Recuerdos de la guerra

Recuerdos de la guerra

Por Marcelo Rosasco
“¡No jodás, boludo!” El grito me salió sin filtro desde dentro de la carpa y tenía como destinatario al soldado clase 62 Liguori, a cargo de la última imaginaria de la madrugada del 2 de abril, quien no tuvo peor idea que despertarme tirándome de mis largas piernas con una arenga poco habitual hacia los integrantes de la carpa: “Dale, levántense, que tomamos las Malvinas”. Como joda para un soldado “nuevo”, (los de la 63, que están completando su primer mes de instrucción) vaya y pase, pero hacérsela a un boludo grande como yo, que llevo 13 meses adentro, y que día a día lo primero que hago a diana es arrancar la hojita del calendario para descontar, no me parece. Junto al soldado “hebreo” Crudo y a Botamedi nos la pasamos hablando de lo que vamos a hacer apenas nos den la libreta, dentro de unos 40 días, si los cálculos no me fallan, previsto para el 13 de mayo, curiosamente la fecha en la que terminamos la instrucción el año pasado.
Pero no. De golpe y porrazo, las Malvinas, de las que tengo un borroso recuerdo del manual Peuser de sexto grado, son de verdad, existen, y por obra y magia de una decisión de la Junta, las invadimos. Además, ¿de qué tendría que preocuparme yo, si en poco más de un mes me voy de baja? Buenísimo, entonces. Supongamos que las Malvinas son importantes y más importante es recuperarlas, eso mismo es lo que más o menos le digo a Liguori. Claro que cuando a las pocas horas llega la orden de levantar la instrucción de la clase 63 en el centro atómico de Ezeiza, donde estábamos, de manera urgente para volver al cuartel, le creo a Liguori. Y cuando en la carpa de la plana mayor veo la tele y miro la Plaza de Mayo llena de gente vivando a Galtieri… algo pasa. Y lo que pasa es que en una hora había que desarmar carpas, embalar fusiles y subirse a los Unimog para volver a La Tablada.
¿Esa Plaza de Mayo que veo es la misma que hace dos días también estuvo llena pero para ir a putear a los milicos en la marcha de la CGT? Yo, que ese día estuve guardado en un tanque cerca de allí, por si había que reprimir, ¿pasaba de ser un potencial hijo de puta por represor a reserva moral de la patria si me toca ir a Malvinas? Pero tranquilo: imposible que me manden. Si bien me comí 65 días de instrucción, una campaña de dos semanas en Campo de Mayo, coleccioné encierros por cualquier boludez, hay una lógica: soy un soldado privilegiado: laburo en las oficinas del regimiento como “escribiente”, soy asistente del edecán y en el año y monedas que llevo encerrado apenas tiré dos tiros.
El sábado 3 no es un sábado más en el 3 de Infantería. Lo que debía ser un día tranqui se convierte en un montón de gente que va y viene sin destino, con órdenes y contraórdenes, con noticias en un sentido y en otro, teletipos que llegan y van, con confirmaciones y desmentidas, pero una sola certeza hacia el atardecer: al finalizar las histéricas deliberaciones, quedará armada una sección con integrantes de los regimientos que componen la X Brigada, con asiento en La Plata. Su propio comandante, el general Oscar Jofre, la supervisa personalmente con celo de rotwailler, y hasta alcanzo a percibir que en plena revista de la formación hace sancionar a un oficial porque tenía el cuello de su chaqueta desaliñado. Definitivamente, para ir a una guerra, antes que nada hay que estar prolijamente vestido.
La certeza se diluyó como se disuelve cada mañana en el mate cocido con leche (hasta aquí, uno de los más gratos recuerdos que voy a llevarme de la colimba) el pedazo de pan del día anterior, en un instante. Lo que era apuro por ir a Malvinas se transforma de golpe en un cono de incertidumbre, que da lugar a un impasse. De vuelta, los rumores, las especulaciones, los valientes que quieren embarcar y los cobardes que empiezan a rezar. La historia que dura un día, dos, tres… y completa una semana.
