16 Jun El escritor que amaba la naturaleza
Por Eduardo Berti
ás conocida fuera de Francia que en su país natal, El hombre que plantaba árboles es una hermosa fábula que Jean Giono escribió a pedido de la revista Reader’s Digest en 1953, a punto de cumplir 58 años de edad. Narra la vida de un solitario pastor que, tras perder a su único hijo y después a su mujer, considera que la región se está muriendo porque le faltan árboles y se dedica a plantar encinos, hayas y arces hasta lograr que todo cambie, “incluso el aire”. La revista, que le había pedido a Giono un texto protagonizado por un personaje real, rechazó el cuento, porque dudaba de la existencia del pastor. El relato fue publicado finalmente por la revista Vogue y Giono, que al principio había negado la invención de este personaje, terminó admitiéndola. “Siento mucho decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado”, escribió en 1957, en una carta al director del Departamento de Aguas y Bosques de Digne-les-Bains. “El objetivo de esta historia es lograr que se ame a los árboles o, más precisamente, que se ame plantar árboles (lo que después de todo, es una de mis ideas más preciadas).”
En la última década, El hombre que plantaba? (suerte de manifiesto poético-ecologista) se ha convertido en un impensado best-seller. Si la consecuencia esperada por Giono era que la gente saliera a reforestar, el éxito de su fábula es relativo. Pero, en un nivel muy diferente, el libro de Eleazar Bouffier ha tenido otra consecuencia: la de volver merecidamente popular a su autor, aunque a un precio un poco alto: el árbol ha tapado el bosque (empleando una metáfora a medida) y el cuento, pese a su innegable encanto, eclipsó para muchos lectores no franceses el resto de una obra por momentos magistral y muy poco traducida al castellano, fuera de excepciones como la edición que Anagrama hizo de la novela El húsar en el tejado (1951) en el año 1995, mientras el director Jean-Paul Rappeneau estrenaba la versión cinematográfica, con Juliette Binoche y Olivier Martinez.
En estos últimos meses, dos nuevas traducciones de obras de Giono acaban de aparecer y en ellas los árboles cumplen un papel nada secundario. Se trata de dos libros muy distintos: mientras que Un rey sin diversión (Impedimenta, traducción de Isabel Núñez) es una novela madura, los cuatro pequeños cuentos de El hueso de albaricoque (Duomo Ediciones, traducción de Palmira Feixas) corresponden a la etapa de aprendizaje. En ellos se descubre al Giono amante de la tradición de Las mil y una noches , el Giono que alguna vez le dijo a André Gide que concebía la literatura como un narrador callejero obligado a hechizar a su audiencia, a lo que Gide habría repuesto: “Si hiciese eso, me moriría de hambre”.
Un pequeño cuento incluido en El hueso? pinta bien la fe de Giono en el poder persuasivo del narrador de cuentos. Un hombre “humilde, pobre y feo” tiene el don de hipnotizar a sus compañeros con relatos que hablan de “la belleza de las sultanas enamoradas, la suavidad de la brisa que se desliza entre los melocotoneros en flor” y demás cosas por el estilo. Sus compañeros razonan: “¡Está loco! Él, tan feo, jamás ha sido amado por una sultana; él, tan pobre, no tiene vergel, y no ve el sol más que un día a la semana, si no llueve”. Pero el hombre prosigue con los relatos y sus compañeros lo espían una tarde, mientras regresa a su casa. “El hombre se detuvo frente al puesto de un librero -escribe Giono-. Lo vieron sacarse del bolsillo unas cuantas piezas de bronce ganadas con gran esfuerzo a lo largo de la jornada, y comprar un libro: Vergel, sultana y sol .”
La novela Un rey sin diversión (1946), una de las obras más celebradas de Giono, casi al nivel de El húsar en el tejado , fue escrita en menos de siete semanas -aunque parezca mentira-, sin un plan previo. Logra hechizar desde las primeras páginas con la descripción de un árbol que el narrador compara con Apolo (“No es posible encontrar en un haya, ni en ningún otro árbol, una piel tan lisa ni de color más bello, una anchura más exacta, proporciones más justas, ni más nobleza, gracia y juventud eternal”), con el siguiente arribo del invierno (“A las nubes de octubre, ya ennegrecidas, se sumaron las de noviembre aún más negras, y luego las de diciembre, por encima, muy negras y cargadas. Todo se condensaba sobre nosotros, sin moverse”) y con la anhelada caída de la nieve, omnipresente en casi todas las páginas: “Una hora, dos horas, tres horas; la nieve sigue cayendo. Cuatro horas; es de noche; se encienden los hogares; nieva. Cinco horas. Seis, siete. Se encienden las lámparas; nieva. Fuera, ya no tierra ni cielo, ni pueblo, ni montaña; no hay más que los montones hundidos de esa densa polvareda helada de un mundo que ha debido de estallar”.
