Malvinas, un relato inconcluso

Malvinas, un relato inconcluso

Por María Rosa Lojo
alvinas: “islas irredentas” que la Argentina nunca dejó de considerar parte de su territorio, y que reclamó continuamente desde 1833. Residuo del perimido imperio victoriano en un mundo que condena los regímenes colonialistas. Bandera incuestionable en torno a la cual debe unirse la nación. Parece simple, pero no lo es tanto, para una biblioteca que no deja de crecer.
El balance de tres décadas (centrado, sobre todo, en la guerra de 1982) nos pone frente a debates que no se habían dado antes con esta intensidad, acrecidos por el decantamiento reflexivo de la misma democracia y por la desclasificación o filtración de documentos antes inaccesibles. Se reeditan (a menudo aumentados), ensayos y testimonios y se reimprimen otros: La trama secreta (Sudamericana), de O. R. Cardoso, R. Kirschbaum y E. Van der Kooy; Señales de guerra (El Ateneo), de L. Freedman y V. Gamba; Las guerras por Malvinas 1982-2012 (Edhasa), de Federico Lorenz; Batallas de Malvinas (Aguilar), de Pablo Camogli. Se publican novedades. Entre otras: Guerra de Malvinas. Imágenes de una tragedia (El Ateneo), de Roman Lejtman, releva las más notables fotografías de la guerra en una espléndida edición; 1982 (Sudamericana), de Juan Bautista Yofre, apela a papeles oficiales reservados; Los vuelos secretos (Planeta), de Gonzalo Sánchez, narra el transporte arriesgado y secreto del armamento que se compraba en Medio Oriente; La cuestión por Malvinas (Aguilar), de Fernando A. Iglesias, pone en jaque a los nacionalismos de diverso signo que mantuvieron y mantienen viva la causa.
Resulta inevitable, por lo demás, el recuerdo de textos influyentes, más o menos próximos. Algunos testimoniales: Los chicos de la guerra (Galerna, 1983), de Daniel Kon; Malvinas: diario del regreso (Sudamericana, 1983), de Edgardo Esteban (con G. Romero Borri); Partes de guerra (Edhasa, 2007), de G. Speranza y F. Cittadini, con relatos de soldados, oficiales y suboficiales. Otros, de ensayo histórico-político, como Malvinas. La última batalla de la Tercera Guerra Mundial (edición corregida y aumentada 2002, Sudamericana), de Horacio Verbitsky, o Sal en las heridas (2007, Sudamericana), de Vicente Palermo.

Las novelas: ¿una épica fallada?
Sería difícil parangonar la ocupación británica de las islas y nuestra lucha secular por los derechos sobre ellas con otras situaciones coloniales que han generado ecos artísticos de resonancia épica. En la mayoría de las colonizaciones subsiste una población nativa originaria, subordinada por otra sociedad dominante que le impone moldes ajenos, políticos y culturales. La liberación heroica del pueblo sometido en su propio suelo es el gran tema épico, ausente en el caso malvinense, donde los habitantes procedentes de la Argentina fueron expulsados. Los actuales isleños son en realidad los que tienen una ya larga historia sobre la tierra donde viven, sin mayor conflicto con la “nación conquistadora” (y así lo presenta, desde un sarcástico policial negro, la novela Kelper , 1999, de Raúl Vieytes, cuyo héroe -un estanciero conservador, natural de las islas- descubre que cualquier crimen puede ser muy redituable siempre que se cometa contra los argies y a favor del Imperio).
Por otro lado, si bien uno de los tópicos fundamentales del ensayo revisionista (y en particular, de la izquierda nacional) en el siglo XX fue el cuestionamiento de la dependencia económica argentina con respecto de Gran Bretaña, la dictadura militar contaminó irremediablemente la toma de 1982, con repercusiones que perduran hasta hoy, dentro y fuera del país.
La literatura se ha hecho cargo de estas circunstancias complejas. Si se repasa buena parte de las novelas escritas sobre Malvinas, quizá lo primero que salta a la vista es la crítica negación de la épica que asumen desde la farsa y la parodia, distanciándose de buena parte del relato testimonial. Claro que el reverso de la risa suele ser en ellas un rictus trágico: “-Por favor, señor Gerente, no me nombre nunca más esa palabra terrible: chiste. En este país llanura, chistes terminan con muertos”, dice el ingeniero Tokuro en La causa justa (1983), de Osvaldo Lamborghini. Es el dolor inmensurable lo que estalla bajo la costra de asfalto de la ciudad, en las páginas finales de Las Islas (1998), de Carlos Gamerro, dejando la herida de Malvinas en carne viva: “Era el fin de la comedia”.