Semana Santa no puede ser tan cruel. No vendría nada mal que ese acuartelamiento que suena impostado al que nos someten desde el lunes tenga un corte. Es desgastante y malintencionado, y a esta altura, que engañen a los pibes de la 63, pero a mí que no me la vengan a contar. ¿Justo ahora se les ocurre usar la invasión de Malvinas para hacernos creer que vamos a una guerra? ¿A 40 días de la baja? Por más que los diarios y la radio hagan patrioterismo, no les creo. Los militares serán lo que serán pero tienen un límite, pienso. Son loquitos a los que les encantó flagelarnos haciéndonos arrastrar entre cardos, inculcarnos el odio a los chilenos, insistirnos con el “izquierdo, derecho, izquierdo… ¡redoblado!”, que tan bien aprendieron algunos (yo no, decididamente soy de madera) para marchar, o aleccionarnos con historias acerca de lo mala que es la clase política. Pero ni ahí de atreverse a tanto. Pero esta vez, me termino convenciendo, va en serio.
La noche del jueves se hizo larga en medio de recuerdos y citaciones a los que se habían ido de baja. Algo no cierra. Y cuando a eso de las 4 de la mañana las patadas de los suboficiales casi tiran abajo la puerta de la oficina al grito de “a la compañía ya, que hay que alistarse para volar a Malvinas”, literalmente se me frunció el culo.
Cuesta entender que esa baja tan soñada, ansiada, esperada y necesaria corra peligro. Acudo al autoengaño y saco cuentas: “Si nos vamos el 10, el 25 podemos estar de vuelta; o de máxima, regresar el 10 de mayo, un mes como para desplegar un par de ejercicios tácticos, y de paso decirles el día de mañana a mis hijos que fui a un lugar que para mí no existía. Eso sí, nos postergarían la baja una semana o dos a lo sumo”. Pobre de mí.
Son las 11 de la noche del sábado 10 de abril. En todo el día no pude ni siquiera llamar a mi vieja para decirle “feliz cumpleaños”, imagino que en un futuro no muy lejano a alguien se le ocurrirá inventar un aparatito portátil que sirva para poder comunicarse con quien se quiera y cuando se quiera, pero supongo que lo hago para evadir ese momento. Mientras, en la plaza de armas del regimiento, cerca de 500 pibes de otras compañías saltan como locos al grito de “los vamo a reventar, los vamo a reventar”, o “el que no salta es un inglés”. Claro, el Mundial 78 dejó su marca y se viene el de España, que hay que ganar porque mantuvimos el equipo que salió campeón y encima con Maradona. Me pregunto qué pasará de verdad por la cabeza de esos pibes. Quién les habló de Malvinas. Qué argumento sostienen para postergar la baja con tal de ir a una “guerra” que sabemos no será guerra.
No recuerdo haber tomado nunca el colectivo de la línea 55, pero jamás hubiera imaginado subirme a uno de ellos que está fuera de circulación con destino a la base aérea de El Palomar. El viaje es inmenso; en el medio, mi estómago se convierte en un concierto de retorcijones, y mi negación a asumir que la proximidad de mi baja se esfuma como agua entre los dedos; y en la llegada, de golpe se me cae una imagen de la película Hair, cuando el protagonista embarca rumbo a Vietnam. Ese mismo me sentí yo cuando me encaminaba a subirme al Hércules de la Fuerza Áerea, que 10 horas después aterrizó en Port Stanley, o a partir del 2 de abril, Puerto Argentino.
