11 Jun Retrato de un científico popular
Por Ana María Vara
Es el físico más famoso del mundo, aunque no ha ganado el Premio Nobel. ¿Todavía? Ésa es la primera pregunta. Es decir: Stephen Hawking, el cosmólogo de Cambridgecapaz de jugar con diferentes modelos de universo sin dejar su silla de ruedas, ¿ha hecho aportes a la ciencia que lo convierten en merecedor de ese premio emblemático? ¿O, a pesar de su renombre excepcional, es apenas uno entre muchos grandes físicos contemporáneos? La segunda pregunta pone en cuestión la primera: ¿importa de verdad si recibe el Nobel? No sólo en términos del reconocimiento a su trabajo; sobre todo, en función de sus otras contribuciones. Hawking hizo de la cosmología un best-seller, convirtió los agujeros negros en metáforas del habla cotidiana, volvió a poner la física en el centro de la imaginación social. También cambió el modo de pensar la discapacidad: menos como una limitación y más como una condición de vida. Todo esto, mientras hacía buena ciencia.
La biografía de Kitty Ferguson sobre el británico tiene un título honesto. Stephen Hawking. Su vida y obra promete un balance entre los aspectos personales y los profesionales, a la vez que evoca tiempos idos. Encantadores y un poco ñoños: mezcla de lavanda y naftalina. De modo que ninguna revelación sobre las acusaciones de maltrato por parte de su enfermera y segunda esposa, objeto de tanta intriga periodística… y de una investigación policial. Tampoco sobre su vida sexual, pese a que los detalles de su enfermedad ocupan buena parte del libro. Y muy poco sobre las batallas académicas que debe afrontar un científico que alcanza un lugar tan prominente. Su relato es una suerte de hagiografía laica: una “mente brillante” que lucha contra la adversidad, género más cercano a Hollywood que a la exigente tradición de la biografía anglosajona.
¿Qué tiene de especial y cuáles fueron los obstáculos que debió afrontar Hawking? Nació en 1942, plena Guerra Mundial, en Oxford, donde su madre había ido a refugiarse. “Alemania no bombardeaba Oxford o Cambridge, las dos grandes ciudades universitarias inglesas, supuestamente en respuesta a la promesa británica de no bombardear Heidelberg y Göttingen”, cuenta Ferguson. Su padre, Frank, y -más significativo- su madre, Isobel, habían estudiado allí. Con el tiempo, su padre se convertiría en un reconocido especialista en enfermedades tropicales; llegó a ser jefe de la División Parasitología del Instituto Nacional de Investigación Médica.
En su casa había muchos libros y discos. De paseo por Londres, Stephen y sus cuatro hermanos se distribuían entre los museos: él prefería el de Ciencia, su hermana el de Historia Natural, mientras los más chicos acompañaban a su madre al Victoria y Alberto. Si bien no podían enviar a sus hijos a los colegios más caros, los Hawking tenían auto, un bien de lujo en la Gran Bretaña de posguerra. E Isobel conservaba amistades muy interesantes de sus años oxonienses, como la esposa del poeta RobertGraves, en cuyo refugio mallorquino pasó con sus hijos alguna temporada. A lo largo de todo el libro, Ferguson dedica varios párrafos a las características arquitectónicas de la casa familiar, “grande y siniestra, parecía salida de una pesadilla”, según el testimonio del hermano menor de Stephen, aunque “daba pie para aventuras imaginativas”, apunta la biógrafa. En síntesis, una familia de la burguesía ilustrada británica.
Durante su adolescencia en el colegio St. Albans, Stephen integró un grupo de amigos con el que, muy a tono con los tiempos, hizo experimentos de percepción extrasensorial -concluyeron que era un fraude- y de computación: construyeron LUCE (por Logical Uniselector Computing Engine), una computadora que podía hacer operaciones matemáticas simples. Por sugerencia de su padre, se anotó en University Collegede Oxford, donde no se dictaba matemática, su primera elección, pero sí física y química. Como su examen de ingreso fue muy destacado, no hubo que “mover los hilos necesarios” para ayudarlo a obtener una beca, aunque -revela Ferguson- su padre se había preparado para ello, considerando que las notas de Stephen en la secundaria no habían sido muy brillantes. “La arquitectura de Oxford, como la de Cambridge,es una magnífica mescolanza de todos los estilos desde la Edad Media”, describe la autora, en un intento por crear ambiente. Más elocuente es su afirmación de que “el currículo de física, al menos para alguien con las capacidades de Hawking, podía capearse sin renunciar a la pose displicente” que imperaba en el campus. Sobre el final de los tres años de cursos tomó un impulso final para lograr ser admitido en Cambridge.
