Una crisis capital

Una crisis capital

Por Ana María Vara
“El 15 de septiembre de 2008, fecha de la quiebra de Lehman Brothers, puede ser para el fundamentalismo del mercado (la idea de que los mercados dejados a su libre albedrío pueden proporcionar prosperidad y crecimiento) lo que fue para el comunismo la caída del Muro de Berlín”, vaticina Joseph E. Stiglitz en un tramo clave de Caída libre. El libre mercado y el hundimiento de la economía mundial .
La frase es fuerte. Una apuesta, sí, pero de un jugador que conoce sus cartas y viene ganando. El último libro del Premio Nobel de Economía 2001 tiene toda la contundencia de un “yo te avisé”, sin su descortesía. Es que las repetidas advertencias de Stiglitz sobre los problemas que traería la desregulación de la economía no fueron atendidas. Con resultados conocidos. El gobierno estadounidense debió salir a distribuir avales y rescates para salvar bancos, empresas y aseguradoras por valor del 80 por ciento del PBI: 12 billones de dólares.
Asesor de varios gobiernos, incluido el argentino, Stiglitz cumplió con todas las exigencias de la academia y fue más allá. Estudió en el Massachusetts Institute of Technology y enseñó en Yale, Duke, Stanford, Oxford y Princeton, hasta establecerse en la Universidad de Columbia. Colaboró con el gobierno de Bill Clinton, y fue economista jefe del Banco Mundial entre 1997 y 2000. También se destacó como miembro del Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático.
La fama le llegó con libros como El malestar en la globalización , Los felices 90, Comercio justo para todos (con Andrew Charlton) y La guerra de tres billones de dólares (con Linda J. Bilmes), sobre la invasión a Irak. Sus papers y manuales de economía lo convirtieron en el economista más citado en 2008. No por eso se privó de escribir en la revista Vanity Fair .
Aunque la crisis europea ocupe estos días las primeras planas, la estadounidense tuvo peores ingredientes y, en gran medida, indujo a aquélla. A la desregulación se sumó la abundancia de dinero (capitales que, tras cada crisis mundial, se refugiaron en Estados Unidos), bajas tasas de interés, una burbuja inmobiliaria mundial y créditos de alto riesgo (las hipotecas subprime ). Más dos déficits descomunales: el presupuestario, impulsado por la guerra, y el comercial, por la ingente compra de productos chinos. Según Stiglitz, “la única sorpresa respecto a la crisis económica de 2008 fue que resultara una sorpresa para tanta gente”.
Como el último libro de Thomas Friedman, Caída libre tiene un tono admonitorio. Stiglitz se indigna al comentar la hipocresía con que se calcula la tasa de desempleo oficial. Y contrapone una estimación propia, según la cual esa cifra alcanzó el 17,5 por ciento en octubre de 2009. Conviene recordar que autores como Amartya Sen sostienen que la desocupación es el problema más difícil de tolerar en Estados Unidos.
Pero Stiglitz alecciona con ironía. Como cuando transcribe las disculpas autoincriminatorias de banqueros como Dick Parsons, presidente del Citigroup: “Aparte de los bancos, había poca supervisión reguladora, se fomentaban los créditos a prestatarios no cualificados y la gente suscribía hipotecas o créditos con garantías hipotecarias que no podían permitirse”. Es decir: la culpa fue del gobierno y de los pobres. Que los bancos no hicieran las calificaciones de riesgo, se quedaran con las ganancias y se sacaran las hipotecas impagables de encima creando títulos “tóxicos” que distribuyeron por todo el mundo, globalizando la crisis, no tuvo nada que ver. Sin eufemismos, Stiglitz usa la palabra “fraude”.
Al momento de las propuestas, Caída libre incluye un capítulo sobre la necesidad de reformar las ciencias económicas, que dejaron de ser “una disciplina científica” para convertirse en “el principal hincha del capitalismo de libre mercado”. Tras apuntar al corazón del neoliberalismo y su doble dogma de la eficiencia de los mercados y la ineficiencia del Estado, avanza en tres frentes: la política monetaria, con observaciones clave sobre la inflación; las finanzas, con destacados aportes sobre las fallas de información de los mercados, tema por el que recibió el Nobel, y sobre la innovación. Sobre este último punto, es demasiado escueto, si se considera que Estados Unidos se ha quedado atrasado en tecnologías fundamentales como las energías verdes.
Con respecto a las políticas a instrumentar, además de criticar los rescates a bancos, Stiglitz cree que es momento de replanteos, dado que la economía global “ha estado al borde de la muerte”. Apunta los problemas de un sistema de remuneraciones para agentes financieros que sólo mide resultados inmediatos y los protege de las pérdidas; de las tareas que debería y no debería asumir el Departamento del Tesoro; de las erradas maneras de medir el PBI y de evaluar esa cifra, dado que no sirvió para prever el estallido de la crisis.
Pero, sobre todo, Stiglitz habla de una “crisis moral” y de la necesidad de ir en busca de una “nueva sociedad”. Sugiere incorporar indicadores económicos que incluyan salud y educación, como tiene el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo; y comenta sin malicia la noción de “felicidad nacional bruta” que implementó Bután. Habla del sentido de “comunidad y confianza” que se ha perdido en Estados Unidos, debido al “feroz individualismo” promovido por el modelo del libre mercado.
Por desoír voces como la suya, el país más capitalista del mundo tuvo que “socializar el riesgo”, al distribuir las pérdidas en lugar de las ganancias. ¿Lo escucharán esta vez?
LA NACION