La primera impresión que tengo de Malvinas es la vieja sentencia del mago: “Nada por aquí, nada por allá”. Apenas piso su suelo, cualquiera de los cuatro puntos cardinales me ofrecen el mismo panorama: un vacío desolador complementado con ráfagas de viento de no menos de 50 kilómetros por hora que me golpean en la cara sin que yo atine a dar respuesta. “¿Y qué vinimos a hacer acá?”, alcanzo a preguntarles a dos ocasionales compañeros de vuelo. La respuesta de ambos fue desesperanzadora: “A perder el tiempo”. Como para no pensar demasiado en esa respuesta, hay que caminar cerca de ocho kilómetros a nuestro lugar de destino, cargando un bolso que pesaría como mínimo 10 kilos. No suena nada alentador. Por suerte, en mitad del recorrido, varios nos subimos a un camión que nos agiliza el trámite. Siento que desde algún lugar empiezo a ganar mi propia guerra.
Jamás hubiera imaginado que sería capaz de cavar trincheras con la inoperancia de un intelectual, como despectivamente nos llamaban en el regimiento a quienes teníamos estudios universitarios, pero con la convicción de un maestro mayor de obras. No me caracteriza el optimismo, pero me las ingenio para desarrollar un instinto de supervivencia que me será clave a medida que avance el tiempo. Sé que no me voy a morir, ni que voy a sufrir junto a mis compañeros, pero mi paciencia instala una fecha arbitraria de vencimiento: si llega septiembre y todavía estoy en las Islas, cavando pozos de zorro, haciendo imaginarias de la nada, comiéndome el coco por cualquier comentario que anda dando vueltas por ahí, tragando el mismo guiso tibio todos los días sin interrupciones que de a poco empieza a agujerear mi estómago, entonces sí: en ese tiempo voy a enloquecer.
La primera prueba de templanza la tengo el 13 a la noche. Es mi primera imaginaria en una esquina relativamente céntrica de la ciudad, de 9 a 11, que es lo mismo que si fuera de 1 a 3 o de 3 a 5 de la madrugada; la ciudad es un lugar fantasmal; nadie camina por allí, y sólo el viento que se las ingenia una vez más para que las luces de neón colgadas de las esquinas se muevan como un sonajero y nos hagan mear encima del miedo minuto a minuto, dándoles la voz de alto. Los ingleses ni siquiera están en camino, pero el cabo Julio Rodríguez nos alerta de que, tras la toma del 2 de abril, andan diseminados por la ciudad dos marines que no fueron capturados, y se teme que se venguen de cualquier manera.
Pasan los días y nadie es capaz de darnos una información más o menos cierta del cuadro de situación. Básicamente, porque nadie tiene información cierta; ni por qué estamos allí, ni cuándo nos vamos, ni si vienen los ingleses o si se trata de un ejercicio más de maniobras de los que hicimos el año pasado. Como fuere, la primera señal concreta la recibimos de los propios ingleses la noche en que sentí que algo de todo lo que estaba creyendo estaba a kilómetros de la realidad. Instalado en mi trinchera (algo así como un monoambiente, con paredes tapizadas de madera de cajones de manzana y techo de chapa), y mientras trataba de conciliar el sueño, llega un “buuum” que me estremece; venía de lejos, pero fue suficiente para que a unos 100 metros de mi posición estallara un infierno de órdenes, ruegos y cañonazos cruzados. Era la primera vez que los barcos ingleses se acercaban a aproximadamente 500 metros de la costa para ir tanteando el terreno para un desembarco, y de paso empezar con la acción psicológica. En el tiempo que me toque quedarme en las Islas no voy a llorar y a rezar tanto como esta noche. Por primera vez en mucho tiempo necesito a Dios. Ese mismo Dios que el 1º de mayo, fecha oficial del primer ataque inglés, debe andar necesitando el piloto de un avión argentino derribado por tropas…. argentinas, que se lo confundieron con un avión inglés, en un lamentable error de inteligencia. Por las dudas, todos salimos a las calles de Puerto Argentino a festejar, en una postal idéntica a cualquiera de las del Mundial 78. Evidentemente, no estamos tan locos los que comparamos esta situación con la del Mundial 78.
