07 Jun Hijos con el futuro solucionado
Por Miguel Espeche
EL máximo anhelo de muchos padres es dejar las cosas ordenadas de forma tal que los hijos, el día de mañana, tengan solucionados los temas básicos de la vida. Así, soslayadas las prosaicas cuestiones materiales y solucionados los conflictos del mundo gracias a la gestión parental (o, en su defecto, blindados los hijos respecto de dichos conflictos), se supone que los chicos podrán dedicarse a vivir y ser felices por el resto de sus días.
Cuando eso no ocurre, cuando no sólo se fracasa en la tarea de dejarles para siempre las cosas “solucionadas” en lo que a recursos económicos se refiere, sino que, además, también se les lega un mundo complicado y cruel, no queda otra que pedirles perdón a ellos, pobres criaturas, por lo que se percibe como un fracaso personal en lo que a paternidad se refiere. Ya lo decían los escépticos de antaño: “A este mundo no quiero traer chicos, visto lo terrible que es la existencia del hambre, el dolor, la injusticia, la miseria y la muerte”.
La ideología escéptica, antecesora de modernos cinismos, parte de la concepción de que nuestros hijos merecen algo más que este mundo complicado y cruel. Esa mirada, supuestamente generosa con los hijos, presupone que ellos ameritan, por el solo hecho de existir, otro universo que, obviamente, no es este que tenemos. Por esa causa, piensan algunos, es mejor que los hijos permanezcan allá, en el no existir o, si existen, vivan para siempre en una suerte de útero protegido que los mantenga ajenos a todo mal.
Es posiblemente por eso que tantos hijos nacen y crecen con mentalidad de acreedores ante padres que nunca logran pagar la deuda que significa la promesa de un mundo feliz, entregado llave en mano, tras los esfuerzos parentales del caso.
En su fuero íntimo, esos padres se preguntan si no habrá sido un error traer a los chicos a un mundo “imperfecto” y, con la intención de compensar esa duda (tan terrible como el mundo), se someten al reino de la culpa y la vacilación, desdibujando el mapa que ordena el terreno dentro del cual los hijos jugarán su juego.
Es obvio que los chicos merecen el amor de sus padres y el respeto a sus derechos básicos, pero también merecen padres que sepan ser padres (¡y a mucha honra!) y no culposos y vacilantes gestores de la vida familiar. La idea de que los hijos merecen la felicidad anticipada y garantizada, que viene en forma de certezas de bienestar material y un mundo con problemas solucionados, causa estragos entre grandes y chicos, ya que confunde el juego y distorsiona los horizontes hacia los cuales dirigirse.
Si “los únicos privilegiados son los niños”, deberá cuidarse al “privilegiador” y, en ese sentido, es bueno para los chicos saber que tienen por delante algo para hacer respecto del mundo. Y no porque fallaron sus padres, sino porque la ley de la vida marca que hay que seguir camino, mejorando lo mejorable, desplegando lo que se trae y sabiendo que vale ir haciendo las cosas que se deban hacer, sin apegarse demasiado al resultado, ya que éste, sin dudas, excede lo que puede predecirse.
El mundo es tarea, no paraíso terminado. Esto no significa ausencia de goce y ganas, ya que ese goce y esas ganas se dan al ir aportando algo al mundo, y no del recibirlo todo “ya hecho” sin que sea perceptible la propia huella en el camino.
Es esa huella la que marca y acredita la propia existencia y es la que da cuenta de la experiencia de estar vivos, esa vivencia que tantos jóvenes buscan desesperadamente tratando de sobrepasar el aburrimiento cósmico de aquel que está en el mundo sólo para recibir, vacío de todo ofrecer.
El paraíso que existe es el del hacer mundo, no sólo el de recibirlo. Y es una tarea que se hace de corazón, no como maldición, sino como vocación. El paraíso, en todo caso, no es un destino o un resultado, sino una actitud vital por ser desplegada. La función de los padres es dejar la posta y ofrecer recursos de todo tipo, no para evitar las dificultades de la existencia, sino para que, presentadas éstas, los hijos tengan la brújula, el mapa, la fuente de energía y las ganas de generar las condiciones para que esta fascinante historia, la humana, siga hacia donde tenga que seguir.
Quizás la perspectiva aquí señalada permita entender el porqué de un problema que se percibe en lugares en los que aparentemente se logró el cometido de que los hijos lo tengan “todo”. Se trata del aburrimiento, el hastío, la aparente apatía que, en realidad, es una defensa genuina de los hijos ante la ansiedad atormentada y atormentante de sus padres, quienes los atiborran de cosas y miedos con tal de no vivir esa culpa terrible por no haber hecho “todo” por alfombrar el camino de su cría para que no haya espina alguna.
También eso permitiría entender algo del sentido de las conductas de riesgo de los jóvenes, que a través de ellas sienten que salen a la vida real, una vida en la que la finitud está incluida, no taponada por ansiedades. Esa noción de finitud no es enemiga de la vida, sino su propiciadora, a tal punto que, como dice Bert Hellinger, si la muerte no existiera, no habría sexualidad, dado que no habría para qué reproducirse; un ejemplo de lo que significa, en lo que a desvitalización refiere, la burbuja de hipersatisfacción que asfixia a los hijos de padres que pretenden solucionar problemas y soslayar peligros para siempre, como si sus hijos fueran de cristal.
El futuro no está dentro de la jurisdicción de los padres. Sí lo está el horizonte, que no es lo mismo; como se sabe, el horizonte es parte del presente. Es desde el hoy desde donde vemos ese horizonte, y los padres deberemos ofrecer lo que corresponde, no más, para que los hijos cumplan con su tarea.
El amor así visto deja de ser sinónimo de ansiedad y temor paterno. La historia siempre ha sido así y les ha hecho bien a los hijos saberse merecedores no ya de la felicidad, sino de la confianza de sus padres para seguir el camino de la vida. Es que, sin dudas, seguir con arte dicho camino es lo que produce, como efecto, algo que podemos nombrar como felicidad. Esta no es un destino, sino el efecto de un andar y un hacer para el cual, y es bueno que los padres lo sepan, todo hijo viene capacitado.
LA NACION