Pocos autores del siglo XX rinden a lo largo de su obra un tributo tan vital a la naturaleza. Uno piensa en Willa Cather, especialmente en su novela Mi Ántonia (casualidad o no, un personaje muy menor de Un rey sin diversión se apellida Cather), porque, al igual que ella, Giono exalta la flora y fauna sin caer en paraísos pastorales y mientras boceta personajes humanos inolvidables, como el jefe de los gendarmes, Langlois, que posee un don de comprensión más allá de lo normal. Henry Miller, que lo admiraba, comparó a Giono con otro escritor estadounidense: William Faulkner. Es cierto que ambos crearon su “propio territorio” (un “sur imaginario”, decía Giono) con esa suerte de mirada bíblica que también se detecta en el primer García Márquez; pero la prosa de Giono en sus novelas posteriores a 1940 es más contenida, sus frases son menos sinuosas y muestran incluso, en libros como Les grands chemins (1951), una parquedad digna de Hemingway.
Alguna vez le preguntaron a Giono por qué sus novelas escritas tras la Segunda Guerra Mundial eran tan distintas de las previas. Su respuesta fue que toda esa variedad siempre había estado presente en él, pero que los lectores no la conocían. Una especialista en su obra (Claudine Chonez) ha dicho que la gran diferencia estriba en el estilo, que libro a libro pierde énfasis y privilegia la concisión en reemplazo de las “grandes frases”. Al mismo tiempo, mientras que en el primer Giono -el autoproclamado “artesano de imágenes” de Colline (1929) o, más aún, de El canto del mundo (1934)- hay una celebración whitmaniana de las fuerzas naturales (largas enumeraciones que son, en efecto, un canto al mundo), en los libros posteriores es más frecuente hallar imágenes pesadillescas y escenas de crueldad humana como las que suscita la epidemia de cólera de El húsar en el tejado, novela cuyas descripciones de cadáveres y aldeas abandonadas presentan una belleza perturbadora, una poesía de la violencia y de la muerte que hace pensar en los recuerdos de la Primera Guerra Mundial que se leen en testimonios de ex combatientes, como Louis Barthas.
Las dos grandes guerras del siglo XX fueron determinantes en la vida y obra de Giono. Tras combatir en la Primera, a la que le consagró Le grand troupeau (1931), abandonó el comunismo, se volcó al pacifismo y publicó alegatos antibélicos: No puedo olvidar o Refus d’Obéissance. “Nada nos consolará de aquella guerra -escribió-. Por eso yo me arrojé salvajemente al lado del árbol, de la nieve y de la bestia.” Un profundo malentendido hizo que se lo acusase de colaboracionista durante la Segunda Guerra. Se lo excluyó del Comité Nacional de Escritores Franceses y no fue rehabilitado hasta 1950.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Giono se lanzó a escribir dos ciclos novelísticos diferentes: el que inauguró El húsar. es de influencia stendhaliana, colmado de viajes y peripecias (no es azaroso que Giono tradujera al francés La expedición de Humphry Clinker, de Tobias Smollet, pieza clave de la picaresca inglesa) y tiene como protagonista a un piamontés llamado Angelo, inspirado en la figura del abuelo del escritor: un italiano que llegó a trabajar en una empresa que el padre de Émile Zola tenía en Aix-en-Provence. El segundo ciclo novelístico, el que se inaugura con Un rey sin diversión, lo concibió en principio como una suerte de ópera bufa para “hacer dramas con personajes cómicos”. La intención original de Giono era que estas obras “alimentarias” fueran escritas al vuelo, con una narración más lineal y un estilo “más seco” (sin tantos excesos líricos), pero el segundo ciclo terminó siendo tanto o más relevante que el otro.
Suele resumirse que el así llamado “ciclo del húsar” (que completan Angelo, Le bonheur fou y Mort d’un personnage) pone más énfasis en el hombre, mientras que el ciclo de las crónicas (que incluye libros como Le Moulin de Pologne) pone más énfasis en la naturaleza. Más allá de las posibles diferencias, muchos puntos unen a El húsar. con Un rey., tal vez porque este último fue escrito durante una pausa (un periodo de incertidumbre) en el extenso proceso de concepción del primero. Las dos novelas muestran cómo una pequeña ciudad de Provenza sufre un hecho singular (una epidemia en el primer caso, una ola de delitos misteriosos en el segundo) y recibe la llegada de un forastero (el italiano Angelo o el misterioso Langlois) que, típico héroe de Giono, parece en fuga o en busca de algo. Las dos novelas están pobladas de seres solitarios que hablan a regañadientes, para “sentir la presencia del otro” y que surgen como “manchas”, como cosas poco menos que excepcionales, en medio de un vasto paisaje de cuestas, valles y bosques en el que debe hacerse un esfuerzo colosal para que los ojos se adapten al pasar de una zona de luz a otra de sombra.
LA NACION