15 Jul Cuentos de idolatría y adoración
Por Eduardo Berti
imitake Hiraoka lo tenía todo para ser una suerte de Marcel Proust (niñez enfermiza, hipersensibilidad), pero se reinventó a sí mismo: proveniente de una familia burguesa y nieto de un campesino, puso especial acento en su abuela descendiente de samurais, escogió como seudónimo el de Yukio Mishima y, mediante una práctica obsesiva del ejercicio físico, remodeló y robusteció su cuerpo. Acabó siendo una especie de Lord Byron o Hemingway japonés, es decir, un escritor cuyo innegable talento ha quedado bastante a la sombra de una personalidad arrolladora, un escritor cuya muerte tuvo una mezcla de heroísmo y sacrificio. La biografía de Mishima fue una obra cuidadosamente creada, tanto o más que sus libros; no es extraño, en consecuencia, que una y otra parezcan consustanciarse y que en la biografía de Mishima sea posible ver elementos de su ficción y viceversa. Ejemplo cabal es el cortometraje que dirigió, escribió y protagonizó ( Yokoku o Patriotismo ), y en el que anticipó su seppuku , mal llamado hara-kiri : ritual que empieza con el corte del propio vientre y acaba con la decapitación en mano de un ayudante.
Tal vez porque el imán de su biografía fue tan fuerte (sobre todo a partir de la década de 1980, tras una película algo hagiográfica de Paul Schrader), parte de la obra de Mishima quedó inédita en castellano hasta estos últimos años. Sus Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis (textos de no ficción donde se lee, por ejemplo, que “apostar con prudencia no tiene sentido”) se conocieron casi tres décadas después de su suicidio de 1970; dos novelas de juventud ( El color prohibido y Los años verdes ) fueron editadas en 2009, la segunda de ellas en su primera traducción a una lengua occidental. Llega el turno, ahora, de una serie de cuentos inéditos en español, agrupados bajo el título de Los sables .
En total son siete relatos, algunos memorables, correspondientes a diferentes etapas de su vida. Los primeros (“Tabaco” y “Martirio”), escritos antes de los veintidós años, retratan un mundo escolar muy próximo al de su primera obra exitosa, Confesiones de una máscara (1949), y según el traductor Carlos Rubio (también autor de un formidable prólogo) conforman una suerte de trilogía cuyo tema central es la homosexualidad.
Los tres relatos siguientes (“Arreboles en el mar”, “Los sables” y “Pan de pasas”) datan de 1963. El último, una perla rara, ya que Mishima presenta el ambiente beatnik japonés de aquellos tiempos, contrasta en especial con “Arreboles?”, otra especie de anomalía: un relato histórico que narra las peripecias de un francés que sobrevivió a la Cruzada de los Niños de 1212 y terminó en un templo budista, en Japón. En ambos cuentos se muestra, de manera muy dispar, la tensión entre Oriente y Occidente, clave en un escritor que, al decir de Marguerite Yourcenar (en Mishima o la visión del vacío ), fue un “auténtico representante de un Japón violentamente occidentalizado, pero marcado, así y todo, por ciertos rasgos inmutables”.
Los cuentos finales (“Las fuentes dentro de la lluvia” y “Peregrinos en Kumano”), que también datan de los años sesenta, parecen romper, al menos en apariencia, el universo misógino que predomina en los anteriores y presentan finales sugestivamente ambiguos, sobre todo el primero: la historia del joven Akio, quien ha llegado al día tan esperado de su primera separación amorosa. “Sólo para eso la había amado, o había hecho que la amaba; sólo para eso la había cortejado hasta conquistarla”, escribe Mishima. Pero la frase “vamos a separarnos” brota de labios de Akio confusa, inarticulada, y el cuento se centra en la duda de si estas palabras han sido oídas por la joven Masako, descrita como una “bolsa llorona” por un Akio que sólo quiere librarse de ella.
La decisión de haber ordenado cronológicamente los textos (tomada por Rubio, ya que en otras versiones, como la inglesa, el orden es aleatorio) no sólo permite apreciar la evolución de algunas recurrencias, como la apoteosis de agua alrededor de Akio y Masako, imagen que reaparece en el último relato del volumen. También se constata que la mayoría de estos cuentos, conforme pasan los años, dejan de presentar protagonistas niños para poblarse de jóvenes o incluso, como al final, de ancianos.