De pronto Hawking comenzó a experimentar síntomas peculiares: se atragantaba, se caía sin motivo, arrastraba las palabras al hablar. El diagnóstico de esclerosis lateral amiotrófica, o enfermedad de las neuronas motoras, resultó devastador. Básicamente, las neuronas que conducen los impulsos a los músculos se van destruyendo, lo que provoca inmovilidad y atrofia. Se pierde primero la marcha; luego, el movimiento de los brazos; finalmente, el habla. Al principio, pareció que la enfermedad sería fulminante: en 1963 le dieron dos años de vida. Pero luego el proceso se hizo más lento. “No morí. De hecho, aunque había nubes que amenazaban mi futuro, descubrí para mi sorpresa que en ese momento disfrutaba de la vida mucho más que antes”, evoca Hawking. Se inició un período muy productivo. Y 1965 fue su annus mirabilis : ganó su primer premio, el Gravity Prize Competition, fue admitido como investigador en el Caius College de Cambridge -donde haría toda su carrera- y se casó con Jane Wilde, una estudiante de lenguas con la que tendría tres hijos.
Su carrera de cosmólogo progresó rápidamente. Su trabajo acerca de los agujeros negros (esas criaturas extrañas que pueden nacer a partir del colapso de una estrella) le fue abriendo puerta tras puerta. En 1974, con apenas 32 años, fue admitido en la Royal Society, lo que implicaba dejar su firma en el mismo libro en que Isaac Newton estampó la suya, ceremonia que pudo cumplir con bastante dificultad. Un año después, participó por primera vez en un documental de la BBC, The Key to the Universe ,tarea que se volvería costumbre. Luego llegarían la medalla Eddington (1975), la Hughesde la Royal Society (1976), la Albert Einstein (1979), su nombramiento en la cátedra lucasiana del Caius College ese mismo año -lo que, además de prestigio, le dio estabilidad laboral definitiva-, la medalla Franklin (1981), su ordenamiento como comandante del Imperio Británico (1982), la medalla de oro de la Royal AstronomicalSociety (1985), su incorporación a la Academia Pontificia de Ciencias (1986), el premio Wolf en física (1988), su nombramiento como Companion of Honour de la reina Isabel de Inglaterra (1989), hasta la Presidential Medal of Freedom otorgada por Barack Obama en 2009. Entre las estrictamente académicas, las honoríficas y las políticamente correctas, su curriculum acumula las mayores distinciones que un físico puede alcanzar en la actualidad. Salvo, como ya se dijo, el Nobel, sobre el que el propio Hawking ha especulado en libros y declaraciones periodísticas.
Ferguson -una cantante lírica destacada, que encaró una segunda carrera como escritora de ciencia- trata los aspectos técnicos en estilo de divulgación, partiendo de la mismísima descripción de un átomo, con diagrama y todo. Con respecto a la vida cotidiana, es muy detallista en cuestiones médicas, incluso el costado financiero, que no resulta trivial considerando los cuidados que requiere la discapacidad de Hawking. Pero resulta menos aguda en la descripción de la vida académica, excesivamente discreta en cuestiones afectivas y decididamente superficial en sus análisis psicológicos. Su retrato, cuidado, admirativo, será bien recibido por los fanáticos del británico. De ningún modo se trata de una biografía definitiva. En términos estrictos, no podría serlo: en enero pasado, Hawking celebró sus setenta años en el pico de su fama, con fiestas, congresos y especiales de televisión. Nada mal para quien había recibido una sentencia de muerte a los veinte.
Un icono pop
Para poder pagar los estudios de su hija en tiempos de ajuste thatcheriano, Hawking se propuso escribir un libro de divulgación que se vendiera en los aeropuertos. Hizo un contrato con la editorial norteamericana Bantam y recibió un brillante adelanto de 250.000 dólares por su Breve historia del tiempo , en que hacía un repaso por los modelos de universo, el Big Bang y sus ideas sobre los agujeros negros.
El éxito superó todas sus previsiones: estuvo más de 200 semanas en la lista de best sellers del Sunday Times y vendió casi diez millones de ejemplares. Los críticos han observado que su retrato en silla de ruedas en la tapa puede haber tenido algún impacto.
El caso es que Hawking se ha convertido en un ícono pop: ha tenido apariciones en Los Simpsons , en Futurama , en Viaje a las estrellas (donde juega póker con Newton y Einstein ¡y les gana!). Su voz de sintetizador aparece en un tema de Pink Floyd, entre diversas menciones musicales. La más impresionante es la versión de que el Metropolitan de Nueva York encargó a Robert Lepage, Osvaldo Golijov y Alberto Manguel una ópera a partir de Breve historia… para la temporada 2015-2016.
Hace unas semanas, apareció en la sitcom Big Bang Theory , donde uno de los protagonistas, elnerd Sheldon, le acerca un trabajo sobre cosmología. Hawking lo felicita pero le señala un error aritmético. Sheldon se desvanece de la vergüenza. Acostumbrado a impresionar a sus admiradores, el británico comenta displicente: “Grandioso. Otro que se desmaya”. Más clásicamente, Hawking ha participado en decenas de documentales y ha dictado conferencias por todo el mundo.
Como fenómeno mediático, mereció comentarios en publicaciones especializadas, como Public Understanding of Science y Columbia Journalism Review
LA NACION