09 May La historieta está de luto: murió Caloi, el padre de Clemente
En el claustro de sexto año del Colegio Nacional de Buenos Aires todos los días de cursada de 1966, Carlos Loiseau pegaba un dibujo de un tipo en la cárcel, con traje de rayas, grilletes y una bola de acero atada a una pierna, que miraba con cara de frustración un calendario, cuyas hojas marcaban los días que faltaban para el final de la cursada. Caras de tristeza como las de ese preso dibujado, y de congoja se repitieron ayer cada vez que alguien comentó la noticia del día: se murió Carlitos, se murió Caloi. La vida del negro, del padre de Clemente y uno de los historietistas y humoristas gráficos más importantes de la Argentina, se apagó ayer, entre las 3 y las 3 y media de la madrugada, en el Instituto del Diagnóstico porteño donde se encontraba internado como consecuencia de una cáncer. No sorprendió a la familia, ni a los amigos, que esperaban el desenlace.
Hasta último momento, y con la enfermedad a cuestas, Caloi entregó sus tiras religiosamente a Clarín , donde publicaba desde 1968.
Fue un tipo precoz, desde el comienzo. Empezó antes que la mayoría y terminó demasiado pronto. Tenía 63 años.
Nacido en Salta y criado en Adrogué, publicó su primera tira como profesional, antes de recibirse de bachiller, en Tía Vicenta , la revista que dirigía uno de sus mentores Juan Carlos Colombres, Landrú. La aventura duró poco. Juan Carlos Onganía censuró la revista que cambiaría de nombre varias veces. La política –una de sus pasiones– ya lo atravesaba, igual que al resto del país. En su camada del Nacional Buenos Aires la juventud nacionalista de Tacuara se enfrentaba con varios de la futuros Montoneros, con Firmenich, Abal Medina y Ramus, a la cabeza. Los futuros escritores Marcelo Cohen y Alberto Manguel también eran testigos de esos agarrones. En esa viñeta de Tía Vicenta , Carlos Loiseau se convirtió para siempre en Caloi.
Un año después, en 1967, entró a Clarín, y aunque nunca se fue, tampoco dejó de abrirse puertas, a la par, en publicidad o en otras publicaciones. Por esos años colaboraba en la revista Análisis y con el El Gráfico y quizás por esa inquietud, en 1969, ilustró parte del libro que Almendra –la primera formación de un jovencísimo Luis Alberto Spinetta– publicó para celebrar la edición de su primer disco. Vivía con la misma velocidad con la que dibujaba y progresaba. Se casó a los 19 y se separó a los 21.
En 1973, cinco años después de haber ingresado a Clarín –cuando ya tenía aceitada su sección libre Caloidoscopio – nacería la tira Bartolo , que al poco tiempo Clemente, un personaje secundario, coparía definitivamente.
Por aquellos años, varios de sus amigos terminarían de conformar una generación dorada de caricaturistas, como Horacio Altuna, Crist y otro “negro” Roberto Fontanarrosa. Todos ellos y también su amigo Alejandro Dolina frecuentaron y plasmaron el mismo universo, el de la filosofía que subyace detrás del costumbrismo, los amigos, el fútbol, los cafés, la noche, las mujeres y la política. Compartía con todos ellos un bagaje similar de lecturas infantiles desde Patoruzú, a los cowboys y Walt Disney.
Pero Clemente fue un punto de inflexión. Como su creador era popular y peronista. Pero una diferencia insalvable los separaba. Caloi siempre fue un hincha fanático de River. Contribuyó, a su manera, con el club de sus amores. En 1986 diseñó el escudo –con el león– en la camiseta con la que River se consagraría por primera vez campeón de América e intercotinental.
Disfrazada de alegría popular en su tira más famosa se refleja la tensión de la década de 1970. Caloi estuvo a salvo, a pesar de un equívoco saldado en la edición del 14 de agosto de 1977 del diario madrileño El País, que titula: “El dibujante Caloi no ha sido secuestrado”. La peor parte se la habría llevado un pariente del dibujante.
Igual que su criatura sin manos, logró pasar del papel a la televisión sin dejar el éxito en el camino. Desde 1990 y hasta 2008 –ATC y en el cable– realizó Caloi en su tinta , el quinto hijo que concibió junto a su segunda mujer María Verónica Ramírez. En ese programa de culto difundía principalmente cine de animación. A él se animó. Primero con el cortometraje Las invasiones inglesas y por última vez, la semana pasada cuando estrenó Anima Buenos Aires , un largometraje de animación para el que también dibujaron su amigo Carlos Nine y nuevos exponentes como Juan Pablo Zaramella.
En 2009, la legislatura porteña lo nombró Ciudadano Ilustre de Buenos Aires. “Yo he sido un dibujante nato y neto: estoy dibujando desde el momento en que prácticamente un chico puede alzar un lápiz”, reconoció entonces. Un dibujante nato, neto y precoz.
No fue el único premio, también fue galardonado en la Bienal Nacional e internacional del humor y la historieta de Córdoba, dos veces con el Premio Konex de las artes plásticas 1982 y 1992, el Datero D’Argento, en Italia. A él le importaba más el reconocimiento de sus amigos, de sus lectores, los mismos que empezaron a velarlo en el Congreso y al cierre de esta edición. “Soy tansparente; a pesar de ser negro, soy transparente”, repetía desde siempre.
Lo sobrevivirán sus historias, algunos compinches de una generación unida y dividida por la creatividad y la política de la que él fue un gran exponente. Y también sus hijos, entre ellos Juan Martín –Tute– a quien el Negro transparente definía “subjetiva y objetivamente” como el mejor de su generación. “Algunos lectores empiezan a reclamarme dibujos de otras épocas”, se quejaba al final, sin vislumbrar lo cerca que estaba en convertise en un clásico.
CLARIN