17 Jun La polis y la democracia original
Por Gustavo Santiago
ornelius Castoriadis (Constantinopla, 1922-París, 1997) fue filósofo, psicoanalista, militante político, economista. A su vasta y original producción teórica, en los últimos años se han comenzado a sumar las transcripciones de los seminarios que impartió en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia, 2. Seminarios 1983-1984 reúne algunas de sus clases dictadas entre marzo de 1983 y mayo de 1984, en las que se remonta a los orígenes de la democracia y la filosofía en la Grecia desde los siglos VIII a.C hasta V a.C.
En el inicio de su análisis, Castoriadis insiste en señalar que la novedad que se introduce en el terreno político con la democracia es el hecho de que “por primera vez se afirma que la soberanía no es patrimonio del rey, ni de los sacerdotes, ni de los aristócratas, sino del pueblo”. En la democracia la soberanía está en manos de una colectividad. Se trata, entonces, de una sociedad que se autoinstituye, que formula sus propias leyes; que es, en definitiva, autónoma. Esa autonomía se manifiesta en la creación de instituciones específicas. En primer lugar, la Ekklesía , la asamblea, en la que todos los ciudadanos tienen derecho a proponer y discutir las más diversas cuestiones. En segundo lugar, la Boulé , el consejo conformado por quinientos ciudadanos elegidos por sorteo, que regula en parte la labor de la asamblea. En tercer lugar, los tribunales, cuyos miembros también se eligen por sorteo. Además hay magistraturas fijas y cargos desempeñados por expertos cuyo nombramiento es siempre revocable por la asamblea. En la Grecia democrática, la participación de los ciudadanos está asegurada por las instituciones formales pero, además, es alentada de diversa manera (por ejemplo, compensando económicamente a aquellos que por tener que dedicarse a los asuntos públicos ponen en riesgo la posibilidad de obtener el sustento para la vida de su familia). Algo que le interesa destacar a Castoriadis es que en cada una de estas instituciones está ausente toda idea de representación. La democracia griega es una democracia directa: “No se basa en el principio electivo, y el sorteo o la rotación de los cargos se consideran como las instituciones democráticas por excelencia”. Esto le permite al autor afirmar que, en rigor, “la auténtica democracia es la democracia directa; la democracia representativa no es democracia”. Porque toda representación implica una enajenación, una autoexpropiación del poder político al pueblo, en favor de un sector particular. Esto no significa que en una democracia directa no puedan existir líderes. Lo que se exige es que la colectividad tenga la capacidad de mantenerlos bajo su control, de modo que nadie pueda confiscar el poder popular.
Para que una política democrática como la griega pueda tener lugar, se requiere que se cumplan ciertas condiciones. Entre ellas: que los ciudadanos se sientan realmente responsables por los asuntos de todos; que exista un espacio público en el que los ciudadanos puedan ocuparse de esos asuntos; que exista un tiempo público que les permita a los miembros de la comunidad sentirse vinculados a un pasado común y proyectar un porvenir.
Un problema que se hace presente en la medida en que una sociedad se orienta hacia la autonomía es el de la autolimitación: “En una democracia el pueblo puede hacer todo, pero no debe hacer todo. ¿Qué es lo que no debe hacer? No hay respuesta de antemano”. En el caso de la Antigua Grecia, Castoriadis encuentra dos recursos que cumplen con esa función. El primero es la graphé paranomon . Se trata de la posibilidad de los ciudadanos de denunciar la “ilegalidad de una ley”. Luego de ser votada por la asamblea, cualquier ciudadano tenía la posibilidad de pedir la revisión de una ley por parte de los tribunales, que podía llevar a su anulación. El segundo recurso es la tragedia. En todas las tragedias se postula un plano ontológico dominado por el caos que conduce a que en las acciones humanas haya un desfase entre las intenciones y los resultados. Lo que la tragedia muestra, según el autor, “es que no somos dueños de la significación de nuestros actos”. El caos y la hybris , la desmesura, están en el propio hombre. La tragedia educa, alerta al hombre contra los peligros de los que él mismo es un ciego portador.
¿Cuál es la finalidad de la vida democrática? Tras analizar la “Oración fúnebre” pronunciada por Pericles para honrar a los caídos durante el primer año de la guerra del Peloponeso, Castoriadis señala que la finalidad de la institución de la polis para un griego era “vivir en y por amor a la belleza; vivir en y por el amor a la sabiduría; […] vivir en y por el amor al bien común y a la ciudad misma”.
En las últimas clases recogidas en el libro, Castoriadis aborda la relación entre filosofía y democracia. Emparentadas en su origen, entre ellas existe un “lazo profundo, porque estas dos actividades participan de la misma creación fundamental, a saber, el cuestionamiento de lo dado, trátese de la institución política en sentido restringido o de la institución global, la representación del mundo”. Ambas se atreven, además, a romper los marcos recibidos y a no aceptar otros supuestos previos, excepto aquellos que se basan en su propia actividad. Pero estas coincidencias no implican que la relación entre ambas creaciones griegas haya sido siempre cordial. Para advertir que entre ellas ha habido una profunda tensión basta con observar a Sócrates. Por un lado, Sócrates es un producto genuino de Atenas: se ha formado en sus leyes, en la discusión en espacios públicos, en la posibilidad de ejercer la parresía , la franqueza. Pero, al mismo tiempo, fue condenado a muerte por sus leyes e instituciones. Y no sin motivo, según Castoriadis. Sócrates combatió las doxai , las opiniones, y eso representaba un peligro político porque “la democracia es el régimen que se basa en la pluralidad de las opiniones, de las doxai , y funciona en y por esa pluralidad”.
Evidentemente, tanto en el análisis del surgimiento de la democracia como en su relación con la filosofía, Castoriadis está lejos de conformarse en realizar un estudio histórico. Cada una de las conclusiones que saca a partir del análisis de los textos puede trasladarse a la actualidad. Y el propio autor se encarga de aportar permanentemente ejemplos tomados de su presente. Así, en la clase del 18 de mayo de 1983, Castoriadis denuncia la hipocresía de la política contemporánea en la que se enarbolan ampulosamente derechos formales que son obscenamente negados en los hechos. Y para ilustrar esa situación toma un ejemplo que sigue siendo de candente actualidad casi treinta años más tarde: “Por un lado -sostiene Castoriadis- hay un derecho internacional que presuntamente asegura la justicia de las relaciones entre Estados y, por otro, intervenciones en Nicaragua, las islas Malvinas, Afganistán, etc., donde ese derecho no cumple, en rigor, ningún papel”.
Una curiosidad en relación con este trabajo es que en el mismo momento en que Castoriadis está dictando estos seminarios sobre los griegos en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, Michel Foucault estaba haciendo lo propio en el Collège de France. La coincidencia no es sólo cronológica. Ambos analizan textos como la “Oración fúnebre” de Pericles presentada por Tucídides, o Antígona , de Sófocles; ambos dedican varias clases al juicio y la muerte a Sócrates; ambos trabajan -aunque desde matrices conceptuales diferentes- sobre conceptos como la parresía , o el “gobierno de sí y de los otros”.
LA NACION