La mañana en la que con mi sección vamos en busca de materiales para reforzar las trincheras veo a la muerte de cerca. Todo lo que yo me imaginaba acerca del frío cae sepultado ante la evidencia de una lluvia granizada, para colmo con la compañía de un ventarrón. Y nosotros, cuatro en total junto al capitán Ceballos, apenas guarecidos con unas chapas que apenas podíamos sostener. No sentir las manos y los pies es algo muy feo, sin dudas; sobre todo, cuando la ropa está empapada, la única fuente de energía son unas pastillas de frutilla y para estar cerca del calor faltan dos kilómetros. Por suerte, el viejo Crudo y Damián Cataldi, que hace una hora eran tremendos turros por haberse borrado de la patrulla, ahora son semidioses cuando descubrimos que habían armado un fuego con turba y madera que andaba dando vueltas por ahí. Creo que a ellos les debo parte de la chance de seguir vivo.
Los bombardeos ingleses no pasan de intimidaciones pero joden. Y lo que al principio era una novedad, ahora se convierte en una costumbre por la que ni me mosqueo. Si hace tres semanas necesité a Dios con desesperación, ahora siento que podría dejar de joderme y cortar con tanta incertidumbre. Pasan los días y, si bien sigo con la moral alta, septiembre no queda tan lejos; algunos compañeros empiezan a ensayar apocalípticas despedidas, preparan testamentos, piden que los que volvamos nos ocupemos de sus familiares. La cocina de campaña, un poco por precaución, y otro tanto por el frío y la lluvia que empiezan a hacer intransitables los caminos, ya no llega a la primera línea, donde están las compañías A, B y C de combate. Sigo siendo un privilegiado que por la posición que ocupo sigue comiendo guiso duro y recalentado de hace dos días, pero al menos como. No como los chicos apostados en el frente que dependen de la aparición de alguna oveja para carnear, o que tienen que escaparse hacia donde estamos nosotros para revolver tachos de basura o apelar a la mendicidad. Yo los vi.
Que haya tantos soldados “escapados” de sus trincheras molesta al general Menéndez, que hace montar un operativo cerrojo para evitar que se saqueen las casas de los kelpers en busca de alimentos. El que vulnere ese cerco, zas: arresto, estaqueo, consejo de guerra, y todo lo que contemple el Código de Justicia Militar de acuerdo con la gravedad del asunto (o de los robos a las viviendas, para decirlo sin tantas vueltas). En eso somos derechos pero no tan humanos, como con el aseo (aunque no haya agua para todos), la formación de todas las mañanas o estar afeitados.
Soy uno de los tantos “afortunados” en controlar que mis camaradas no pasen hacia la ciudad. Mi preocupación es que nadie me sorprenda cuando hago la vista gorda cuando aparezca algún infiltrado, mientras lo persuado de que deje lo que se robó y desaparezca como si no hubiese pasado nada.
De tanto que paso las tardes frente a la misma esquina, me siento parte de ella. Particularmente, me llama la atención un kelper de unos 65 años, al que le falta una pierna, y todas las tardes sale a la vereda junto a su esposa. Al principio nos miramos de reojo, como desconfiándonos con recelo; después llega un “good morning” que ensayo con mi inglés básico. El sólo hecho de que el viejo no se vista como todos nosotros me da aire, lo siento un confidente, aunque para muchos pueda ser el enemigo. Mi olfato no se equivoca: me confiesa que es un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que perdió su pierna en una batalla y se compadece de nosotros por lo tiernos y faltos de experiencia que le parecemos. A tal punto lo conmuevo, que al día siguiente me ofrece un cortado y un tostado de canuto, y al otro día, me regala un pulóver tejido por su esposa, porque sentía que me estaba muriendo de frío y se despide con una advertencia: “Tengan cuidado porque los ingleses están cada vez más cerca, y vienen por todo”. Le agradezco el consejo, lo palmeo en el hombro y le espeto un “descuide, pero usted debe estar mal informado”. Me voy, apiadándome de Frank (así se llama). Vamos ganando. Eso escucho todos los días por radio y me dicen los altos mandos.
