19 Jul Lévi-Strauss, un escritor limítrofe
La fascinación por el arte y por lo remoto le llegaron temprano a Claude Lévi-Strauss (Bruselas, 1908-París, 2009), en un mismo regalo, y quizá con ese regalo le fue entregado un don. Su padre, pintor, le dio a los cinco años una estampa del paisajista Hiroshige que fue, según confesó, la primera emoción estética de su vida. Luego admitió que toda su infancia y una parte de la adolescencia tuvieron lugar tanto o más en Japón que en Francia, “en el corazón y en el pensamiento”. En una oportunidad puso en contacto a Francia con Japón a través de la similitud entre la obra de Rousseau y la Historia de Genji de Murasaki Shikibu: “Una intriga lenta, hecha toda de sutilezas, en la que desfilan personajes cuyos motivos profundos se nos escapan”. Una nueva publicación en castellano, La antropología frente a los problemas del mundo moderno , reúne tres conferencias brindadas en Tokio, en 1986, y atestigua que la adoración de Lévi-Strauss por Japón precedía por mucho a la cortesía que les debía a sus anfitriones: “A diferencia de tantos pueblos denominados subdesarrollados, no se entregó atado de pies y manos a un modelo extranjero. Se distanció momentáneamente de su centro de gravedad espiritual, sólo para asegurarlo mejor, protegiendo sus contornos. Desde hace siglos, Japón ha mantenido el equilibrio entre dos actitudes: ora abierto a las influencias externas y listo para absorberlas, ora replegado sobre sí mismo, como para darse tiempo para asimilar esos aportes extranjeros e imprimirles su propia marca”.
Las observaciones de Lévi-Strauss sobre Japón luego se reunirían en un volumen póstumo – L’a utre face de la lune, todavía no traducido-, pero ya estas conferencias rinden cuenta de una relación íntima con la materia observada: “No es necesario ser antropólogo para notar que el carpintero japonés utiliza la sierra y el cepillo al revés que sus colegas occidentales: serrucha y cepilla haciendo un movimiento hacia sí mismo y no empujando la herramienta hacia el exterior? En campos distintos y bajo modalidades diferentes, siempre se trata de traer hacia sí o de ir uno mismo hacia el interior. En lugar de colocar el yo al principio, como una entidad autónoma y ya constituida, todo parece indicar que el japonés construye su yo partiendo del exterior. Así, el yo japonés aparece no como un dato primitivo, sino como un resultado hacia el cual uno tiende sin tener la certeza de alcanzar”. Según Lévi-Strauss, la diferencia entre lo que llama el alma occidental y el alma japonesa “se puede resumir en la oposición que existe entre un movimiento centrípeto y un movimiento centrífugo”.
La antropología frente a los problemas… extiende puntos de contacto fecundos con el resto de una obra que no se termina nunca y ofrece, además, altísimos puntos de interés por sí solo. El lector sospecha, por ejemplo, que si Lévi-Strauss regresaba una vez y otra a la cuestión de definir la antropología se debe a que estaba en un territorio limítrofe entre varias disciplinas y pasiones, y a que tenía entre manos un género inclasificable. Hay algo de su admirado Georges Dumézil en el autor de Las estructuras elementales del parentesco , pero también de Henri Michaux (otro belga devoto de lo exótico y lo pictórico que también ocupó un lugar central en Francia). Por poner un caso, Tristes trópicos conforma, más que un género esquivo, un género en sí mismo, algo que se hace eco de una de las definiciones más celebradas de ese libro: “La realidad verdadera no es nunca la más manifiesta, y la naturaleza de lo verdadero se trasluce en el cuidado que pone en sustraerse”. Ya en alguna ocasión Lévi-Strauss había declarado que “cada obra memorable está hecha de reglas que impedían su nacimiento y de nuevas reglas que, una vez que se las reconozca, se impondrán a su vez”. De alguna manera siguió el camino de Sigmund Freud (inventor de mitos más que recolector): crear un campo y darle una nomenclatura poderosísima. Lévi-Strauss reconoció que Freud le había enseñado que aun lo que se presentaba con el aspecto más irracional podía esconder una racionalidad secreta. André Breton y compañía hicieron el resto: “Es de los surrealistas que aprendí a no temerles a los acercamientos abruptos e imprevisibles como aquellos que realizó Max Ernst en sus collages “.
Se cuela a cada rato algo caprichoso en el autor de El pensamiento salvaje , y se puede intuir que esa obstinación -la de ir y venir de lo azaroso a lo metódico- fue la que lo llevó textual y literalmente lejos: “Creo que nunca hay que decidir de antemano lo que uno busca y cómo lo hace”. Otro modo de verlo es a la luz de una irrefrenable tendencia artística -su fervor por la música, la pintura y la literatura- y un nervio -era un antropólogo que se comía las uñas- que dominó bajo cierta voluntad cientificista. Persiste sin duda la sensación de que su procedimiento -que va más allá del estructuralismo- no es otra cosa que una suma de gustos y elegantes intuiciones.
En una de las conferencias, Lévi-Strauss recuerda y recalca que “una civilización no puede pensarse a sí misma si no dispone de una o varias otras que le sirvan como término de comparación. Para conocer y comprender la propia cultura, hay que aprender a mirarla desde el punto de vista de otra, un poco a la manera del actor del N?, al que se refiere el gran Zeami, quien para juzgar su actuación debe aprender a verse a sí mismo como si fuera el espectador”. Y en otro momento queda claro que quien se dedica a los mitos no pierde actualidad: “La antropología sólo invita a cada sociedad a no creer que sus instituciones, costumbres y creencias son las únicas posibles; la disuade de imaginarse que por el hecho de creerlas buenas, esas instituciones, costumbres y creencias están inscriptas en la naturaleza de las cosas y uno puede imponerlas con impunidad a otras sociedades cuyo sistema de valores es incompatible con el propio”.
Centenario, altísimo de estatura, Lévi-Strauss necesitó tiempo y distancia para llevar a cabo una obra de una amplitud fabulosa. Era un viajero reticente, un narrador nato y un ventrílocuo virtuoso que sabía contar las historias de otros, las de quienes estaban muy apartados o ya no estaban aquí para revelarlas. Nunca dejó de ser el niño que coleccionaba curiosidades, encandilado por historias protagonizadas por animales. (Fue un antropólogo que siempre insistió en que el hombre ocupa un lugar ínfimo en la creación.) Pasaba buenos momentos dibujando criaturas salvajes, caras, utensilios: “El arte representa, en grado máximo, esa toma de posesión de la naturaleza por la cultura que es el modelo de los fenómenos estudiados por los etnólogos”.
Si aplicáramos el sistema binario, tan caro a Lévi-Strauss, y dividiéramos el mundo entre escritores que cautivan y escritores que no, sabríamos de qué lado se encontraría siempre el autor de Tristes trópicos , uno de los libros más extraños y hermosos que se hayan escrito jamás. Sabríamos que la fórmula derivada de ese sistema -el estructuralismo, que en un momento parecía una llave maestra- curiosamente no dejó herederos. Y que acaso los pasos de Claude Lévi-Strauss eran como las sandalias de los afar en Etiopía, que están hechas para que las huellas que dejan en la arena del desierto apunten en las dos direcciones, de modo que los perseguidores no puedan adivinar el rumbo.
LA NACION