16 May Una tregua entre las maras lleva alivio y dudas a la violenta América Central
Por Cesar Gonzalez Calero
Parecía la Guerra de los Cien Años, destinada a no acabar nunca. Una guerra sin trincheras definidas y con muchas, muchísimas bajas. Quince homicidios por día. Más que en Irak. Más que en Afganistán. Más que en el bravo y ensangrentado México. Pero desde hace unas semanas, las dos principales pandillas de El Salvador, la Mara Salvatrucha y El Barrio 18, con más de 30.000 hombres en filas, guardan los fierros bajo el colchón.
Sus líderes firmaron una tregua que cuenta con el aval soterrado del gobierno salvadoreño. ¿Se acabó la “vida loca” en uno de los países más violentos del mundo? ¿O se trata tan sólo de una estrategia de las bandas para reorganizarse en una zona caliente de la ruta del narcotráfico?
Aunque el gobierno de Mauricio Funes ha negado estar detrás de la tregua, la prensa salvadoreña no alberga dudas sobre su implicación en unas negociaciones insólitas entre bandas criminales y el Estado.
El diario digital El Faro.net reveló a mediados de marzo que los principales líderes de las pandillas habían sido trasladados desde la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca (conocida popularmente como Zacatraz, en alusión a la célebre prisión norteamericana) a otros centros penitenciarios con un régimen más benigno. El traslado formaría parte de una negociación secreta entre el gobierno y las pandillas para reducir el número de homicidios. Entre la treintena de presos trasladados, se encuentra Borromeo Solórzano, alias “El Diablito”, jefe de la Mara Salvatrucha, y Carlos Mojica, “Viejo Lin”, uno de los líderes del Barrio 18.
La respuesta de las maras al gesto del gobierno fue automática. Las muertes violentas se redujeron más del 60% en pocos días. De 15 a 5 diarias, una tasa sensiblemente inferior a esos 70 homicidios por cada 100.000 habitantes que situó el año pasado a El Salvador en el segundo puesto de los países más violentos del mundo, sólo por detrás de su vecina Honduras.
Tras la revelación periodística, los jefes de las pandillas dieron la cara entre rejas. En una inusual aparición pública, “El Diablito” y sus compinches mostraron el documento de diez puntos en el que confirmaban la existencia de una tregua, pero negaban que el gobierno hubiera pactado una reducción de homicidios a cambio de dinero y otros favores. No faltaron las amenazas a El Faro.net y a su director, Carlos Dada.
Todavía es pronto para saber qué precio pagará el gobierno del izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) por la reducción de los homicidios. Pero ya hay algunas respuestas sobre las motivaciones de Funes para dar ese insólito paso en este momento.
“El gobierno estaba desesperado por mostrar algún éxito en la política de seguridad pública, pero en los tres primeros meses de gestión del nuevo ministro del área [el general retirado David Munguía] las cifras se dispararon. Si El Salvador estaba mal, Munguía lo puso peor”, señala desde Miami el académico Miguel Cruz, experto salvadoreño en maras de la Universidad Internacional de Florida. Para Cruz, la estrategia de la negociación con las pandillas es errónea y obedece, entre otros factores, al aislamiento político de Funes.
“El gobierno les está cediendo un espacio que van a aprovechar para reorganizarse y transformarse a medio o largo plazo en grupos poderosos, como aquellos para los que hoy trabajan”. Cruz se refiere a las alianzas tejidas entre los grandes carteles mexicanos.
Las maras nacieron en los años 80, cuando miles de salvadoreños huyeron de la guerra civil (1980-1992). Muchos buscaron refugio en Los Angeles, donde el fenómeno de las bandas callejeras ya había arraigado. A finales de los 90, Estados Unidos deportó a 18.000 pandilleros a El Salvador. Demasiados tatuajes violentos para un país tan pequeño. Y la “vida loca”, doctrina vital de los “mareros”, se expandió por América Central y el sur de México.
Tanto aumentó la violencia en esa región que algunos expertos temen que se acabe convirtiendo en una suerte de Somalia latinoamericana. Una violencia que anida en unas instituciones carcomidas por la corrupción y en unas fuerzas del orden que nunca fueron depuradas, negras secuelas de los regímenes militares que, bajo el amparo de Estados Unidos, plantaron la semilla de la impunidad en El Salvador para que la guerra urbana durara cien años o más.
LA NACION