Jorgito Soria era el cafetero de la plana mayor (mi destino dentro del RI 3); con él y Julito Piray compartimos días y noches enteras de vigilia esperando que los jefes tuviesen misericordia de nosotros y nos dejaran ir más o menos temprano a nuestras casas. Jorge tuvo suerte y se fue en la primera baja. Igual que Julio Cao, un pibe al que traté poco pero que tenía unos valores éticos, seguramente porque era un poco más grande que nosotros y era maestro. Los dos fueron reincorporados para ir a Malvinas. Antes de irse, Cao les dejó una carta a sus alumnos, quizá premonitoria. Ambos murieron en combate. Los mandaron a ocupar posiciones para las que no estaban preparados. A Jorge lo despedazó una mina. Quiso el destino que me tocara llevar parte de sus huesos en una palangana hacia la enfermería. Que en paz descansen.
Junio siempre me pareció un mes de mierda. No me gusta el frío, me hace acordar a las peores épocas de la escuela, cuando no alcanza la ropa para contener tanto frío, los días son cortos y me dan tristeza, y este año encima estoy en Malvinas. Nunca en mi vida vi nieve, por ese lado me gana la curiosidad, pero cuando caigo en la cuenta significa que mi estadía se puede prolongar y que falta menos para septiembre, mes en el que si no me matan antes, mi capacidad de resistencia dirá basta.
Los ingleses ya están entre nosotros. Definitivamente, estamos en guerra, y aunque los bombardeos son rutinarios, es hora de tomar conciencia de que la mano viene mal. Para colmo, las dos mudas de ropa con las que llegamos ya no resisten, empieza a escasear la comida, hay apellidos conocidos entre los heridos, los nombres de los montes donde se combate cuerpo a cuerpo (Supper Hill, Tambletown, Dos Hermanas, Longdon) se tornan familiares entre nosotros, a tal punto de que los distinguimos a lo lejos desde nuestra posición como si fuésemos profesores de geografía.
El único bálsamo que encuentro es que comienza el Mundial de Fútbol, pasión de multitudes, en el que la Argentina quiere revalidar el título. Maldigo no estar en casa para ver los partidos, lejos de toda pesadilla. No va a poder ser, aunque el destino…siempre el destino, me guarde una carta: el 10 de junio debuta Argentina, contra Bélgica. Y el 10 de junio los ingleses detectan una batería antiaérea ubicada a unos 300 metros de mi posición y hacen fuego insistentemente. La solución estaba en una trinchera en la que debíamos esperar que cesara el fuego cruzado. Y la solución también estuvo en una radio que apareció de milagro, en la que a duras penas pudimos sintonizar al gordo Muñoz en pleno relato del partido. Escuchar hablar de Passarella, Kempes y Maradona en medio del infierno es tocar el cielo con las manos. Más que nunca, el fútbol es elogio de los pueblos. Aunque me alcanza con salir del pozo para transportar unas municiones y sentir cómo en mi pantorrilla rebota un pedazo de tierra que voló producto de una esquirla para aterrizar de golpe.
“Mirá que lindo, parecen fuegos artificiales. Se ve que de un lado tiran y del otro responden”, describía alelado Pascual Currao, mientras mirábamos en plena evacuación de nuestras posiciones cómo el cielo se convertía en una enorme constelación de luces de bengalas y balas trazantes, dignas de un planetario. La noche ya es profunda en más de un sentido; los ingleses nos respiran en la nuca y los pronósticos no son nada alentadores. La mejor constatación la tuvimos al amanecer siguiente, cuando volvimos a la posición y descubrimos que estaba hecha un colador por la cantidad de esquirlas que la habían atravesado en los bombardeos nocturnos.
