Cuando juegan tres millones

Cuando juegan tres millones

Por Ezequiel Fernández Moores
Cuando juega Uruguay -canta Jaime Roos desde 1992- juegan 3 millones, corren las agujas, corre el corazón…” “3 millones -me dice ahora el músico uruguayo- es casi el número de pasaportes en Uruguay. Desde que soy chico cada censo decimos que tenemos 3 millones de habitantes, el país de menos crecimiento demográfico del mundo. Y lo que vi en el Mundial de Sudáfrica es que ahí corrían 3 millones y no 11 tipos.” En el país en el que “somos pocos y nos conocemos todos y si no nos conocemos tenemos un amigo en común”, la “integración selección-pueblo”, me dice Roos, inspiró el título del documental que estrenará mañana en Buenos Aires sobre el consagratorio cuarto puesto de “la Celeste” en la Copa de 2010. Roos le dedica su trabajo al Maestro Tabárez, según él, factótum de la hazaña. “El otro día -me dice Roos- le preguntaban a (Sergio) Batista por qué Messi no jugaba en la selección como Barcelona y él contaba que en Barcelona es amigo de los jugadores y juega con ellos dos veces por semana y que en la última Copa América tres jugadores le dieron la mano por primera vez. En la selección uruguaya, me consta, Tabárez tuvo el mérito de armar un plantel de jugadores que, además de jugar bien, están felices de juntarse porque son amigos. Es más fácil jugar con los amigos, pero también es más fácil saber cómo te van a pasar la pelota los amigos, cómo te van a hacer los relevos los amigos.”
La FIFA ubicó hace unos días a Uruguay en el podio de las mejores selecciones del mundo. Tercera, detrás de España y Alemania. Brasil sexta y la Argentina, décima. Pero Diego Forlán y Diego Lugano, héroe y capitán en Sudáfrica, respectivamente, hoy son suplentes en sus equipos europeos. Luis Suárez, goleador de la Copa América ganada al año siguiente, bajó su producción y quedó envuelto en polémicas racistas en Inglaterra. Y el Maestro Tabárez, conductor de la mejor selección uruguaya de las últimas décadas, sufrió problemas personales que en cierto modo rozaron su imagen. “Cuando la selección uruguaya vuelva a juntarse para sus próximos dos partidos -me asegura Roos- dará cátedra. Si físicamente están bien se acaba el mundo.” El documental que filmó junto con Yamandú, su único hijo, de 31 años, demuestra hasta dónde puede llegar un equipo cuando todos tiran juntos y cuando hay líderes que son líderes porque “ejecutan con el cuerpo lo que dicen con su boca”, como dijo alguna vez el entrenador argentino de voleibol Julio Velasco. El relato de Roos emociona. Como buen relato uruguayo, sigue una línea épica que comienza con los primeros campeones olímpicos y prolonga Obdulio Varela, el capitán mítico del Maracanazo en el Mundial del 50. “El fútbol -dijo alguna vez el propio Roos- es la mitología griega de los uruguayos.” Gerardo Caetano, ex jugador, historiador y analista político uruguayo, me expresó hace un tiempo que “el fútbol es el espacio épico de nuestra sociedad, de construcción de mitos, de historias fabuladas”.
Las imágenes finales del documental no son fábula. Las calles de Montevideo son puro festejo. Tres millones que celebran porque es triunfo, más allá de un primer o cuarto puesto. El documental de Roos, una de las películas más vistas y más premiadas en 2011 en Uruguay, cumple el deber de una buena historia futbolera: emociona. También hay lugares comunes. Pero Roos sabe que la hazaña del Maracanazo no fue sólo garra charrúa. El deber de memoria honra a los héroes de 1950 y por eso aparece Alcides Ghiggia, único sobreviviente. Pero la memoria no es estática. “Tabárez impuso un estilo de respeto, alegría, disciplina, de comunicación, de corrección, de educación”, me dice Roos. Me cuenta que convivió con la Celeste en el Mundial 2002. “Allí mandaba una comandita. Había jugadores relegados, a los que no les hablaban. A la mitad del plantel nunca le escuché la voz. En Sudáfrica, cada vez que salían a la cancha, Forlán abrazaba a uno diferente. Se entrenaban siempre en grupos distintos. Y en estos tiempos de directores técnicos emperadores, Uruguay tuvo un capitán de la estirpe de Obdulio Varela. Tabárez no hace nada que tenga que ver con los jugadores si no lo consulta antes a Lugano.” El capitán Lugano, leo en un libro, ama un lema que alguna vez pronunció un preparador físico: “Si avanzo, síganme. Si me paro, empújenme. Si retrocedo, mátenme”.