La antiepopeya practicada por las ficciones de la guerra encuentra profundas raíces en la tradición literaria (y en la historia) nacional. La situación de los conscriptos evoca la de los gauchos reclutados por la fuerza y enviados a ser carne de cañón en los fortines de la frontera durante el siglo XIX. Hartos de toda clase de abusos y malos tratos, no faltan los que defeccionan y negocian con el enemigo, que les ofrece cierta protección y mejores condiciones de subsistencia: alguno de ellos fue Martín Fierro. Éste es el eje de Los pichiciegos de Fogwill, escrita en junio de 1982. Hasta el apodo del grupo desertor que da título al libro alude a la vida de fortín, donde a menudo sólo era posible alimentarse con carne de “piche” o “pichi”: un tatú o armadillo (también “mulita” o “peludo”) cuyo aspecto y hábitos describe con lujo de detalles un conscripto santiagueño. Cazadores cazados, los “pichis” de Malvinas terminarán muriendo en su propia cueva, una trampa que no logra salvarlos del destino nacional. Por su parte, El desertor (1992), de Marcelo Eckhardt, narra, desde la estética del cómic, las aventuras marítimas e internacionales de un argentino, fugado con un gurkha.
El tatú como símbolo retorna con fuerza en Las Islas , donde un armadillo gigante se convierte en el mítico depositario del tesoro del virrey Sobremonte, supuestamente oculto en un lugar secreto de Malvinas, a la espera de su rescate. No es ocioso recordar que otro gliptodonte personifica al “Espíritu de la Tierra” en Adán Buenosayres , de Leopoldo Marechal, y que sus revelaciones barren con la defensa esencialista de la pureza étnica, al recordar que la nación se construyó con elementos de los cuatro puntos cardinales, traídos por el viento de la historia.
Malvinas, vasto matadero donde se prolonga el escenario de la domesticación, degradación (animalización) y exterminio del otro, resulta una imagen recurrente en textos que recogen y potencian los ecos de Esteban Echeverría:
El olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor de cristiano reventado por una mina: olor a matadero cuando se carnean animales y llegan los peones que les trabajan en el vientre para hacer achuras. ( Los pichiciegos ).
Los tormentos y las vejaciones, dentro del contingente argentino, evocan tanto las páginas de El matadero como las de José Hernández:
Es éste el que obligó a Pablo Morsa, Chanino y Rubén a extender a Carlos sobre las piedras y los charcos de hielo, atarle las muñecas y tobillos a los parantes de las carpas, tirando hasta casi descoyuntarlo. ( Las Islas ).
Esta tortura ordenada por el oficial Verraco (probablemente la figura de autoridad más repulsiva de todos los textos literarios sobre Malvinas) no se limita al estaqueamiento clásico, sino que incorpora las técnicas más sádicas utilizadas en los centros clandestinos de la última dictadura, hasta matar a la víctima, y se enlaza así con otras ficciones que plantean, de forma tácita o explícita, la continuidad (y coherencia) del terrorismo de Estado con una guerra donde los soldados ocupan ahora, en parte, el lugar de los desaparecidos. Además de las obras ya citadas, en otras, como Arde aún sobre los años (1986), de Fernando López; La flor azteca (1992), de Gustavo Nielsen; Montoneros o la ballena blanca (2012), de Federico Lorenz, los mismos que fueron torturadores en la represión de militantes y guerrilleros reaparecen en el escenario de la guerra, ya fuere para reivindicar su acción antisubversiva, o bien para ejercer, ahora sobre los cuerpos de sus subordinados, similares procedimientos. Llegamos aquí al punto cumbre de la antiépica: en vez de luchar limpiamente contra el enemigo externo (Verraco, por el contrario, está dispuesto a la rendición más humillante y a colaborar como lacayo de los triunfadores), se destruye, con cruel cobardía, al subordinado indefenso de las propias filas.
No todas las ficciones enfatizan este tema. Arde aún sobre los años , de López, recrea, en las cartas del Moro, el entusiasmo y el coraje de muchos jóvenes dentro de las condiciones adversas, así como cierta confianza en algunas otras imágenes positivas de autoridad. Sin dejar a un lado la ironía, esta novela relativamente olvidada describe con acierto el clima de unidad que embanderó a todos los sectores tras la causa de las islas, hasta provocar, por un breve lapso, la sensación de una epopeya comunitaria.
También existe, aun en los relatos más cáusticos, otro tipo de épica: la solidaridad, en medio de la injusticia y la desesperación, de pequeños grupos de combatientes, que se prolonga más allá de la guerra: “Nosotros somos tu familia”, le recuerdan Sergio y Tomás a Felipe Félix, el protagonista de Las Islas . Y en efecto -reconoce- son ellos (aunque no comparta su patriotismo ingenuo y fanático) los que lo rescatan del Hospital Borda y siguen respaldándolo en las peores circunstancias. La comunicación continúa, incluso, con los fantasmas de sus camaradas de trinchera, que le ruegan desistir de su deseo de suicidio: “Si vos no estás, ya no va a quedar nadie que nos reúna. Nuestras familias nos sueñan por separado” ( Las Islas ). Hasta en los cínicos (pero también desvalidos) “pichis”, predomina, a veces, la fidelidad heroica hacia el compañero. Así, el Turco, en lugar de huir, arrastra a Diéguez hacia la “pichicera” aun sabiendo que ya está fatalmente herido, para que no muera solo. Trasfondo (2012), de Patricia Ratto, habla -con sorda intensidad y envolvente melancolía- de una lealtad que trasciende la muerte en otra “cueva” aun más cerrada y opresiva: el submarino ARA San Luis.