Puerto Argentino es la imagen de la desolación. Un relator de box diría que falta el golpe de nocaut. No hay defensa sobre la ciudad porque los soldados que quedamos somos enviados a cubrir las posiciones que dejaron nuestros camaradas en el frente de batalla. Ellos están definiendo la suerte en el combate cuerpo a cuerpo. Me cuesta explicar lo que siento al ver miles de cascos sin dueño desparramados por la cabecera de playa. Si los ingleses, pertrechados para una guerra de las galaxias, con sensores en sus uniformes y morteros manuales, pasan por sobre esos soldados, vienen por nosotros. Y lo peor es que pueden venir por tierra o por aire. Eso es lo que nos advierte el sargento Salvatierra, que hasta dos días se jactaba de haber sido héroe en lucha contra la subversión en Tucumán, pero que ahora destila cobardía por los cuatro poros.
No nos queda más que las raciones frías y el agua que tomamos es de un lago congelado, a la que hay que purificar con una pastilla de cloro, que nos las hace evacuar casi al instante. En el pozo que conseguimos caben tres personas pero somos seis, una encima de la otra. Hay que darse calor y ánimo, pero puede ser contraproducente: en caso de escapar nos pasaríamos uno encima del otro y moriríamos asfixiados. Nadie quiso hacer guardia ni pegó un ojo, sobre todo porque si los cerramos, al abrirlo podemos encontrarnos con el enemigo cara a cara. La noche no pasa nunca y el frío trae consigo las primeras neviscas. El amanecer llega con el desahogo del cese de fuego, y las noticias de decenas de compañeros muertos o heridos en el frente de batalla.
“Lo primero que tienen que tener en claro es que no hay que hablar con el enemigo, ni dejarle nada para que pueda utilizar.” Eso implicaba desde destruir todas las armas y elementos de logística hasta devastar los enormes galpones llenos de alimentos. Es difícil lo que a uno le pasa por la cabeza cuando está 45 días sin comer nada como la gente y de buenas a primeras tener a disposición un supermercado entero. Más difícil es comprender por qué tenemos que quedarnos una semana prisioneros en el aeropuerto a la espera de que nuestros barcos nos vengan a buscar. Parece que los ingleses son más sensatos (y no quieren problemas) y en dos días liquidan la cuestión.
El Canberra puede ser el barco soñado para un crucero por el mundo, pero esta vez es la mejor solución para huir de una pesadilla. Cuando embarcamos en él, muchos sentimos que Dios finalmente se había hecho cargo de nosotros. Curioso: el enemigo se convertía en nuestro mejor aliado. Una vez adentro, y pese a que somos el doble de tripulación que la permitida, todos nos bañamos, comemos tres veces por día y descansamos. Quienes nos custodian nos felicitan porque no entienden que hayamos ido a la guerra “por la patria”. Se contextualiza: ellos son profesionales que a los 24 o 25 años ya llevan cinco o seis de profesión. Nuestros suboficiales se enojan porque los ingleses los hacen barrer el lugar que habitamos como un pequeño “reconocimiento” hacia nosotros, y prometen vengarse de quienes se burlen de ellos. Los oficiales van encerrados en la bodega para evitar posibles amotinamientos.
La llegada a Puerto Madryn nos pone frente a una evidencia: terminó la guerra, pero no la pesadilla. Lo que debería ser un trámite se vuelve una odisea. A las 5 de la mañana de un domingo, en Campo de Mayo, un general muy prolijo y perfumado nos quiere hacer creer que vamos allí adentro en cuarentena; otro oficial nos comunica que podremos recibir vistas recién dentro de 48 horas de regreso al regimiento; en La Tablada, otro oficial nos advierte que quien tenga alguna queja sobre cómo nos trataron tenga a bien dejarlo asentado por escrito. Vuelvo a mi casa en colectivo, con la misma ropa con la que había viajado en el Canberra. Me bajo en Congreso y camino por Callao las cinco cuadras que hay hasta Corrientes en medio de la indiferencia de la gente que me mira como si volviera de una fiesta de disfraces. En la tapa de los diarios se leía acerca de la goleada de la Selección contra Hungría en el Mundial; sólo un recuadro consignaba que por estos días se produce el regreso de los combatientes de Malvinas. A esta altura, siento que los únicos que me entienden son mis viejos y un puñado de amigos que me estaban esperando.
EL GUARDIAN