Talampaya, lado B

Talampaya, lado B

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Por Tomás Natiello
El Parque Nacional Talampaya tiene 215.000 hectáreas y por eso es uno de los cinco más grandes del país. Su gran atractivo son los farallones de roca bermeja y las formas fantásticas talladas por la erosión, sitios donde anidan cóndores, entre muchas otras cosas que allí ocurren.
La parte más visitada del parque es el Cañón, una brecha de tres kilómetros de extensión en donde aparecen formaciones y paredones de hasta 150 metros de altura. Con una duración de dos horas y media, el recorrido en esta zona es el más representativo y el más difundido. Comienza en La Puerta del Parque, en donde los petroglifos -grabados en piedra- realizados por las culturas precolombinas exponen sobre un fondo oscuro milenarios dibujos: figuras geométricas, espirales, improntas de pies humanos con seis dedos, llamas, hombres y hasta curiosos seres alados que las teorías más audaces, por no decir, delirantes, atribuyen al encuentro con extraterrestres. Los rastros de estas culturas se encuentran también en “Los Morteros” encontrados en una gigantesca roca tallada con extraños agujeros. La excursión continúa por el lecho seco del río Talampaya pasando por Los Petroglifos, el Jardín Botánico, La Catedral y llega hasta El Monje, a 1300 metros sobre el nivel del mar. Allí el visitante siente que ha llegado al corazón del lugar, al sitio al que solo algunos acceden. Pues bien, nada más alejado de la realidad.
Ocurre que en Talampaya hay otros dos circuitos de enorme belleza que gran cantidad de viajeros nunca pisa. Son Arco Iris y Ciudad Perdida, ambos gestionados por la Cooperativa Talampaya, donde los guías suelen ser baqueanos. En el caso del circuito Arco Iris, abierto al público hace solo cuatro años, se inicia en el kilómetro 133 de la Ruta Nacional 76. Como su nombre lo indica el color es su atractivo principal. Pero, ¿el color de qué? De las formaciones geológicas de la sierra de Paganzo, en el sur del parque, que durante millones de años se han tomado el trabajo de apilar los minerales en capas de un modo tal que los diversos tonos y colores recuerdan la estratificación del arco iris. El hierro exhibe sus rojos; el azufre, los amarillos; el magnesio provee dorados; las cenizas volcánicas se muestran en gris; mientras el salitre aporta blanco y el carbón vegetal negro. Este festival gratuito de color insume tres horas de recorrida, al principio en camioneta, por el lecho seco del Río Ontiveros (en época de lluvias el acceso está cerrado). Luego se continúa a pie entre paredones multicolores que alcanzan los 90 metros de altura, cuevas, pasadizos y peñascos que parecen a punto de desplomarse.
Más extenso es el recorrido de la Ciudad Perdida. Son cuatro horas y de nuevo se inicia en el lecho seco de un río, en este caso el Gualo. Pero las caminatas se desarrollan entre dunas y pampas pobladas por guanacos hasta llegar a un mirador, balcón de una depresión de tres kilómetros de largo y 70 metros de desnivel. En su interior los caprichos del relieve dibujan una ciudad en ruinas, una telaraña de laberintos y hasta una pirámide perfecta llamada Mogote Negro.
En uno y otro recorrido, la experiencia de los guías que conocen la zona desde siempre se vuelve clave para apreciar cada detalle, cada pincelada en una pintura que deslumbra con su caos multicolor.
EL CRONISTA