La épica puede preservarse, como una broma conmovedora, en el núcleo de una lograda comedia de equivocaciones. Así sucede con A sus plantas rendido un león (1986), de Osvaldo Soriano. Uno de sus protagonistas es Bertoldi, maduro empleado consular abandonado en Bonwutsi por la Cancillería, que no responde sus reclamos ni le paga los sueldos. Viudo, triste, con aficiones literarias, esta suerte de Pereira rioplatense se halla de pronto en el medio de la guerra y de una intriga internacional manejada por el revolucionario africano Quomo. Las exigencias de la coyuntura demostrarán cuánta valentía puede ocultarse en un pacífico y convencional burócrata dispuesto, no obstante, a defender con la vida tres tesoros: los retratos de Gardel y de Estela, su mujer, junto con la bandera argentina. El otro héroe es el joven Lauri, militante argentino exiliado, al que nadie quiere dar asilo. Pese a las distancias de personalidad y de visión política, terminarán encontrándose en la embajada británica de Bonwutsi para izar allí la enseña patria y entonar juntos el himno nacional, aun después de la rendición del gobernador Menéndez.

La (sin)razón utópica
La dictadura militar es criticada sin atenuantes por narradores y autores implícitos en todos los textos. Pero ello no implica la derrota de la razón (o sinrazón) utópica que sigue bregando por la recuperación de las islas. Alguna vez, por lo demás, fueron argentinas de hecho y de derecho. De eso se ocupa Malvinas, la ilusión y la pérdida (2012), escrita por Silvia Plager y Elsa Fraga Vidal. A diferencia de casi todas las dedicadas a la temática malvinense (con la excepción de La balsa de Malvina , 2012, de Fabiana Daversa, situada en nuestro presente), Plager y Fraga introducen la perspectiva femenina en la mirada de la gobernadora, María Sáez de Vernet. Una estética de sugestivas imágenes describe la llegada y la instalación de esta mujer joven y valerosa, junto a su marido el gobernador y sus hijos pequeños, en un territorio aparentemente inhóspito que, sin embargo, aprenderá a amar. Una mirada sensual, atenta a los mínimos matices de la vida, va dibujando el mundo insular, cruzado por la pasión y la diferencia (de géneros, de clases, de lenguas, de culturas) pero donde el entendimiento y la unidad de la especie humana parecen encarnarse a veces. En la segunda parte domina la experiencia del despojo. Las ambiciones de estadounidenses e ingleses y la constante discordia civil en la Argentina complican cada vez más las posibilidades de recuperar las islas en las que Vernet ha comprometido sus sueños y su patrimonio.
El proyecto de Vernet y de la Confederación, abortado por una potencia imperialista, era plausible y concreto pero la proyección que las islas terminan por asumir en el imaginario nacional va mucho más allá. La pérdida de Malvinas simboliza a lo largo de la historia todas las pérdidas y divisiones de una nación desgarrada y quizá nunca bien fundada, mientras que su reintegración soberana imagina (ideal inalcanzado o inalcanzable) la unidad y la continuidad nacionales, como bien señala Roxana Guber en su lúcido ensayo ¿Por qué Malvinas? (2001).
Las islas representan, así, “lo incompleto” por antonomasia, la parte mutilada de un todo original que el deseo reclama. La deuda pendiente con una identidad problemática, sea ésta personal o colectiva. Como un rito iniciático, el pasaje por Malvinas parece indispensable en la novela de formación, aunque resulte incidental con respecto al nudo de la intriga ( Acerca de Roderer , de Guillermo Martínez), o aunque la figura paterna que elige autodefinirse por una falsa acción heroica defraude al joven narrador en busca de una ética masculina ( Cuando te vi caer , de Sebastián Basualdo).
La novela de Gamerro es seguramente la que más trabaja sobre la cuestión utópica: desde la parodia feroz, que ridiculiza los delirios megalómanos y nazifascistas de los militares vencidos, plasmados, sobre todo, en el “Diario del Mayor X”. Desde la voz, más inquietante, de Tamerlán, que alude a un núcleo recursivo (la exclusión de lo femenino) en las batallas por el imaginario nacional, cuando aspira a engendrar, virilmente, en el vacío: “Ni una sola mujer viajó a Malvinas [?] sólo en Malvinas podía la Argentina realizarse en su máxima pureza”. Pero también, desde un sentimiento abismal de orfandad y terror, las islas siguen interpelando, no ya a quienes fueron sino a la sociedad entera que los dejó partir y que luego los evita. “Todos soñamos con volver”, dice Felipe Félix. También “los que nunca estuvieron. ¿Por qué nos buscan, si no? Nos buscan y nos tienen miedo. Suponen que sabemos algo que no les queremos decir, y que ustedes no quieren saber, nos envidian porque conocemos el camino y temen que se lo revelemos”.
El secreto indecible -¿qué es la Argentina, quiénes somos nosotros?- parece cifrarse así en esa utopía inconclusa que arroja una eterna sombra sobre el mar.
LA NACION