3 millones abusa tal vez cuando recurre a la palabra de los periodistas especializados. Algunos de ellos, emocionados ante la hazaña, dicen exactamente lo opuesto a lo que sostenían uno o dos años atrás. La épica deportiva suele alimentarse también de sus contradicciones y Roos convierte a los periodistas en importantes actores de reparto. Pero se ve “demasiado Tenfield”, como observaron muchos aficionados en Uruguay, enojados desde hace tiempo con algunos manejos de la poderosa empresa que comanda Paco Casal. “La película -me dice el artista- es de Jaime y Yamandú Roos. La hicimos con apenas una camarita de video HD y un cuaderno escolar, sin asistente, sin sonidista, sin jefe de arte. Luego del Mundial los canales me dieron sólo algunas horas de imágenes. Me asocié con Tenfield y me dio 200 horas de archivo y derechos de FIFA. Pero jamás me exigió nada y vio nuestra «road movie» terminada el día del estreno.” Conocida, pero igualmente imprescindible, la imagen más esperada es la del penal que “pica” el Loco Abreu en la histórica victoria contra Ghana. “Los jugadores -me dice Roos- lo querían matar. Lugano no paraba de gritarle «hijo de puta». Lo agarraba de la quijada y del pelo, por un lado con alegría y con amor y, por otro, porque no podía creer cómo se animó a hacer eso.” Era la selección del país de 3 millones de habitantes que enfrentaba en cuartos de final a Ghana, la única africana en carrera, que representaba la última esperanza de 900 millones de africanos. Una imagen inédita desnuda la posible conspiración. Se ve que el línea portugués José Silva Cardinal literalmente inventa en el último minuto del suplementario una falta de cuya ejecución deriva la mano penal de Luis Suárez que casi arruina el sueño uruguayo. Roos muestra como nunca antes que el ghanés Dominic Adiyiah se tira sin que nadie lo toque. Que Jorge Fucile está a dos metros de él. Y que Silva Cardinal, de frente, y a sólo cinco metros de la acción, levanta su bandera indicando falta. “¿De dónde sacaste esa imagen?”, le preguntó sorprendido el Tano Nelson Gutiérrez, de Tenfield. “La tenían ustedes”, le respondió Roos, que se pasó once meses casi encerrado visualizando imágenes.
3 millones no es sólo fútbol. Se ve una Sudáfrica más profunda, distinta de los lujosos estadios que ordenó construir la FIFA. “Nuestro señor/ allá abajo/ algún día vas a llegar.”, acompaña el canto de Roos. En una nota intimista que concedió unos meses atrás a Página 12 en Punta Ballena, Roos contó que realizó 3 millones feliz porque la hizo con Yamandú, pero en un momento difícil de su vida, tras una separación, y con el alcohol que sirvió a veces de refugio. Habla en cámara de esa confusión. Y se muestra cantando sin voz, haciendo karaoke sobre una canción propia, algo borracho, lejos también él de la imagen del artista consagrado. “Es el peor papelón de mi vida -dice su voz en off, riéndose de sí mismo- y transmitido en el noticiero central de la televisión uruguaya.” El otro eje de 3 millones es la relación padre-hijo. Ya otras veces el arte recurrió a una pelota para que padre e hijo se animaran a dialogar. Sucede en El milagro de Berna, con el soldado nazi que vuelve del frente sin saber siquiera que tenía un hijo, al que termina llevando a la final del Mundial de 1954. “Yo no dejé de ver a Yamandú como el soldado alemán -me dice riéndose Roos-, pero él nació y vive en Holanda y yo en Uruguay. Si bien nuestro vínculo siempre fue fuerte, debo reconocer que se estrechó aún más porque gracias al Mundial hemos vivido cosas obviamente inolvidables. Pero él es fotógrafo y yo músico. Y fue más el arte que la pelota, el hecho de trabajar juntos, lo que en este caso estrechó el vínculo.” “¿Le avisaste ya que Uruguay está tercero en el último ranking de la FIFA?”, le pregunto. “No hace falta -me responde Jaime-, ya lo sabe.”
LA NACION