Una novela de recodos infinitos

Una novela de recodos infinitos

Por Martín Lojo
Con El mundo según Garp (1978), John Irving logró la proeza poco común de crear una obra popular sin resignar la ambición de escribir buena literatura. En sus primeras tres novelas, Libertad para los osos (1968), La epopeya del bebedor de agua (1972) y Doble pareja (1974) estableció ya su estilo complejo y autorreflexivo, capaz de seducir a la crítica más exigente y hasta de que Harold Bloom le dedicara un libro de ensayos. Pero fue con la historia de Garp, el escritor hijo de una madre soltera devenida líder feminista, que alcanzó su afán dickensiano de narrar un destino completo y permitir al lector involucrarse con las tragedias y felicidades de una vida como si pudiese olvidar que sólo se trata de ficción.
Firme en su desprecio por toda criptografía y su convicción de que “la responsabilidad estética del arte es entretener”, sus novelas recurren una y otra vez a intrincados conflictos familiares en los que no faltan infidelidades e incestos, relaciones sexuales tortuosas y una variedad inacabable de tragedias, como aquel insólito accidente automovilístico de El mundo según Garp , en el que un encuentro sexual clandestino termina en castración, entre otras mutilaciones. Son estos elementos extremos los que le permiten a Irving transformar el paisaje puritano y austero de la literatura norteña estadounidense, que pueblan las narraciones de Harriet Beecher Stowe y Henry James, o los poemas de Robert Frost, en relatos que apelan a las emociones fuertes del melodrama. Un género que el escritor reivindica sin titubeos, al afirmar que “los ingredientes de la emoción fácil y barata son los que aderezan nuestra experiencia cotidiana, nuestro terror de todos los días”.
El autor de Oración por Owen (1989) puede acreditar tales dichos con su propia vida. Cuando nació, en Exeter, Nuevo Hampshire, en 1942, Irving recibió el nombre de su padre biológico, John Wallace Blunt, un piloto del ejército estadounidense que fue destinado a Birmania en 1943. Luego de divorciarse, su madre le ocultó la identidad de su padre y le otorgó el apellido del profesor Colin Irving, su segundo esposo. Recién en 1981, luego de que Irving se divorciara de su primera esposa, su madre le mostró una serie de cartas en las que su verdadero padre reclamaba el derecho de conocerlo y contaba algunas de sus aventuras en la Birmania ocupada por los japoneses, donde su avión fue derribado y debió caminar durante quince días, internándose en China. En diciembre de 2001, cuando Irving relató su historia en una entrevista televisiva, el segundo hijo de John Blunt, Christopher, se comunicó con el autor y le contó que el progenitor de ambos había fallecido cinco años antes. A pesar de que Irving asegura que sus ficciones no son autobiográficas y que apenas se aprovecha “con rudeza” de su vida, no sólo su experiencia en la lucha grecorromana y sus viajes de estudiante a Viena aparecen en sus narraciones. Si bien fue en su anteúltima novela, Hasta que te encuentre (2005), donde ajustó cuentas con su historia familiar, ya parte de las aventuras birmanas de su padre fueron narradas en Las normas de la casa de la sidra (1985), novela por cuya adaptación cinematográfica ganó un premio Oscar.
Pero si Irving escapa de los lugares comunes del melodrama y extrae grandes novelas de ese género, es por su compromiso con el destino de sus personajes. La voluntad de someterlos a situaciones extremas para indagar los rasgos más sobresalientes del comportamiento humano: la debilidad moral y la capacidad de supervivencia.
“Éste es un mundo de accidentes”, repite una y otra vez Dominic Baciagalupo, el protagonista de La última noche en Twisted River , un cocinero italoamericano de un campamento maderero de Nuevo Hampshire, el estado donde creció el propio Irving. Su hijo de doce años, Daniel, despierta en la noche al oír ruidos extraños, se arma de una sartén de hierro y entra en la habitación paterna donde, sugestionado por un relato que le contaron para esconder un oscuro secreto, confunde con un oso la imponente figura de Jane la Piel Roja, con quien su padre tiene relaciones sexuales, y la mata de un golpe. Podría tratarse sólo de un hecho desafortunado, pero Jane es amante de Carl, el sheriff local, la única y violenta autoridad en la todavía salvaje frontera norte en 1954. El cocinero y su hijo deberán huir en una carrera desesperada que los lleva a Boston, Vermont y Canadá, acechados durante años por su tenaz perseguidor. Paso a paso, el vertiginoso relato de carreteras se transforma en una alambicada novela de 654 páginas, en la que las vidas de Dominic, su hijo y su amigo Ketchum, un duro maderero con ideales libertarios, son desmenuzadas en detalle. Como en la mejor tradición de la novela decimonónica, numerosas peripecias y datos ingresan a escena: los secretos culinarios de los restaurantes en los que Dominic se emplea, los peligros del trabajo en las madereras y los adelantos técnicos que el receloso Ketchum observa con resignación; las novelas que Daniel, devenido escritor, publica, y en las que el propio Irving refleja su obra y revisa, en un juego metaficcional, sus ideas sobre la literatura, la crítica y las idas y vueltas entre ficción y biografía. También se repasa medio siglo de historia estadounidense: el capitalismo de los años cincuenta, todavía artesanal y aventurero, que explota los bosques norteños de la perdida nación piel roja; los libertinos y lisérgicos años sesenta, cifrados en una fiesta bohemia y una paracaidista que cae del cielo desnuda; los comienzos de la guerra de Vietnam y las estrategias para evitar el reclutamiento; la caída de Saigón, retratada en una hilarante y negra escena en el restaurante Mao´s, de los hermanos Cheng; los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando Ketchum confirma que Estados Unidos es “un imperio en declive”. Como Dominic sabe, “la violencia engendra violencia”, y decenas de peligros atraviesan el relato: que su Danny sea atrapado por las drogas, por el alcohol, por un matrimonio infeliz; que desee a la mujer de su padre, que Carl los encuentre, y que el hijo de Daniel caiga por fin bajo las ruedas del Mustang azul sin conductor que le sigue los pasos, especie de tótem paranoico que demuestra que, tarde o temprano, hasta el realismo más estricto se sale de sus goznes.
La maestría literaria de Irving reside en cómo organiza ese río de recodos infinitos. Se sabe que escribe sus novelas de atrás hacia delante, a partir de la última frase, del último capítulo al primero. Una estrategia que le permite no dejar cabos sueltos, sembrar a cada paso signos anticipatorios y justificar cada incidente con una lógica que, aunque a veces no responda del todo a la razón, siempre resulta verosímil e implacable. La última noche en Twisted River no sólo es una novela entretenida, también renueva el encantamiento de un autor que brinda la experiencia de un mundo sin azar, en el que los personajes son responsables de hasta el más inesperado de los accidentes y donde el destino los aguarda tras los sueños y las pesadillas de una vida peligrosa.
LA NACION