente capitalismo. También aquí se afirma con solvencia que el estratego no ocultaba su preferencia por un Estado fuertemente interventor, dispuesto a frenar el enriquecimiento galopante y a mantener la igualación de las fortunas, asegurando así la subsistencia del viejo orden patrimonial. Voz de alerta del ideólogo que esgrime sus argumentos con fuerte capacidad de seducción.
Jean-Jacques Rousseau se sentía diferente de sus contemporáneos, tanto de los cortesanos del antiguo régimen como de sus amigos iluministas. Se veía a sí mismo como “un habitante de otra esfera…”; que en la batalla de la vida debió soportar el fracaso de sus designios más preciados. En los repliegues de su alma es donde anidan los conflictos consigo mismo y las discrepancias con el mundo. Y es en ese gran crisol donde se forja la universalidad de un ideario que eleva a su autor a la altura de un espíritu exclusivo.
LA NACION