20 May Los dioses indiferentes
Por Mario Vargas Llosa
Desde que la serie televisiva The Wire se transmitió he leído tantos elogios sobre ella que no exagero si digo que he vivido varios años esperando robar un tiempo al tiempo para verla. Lo he hecho, por fin, y he gozado con los episodios de las cinco temporadas como leyendo una de esas grandes novelas decimonónicas -las de Dickens o de Dumas- que aparecían por capítulos en los diarios a lo largo de muchas semanas.
Lo primero que sorprende es que la televisión de Estados Unidos -la HBO, en este caso- haya producido una serie que critica a la sociedad y a las instituciones de ese país de una manera tan feroz. Probablemente en ningún otro hubiera sido posible; pero, esto no es novedad, pues tanto en el cine como en la televisión norteamericanos es frecuente esa visión destemplada y beligerante de sus políticos, empresarios, jueces, carceleros, banqueros, militares, policías, sindicalistas, profesores, etcétera. La diferencia es que aquellas críticas suelen ser individualizadas: son sujetos concretos los que se corrompen y delinquen, excepciones negativas que no afectan la esencia benigna del sistema. En The Wire ocurre al revés; es el sistema mismo el que parece condenado sin remedio, pese a que algunos de quienes trabajan en él sean gentes de buena entraña y hasta heroicos idealistas como Howard Colvin.
Aunque tiene el clásico esquema de una confrontación entre policías y delincuentes, The Wire rompe a cada paso ese maniqueísmo mostrando que, en el mundo en que transcurre la historia -los barrios negros y miserables de Baltimore, los colegios públicos de la periferia, las comisarías marginales, los almacenes y muelles del puerto, la redacción del principal periódico de la ciudad, The Sun, y las oficinas de la Municipalidad- hay buenos y malos entreverados y que en muchos casos la bondad y la maldad coexisten en una misma persona por momentos y según las situaciones. Lo único que queda claro, al final, es que, en aquella sociedad, casi todos fracasan, y los pocos que tienen éxito lo alcanzan porque son unos pícaros redomados o por obra del azar.
Una obra semejante debería dejar una sensación profundamente pesimista en el espectador, y, sin embargo, sucede todo lo contrario. Pese al fatalismo que preside la vida de esas gentes, hay entre los policías, los “camellos” vendedores de drogas, los ladrones, los matones, los periodistas, los profesores, gentes tan entrañables como el detective borrachín y parrandero Jimmy McNulty, o el policía convertido en maestro de escuela Roland “Prez” Pryzbylewski, el tierno adicto y confidente Bubbles, o los estibadores que ven, impotentes pero risueños, la desaparición de los astilleros que les han dado de comer y ahora los dejarán en el paro y el hambre.
Gracias a ellos, uno sale reconciliado con la fauna humana, esa sensación de que, a pesar de que todo anda mal, la vida vale la pena de ser vivida aunque sólo sea por aquellos momentos de alegría que se viven disfrutando un trago en el bar de la esquina con los compañeros, o recordando aquella noche de amor, o la emboscada que tuvo éxito y -¡por una vez!- mandó al asesino entre rejas.
Los dos autores de The Wire , el ex periodista David Simon y el ex policía Ed Burns, trabajaron muchos años en el mundo que describe la serie. El primero de ellos dice que la concibieron como una novela filmada, y, también, que la mayor influencia que ambos reconocen es la de la tragedia griega, pues, en su historia, también la suerte de los individuos está fijada desde antes de nacer por “unos dioses indiferentes” contra los que es inútil rebelarse. Algo de cierto hay en ambas afirmaciones. The Wire tiene la densidad, la diversidad, la ambición totalizadora y las sorpresas e imponderables que en las buenas novelas parecen reproducir la vida misma (en verdad, no es así, pues la vida que muestran es la que inventan), algo que no he visto nunca en una serie televisiva, a las que suele caracterizar la superficialidad y el esquematismo. También es verdad que un destino fatídico parece regir la vida de toda la fauna humana que la habita, algo que, justamente, da a sus esfuerzos por escapar a ese cepo invisible que la atenaza, un carácter dramático, patético y a veces hasta cómico.