Tres cuentos en especial, “Martirio, “Los sables” (“Ken”, en japonés) y “Peregrinos en Kumano”, sobresalen no sólo porque dibujan un recorrido niñez-juventud-vejez, sino también porque están a la altura de los textos breves más celebrados de Mishima (“La perla”, “Onnagata”) y porque en ellos aparece en forma inspirada la añoranza por cierto orden o disciplina emparentados con lo militar, ya sea en la escuela de “Martirio” (fundada por un general y, leemos, de “educación espartana”), en el universo del arte marcial llamado kendo o incluso, aunque un poco menos, en el mundo intelectual.
Relato de crueldad infantil, “Martirio” pinta el vínculo entre Hatakeyama, pequeño demonio de un internado escolar, y el recién llegado Watari que, “como un Cristo”, es objeto de las peores vejaciones. Todo cobra especial vuelo porque el vínculo se complica entre el deseo, el odio y la fascinación. En vez de oponerse al martirio, Watari parece deseoso de “conservar su vulnerabilidad”. Los demás alumnos cuchichean que hay “algo” entre esos dos y, en un momento, Hatakeyama y Watari se enfrentan, pero la lucha termina con ellos “adormilados en el suelo” luego de que el “pequeño Satanás” haya manchado con tinta azul y pinchado con un compás las nalgas desnudas del Cristo.
El lazo central en “Los sables” excluye los rencores o disputas y es de rendida adoración: Jiro Kokubu es el inflexible capitán del equipo de kendo y Mibu, su alumno de 19 años, lo venera. El equipo sale de campamento y Mibu aprende que el mundo de la sociedad no es “tan transparente ni tan bello” como el del deporte, en el que los conflictos se solucionan con sencillez porque hay “un resultado claro” para todos.
Tienta trazar un paralelo entre Mibu y su maestro Jiro (para quien “a uno sólo le quedaban dos opciones: hacerse fuerte y justo o suicidarse”) y el lazo que, a partir de mediados de los años sesenta, mantuvo Mishima con su asistente o kaishaku Masakatsu Morita, veinte años más joven que él, y con Ogawa y “Chibi” Koga, los otros dos miembros del círculo más íntimo de su Tatenokai (Asociación de los Escudos), una organización o especie de milicia privada creada en 1968 con el propósito de honrar al emperador y a los valores tradicionales de Japón. Se cuenta que Ogawa y Koga sintieron celos cuando Mishima planeó su inmolación final y ordenó que únicamente Morita muriese con él, delante del jefe del estado mayor del ejército, como protesta contra la desmilitarización de su país.
Tanto en “El sable” como en “Peregrinos en Kumano” asistimos a dos círculos. En el segundo de estos cuentos, un clan de estudiantes y discípulos se congrega en torno a un viejo y colérico maestro poeta, “soltero de toda la vida”, quien debe hacer un viaje misterioso y para ello escoge como compañera a su criada y alumna Tsuneko, que “admiraba al profesor como a un dios a un sol”.
Si hubiese que recomendar un solo cuento de Los sables , acaso sería esta historia del profesor, de Tsuneko y de las razones ocultas para un viaje con algo de rito y algo de lección poética: en los versos, indica el maestro, “hay que saber esconder las emociones”. Mishima, de hecho, hablaba no sin vanidad de su “obra de arte de Kumano”, cuenta Rubio.
En cierta entrevista, el escritor japonés dijo que uno de los episodios más traumáticos de su vida fue cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, el emperador japonés declaró que no era más un dios. “Sentí aquello como una especie de traición, una traición hacia quienes habían muerto por él.” En tal sentido, resulta esclarecedor que los cuentos más potentes y dramáticos de este libro pongan en escena la reverencia a una personalidad, cosa que al mismo tiempo el propio Mishima buscó a lo largo de su vida, a tal punto que llegó a retratarse desnudo y cubierto de flechas, como un moderno san Sebastián. En la amplia mayoría de estos relatos Mishima narra las causas y los efectos de una autoridad o un líder (amo, ídolo, maestro) que suscita abnegación. Está bien que la edición en inglés de estos mismos cuentos lleve, con notable tino, Acts of Worship (“actos de culto” o “actos de adoración “) a manera de título.
LA NACION