¿Es la vida así, como la viven esos simpáticos y antipáticos pobres diablos? En absoluto. La vida de The Wire es la vida hechiza de las buenas ficciones, una vida amasada con pedazos de realidad que pasaron por la memoria, la imaginación y la destreza de unos guionistas, directores, actores y productores que se las arreglaron, por fin, para escapar de las banales series de entretenimiento a que nos tiene acostumbrados la pequeña pantalla y realizaron una obra auténticamente creativa: un mundo original, tan persuasivo en su coherencia y en su transcurrir, en la psicología de sus tipos humanos y en las peripecias de las que son autores o víctimas, en la riqueza de su jerga barriobajera, de sus dichos, de su mitología, de su mentalidad, que parece la pura verdad (ése es el triunfo de las grandes mentiras que son todas las buenas ficciones).
Como cada episodio de The Wire es tan endiabladamente entretenido, el espectador tiene la impresión de que, al igual que otras series, ésta también es pura diversión pasajera que se agota en ella misma. Pero no es así. La obra está llena de tesis y mensajes disueltos en la historia, que transpiran de ella e impregnan la sensibilidad de los televidentes sin que éstos lo adviertan. El más inequívoco es la convicción de que la lucha contra las drogas es una empresa costosa e inútil que nunca tendrá éxito, que sólo sirve para asegurar a la marihuana, la cocaína, el éxtasis y toda la parafernalia de estupefacientes naturales o químicos un mercado creciente, para causar más delincuencia y sangre en los barrios donde se trafica y para asegurar pingües ganancias a la multitudinaria maquinaria que se ocupa del tráfico.
La otra es todavía más inquietante: en las sociedades libres de nuestros días, la justicia pasa cada vez menos por las instituciones encargadas de garantizarla, como son la policía, las autoridades y los jueces, y cada vez más por las propias mafias y por individuos solitarios que, sabedores de la inutilidad de recurrir al sistema en busca de reparaciones o sanciones para los abusos de que son víctimas, ejecutan la justicia por su propia mano. Uno de los personajes más fascinantes de la serie es Omar, ladrón que roba a ladrones (y, por eso, según el refrán, debería tener cien años de perdón) y, de una manera más bien instintiva y casi animal, desface entuertos y castiga, infligiéndoles su propia medicina -es decir, la muerte- a los asesinos del barrio. Que lo mate uno de esos niños de la barriada para los que su solo nombre es leyenda tiene un siniestro simbolismo: en esos niveles de aislamiento y desamparo la civilización no llega ni llegará nunca y la única justicia a la que pueden aspirar los infelices que allí habitan la deparan los propios delincuentes o el azar.
The Wire no es menos pesimista en lo que se refiere a la política ni al periodismo. Ambas parecen actividades donde la decencia, la honradez y los principios son triturados por una maquinaria de malas costumbres, inmoralidad o negligencia contra la que no hay amparo. El alcalde Tommy Carcetti, antes de ser elegido, era un hombre bienintencionado y limpio, pero, apenas llega al poder municipal, tiene que hacer los pactos y concesiones necesarios para no perder terreno y termina tan hipócrita y cínico como su predecesor. El jefe de redacción del The Baltimore Sun descubre que uno de sus redactores falsea las noticias para hacerlas más atractivas y, al principio, trata de sancionarlo. Pero los dueños del diario están encantados con el material escandaloso y aquél, entonces, para salvar su puesto, debe inclinarse y mirar al otro lado. Que el periodista sinvergüenza reciba, al final de la serie, el Premio Pulitzer, lo dice todo sobre la visión amarga que The Wire ofrece sobre el alguna vez llamado cuarto poder del Estado.
Quisiera terminar con una crítica a la visión de la sociedad norteamericana de esta serie televisiva magistral: su existencia y el hecho de que haya sido difundida por HBO es el desmentido más flagrante a su desesperanza y a su sombría convicción de que no hay redención posible para Baltimore ni para el país que cobija a esa ciudad. Que se pueda decir lo que ella dice a los televidentes de esa manera tan eficaz y convincente es la prueba mejor de que aquellos dioses indiferentes no son omnipotentes, que, al igual que sus antecesores griegos, adolecen de vulnerabilidad y pueden ser a veces derrotados por esos humanos a los que zarandean y confunden.
LA NACION