Las ‘expectativas racionales’ de Robert Lucas

Las ‘expectativas racionales’ de Robert Lucas

Por Holman Jenkins
nfrentémoslo, la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago -la que tiene todos los Premios Nobel, la que se asocia con Milton Friedman, la que se conoce por su confianza en los mercados y su escepticismo en el gobierno- ha sido vapuleada en ciertos aspectos desde que explotó la crisis de activos riesgosos en Estados Unidos.
Sin dudas, la crítica depende de interpretar erróneamente lo que significa la palabra “eficiente”, como en la “hipótesis de mercados eficientes”. No importa. La escuela de Chicago hoy debería estar alardeando sobre otra de sus grandes contribuciones, las “expectativas racionales”, que ayudan a entender por qué las políticas del gobierno estadounidense no logran reanimar la economía.
Robert E. Lucas Jr., de 74 años, no inventó la idea ni acuñó el término, pero hizo más que ningún otro por explorar sus ramificaciones para el modelo económico estadounidense. Las expectativas racionales es la idea de que la gente mira hacia adelante y usa su inteligencia para tratar de anticipar condiciones futuras.
Es obvio, diría usted. Cuando Lucas finalmente ganó el Premio Nobel en 1995, fue la profesión de economista la que dijo que era obvio. Para ese momento, nadie aparecía de forma más prominente en la lista corta del honor más alto para la profesión. Como lo dijo más tarde el economista de Harvard Greg Mankiw en The New York Times: “En los círculos académicos, el macroeconomista más influyente del último cuarto del siglo XX fue Robert Lucas”.
Lucas visitó la Universidad de Nueva York a comienzos de septiembre para dictar un mini curso, así que me lancé a entrevistarlo. Hay dos cosas en su mente y están conectadas. Una en la incapacidad de las economías europea y japonesa, luego de su crecimiento enérgico en los primeros años de posguerra, de alcanzar a EE.UU. en PIB per cápita. La brecha del PIB, que en su momento parecía destinada a cerrarse, misteriosamente dejó de reducirse luego de 1970, aproximadamente.
El otro tema en su mente es la recuperación tambaleante de EE.UU. tras la recesión de 2008.
Para la mejor explicación de lo que sucedió en Europa y Japón, se refiere a la investigación de otro Nobel, Ed Prescott. En Europa, los gobiernos suelen apropiarse de 50% del PIB. La carga de pagar por todo esto cae sobre los trabajadores en la forma de altos impuestos marginales y, en particular, sobre mujeres casadas que de otra forma considerarían ir a trabajar y ganar un segundo ingreso para sus hogares. “El estado de bienestar es tan costoso, que simplemente rompe la conexión entre el esfuerzo del trabajo y lo que se obtiene a cambio, el estándar de vida”, afirma Lucas. “Y realmente los está afectando”.
En cuanto a EE.UU., afirma: “Una economía saludable que cae en recesión tiene durante un tiempo un crecimiento más alto que el promedio y luego recupera la línea de la tendencia previa. No hemos hecho eso. Tengo muchas sospechas pero poca evidencia. Creo que la gente está preocupada por los impuestos altos, por tratar de hacer pagar a las empresas por el fracaso del plan de salud de Obama, que se producirá, el hecho de que las cuentas no van a cuadrar. Pero nada de esto ha sucedido aún. No se puede ver la evidencia. Los impuestos aún no han subido realmente”.
En este punto, los seguidores de Krugman están teniendo un aneurisma. El debilitamiento de la economía estadounidense, insisten, se debe al fracaso del gobierno para pedir prestado y gastar lo suficiente para darle uso a la capacidad inactiva mientras las familias y las empresas “se desapalancan”. En un mundo keynesiano, donde el gobierno incentiva la demanda con una inyección de gasto deficitario, se supone que las cifras deben mostrar actividad, que las compañías deben contratar más e invertir más y los consumidores consumir más.
¿Pero qué pasa si las cifras no responden como prescribe el modelo? ¿Qué pasa si las empresas reaccionan a lo que ven como una explosión temporal y artificial en la demanda al hacer rendir más a sus trabajadores y sus equipos existentes, o al aumentar los precios? ¿Qué pasa si las compañías y los consumidores responden a un frenesí de préstamos del sector público volviéndose temerosos de la estabilidad financiera del propio gobierno? ¿Qué pasa si se suman al movimiento pro austeridad “tea party”? Y con “tea party” me refiero a la manifestación de consumidores y empleadores en el mundo real, que ante un estímulo no se comportan de la forma en que el modelo keynesiano dice que deberían actuar.
A comienzos de los años 60, Lucas y sus colegas no intentaban socavar las recetas convencionales cuando empezaron a pensar en cómo podría responder el público -posiblemente de formas inconvenientes- ante señales sobre las intenciones del gobierno. Según recuerda, simplemente intentaban hacer que los modelos funcionaran. “Alguien toma una decisión entre el presente y el futuro. Se obtiene un título universitario que va a dar frutos a través de mayores ingresos más adelante. Se hace una inversión y rendirá más adelante.”
“Si uno va a escribir un modelo matemático, se debe tener en cuenta este tema. ¿De dónde se supone que salen estas expectativas? Si uno simplemente las inventa, entonces se puede conseguir el resultado que uno quiere”.
La solución, que parece obvia, es asumir que la gente usa la información a mano para juzgar de qué forma mañana podría ser similar o diferente a hoy. Pero seamos precisos, no caer en la brecha entre “gente de procesador de texto” y “gente de hoja de cálculo”, como lo expresa Lucas. Nada se asume: los datos son examinados para ver cómo los cambios en índices fiscales y otras variables influyen decisiones de trabajo, ahorro e inversión.

Friedman y Obama
Lucas recuerda a Milton Friedman, con quien tomó un curso en su primer año de posgrado, como un “profesor increíblemente inspiracional”. “En verdad me cambió la vida”, afirma. Friedman, recuerda Lucas, era un escéptico de la curva de Phillips, la idea keynesiana de que cuando las empresas ven un aumento de precios, asumen que la demanda por sus productos está subiendo y contratan a más trabajadores, aunque la verdadera razón por el alza de los precios sea inflación.
Le pregunto si es verdad que votó por Barack Obama en 2008, supuestamente la segunda vez que ha apoyado a un demócrata para presidente. “Sí… Esta (historia de racismo) ha sido la peor mancha de este país. Y de la noche a la mañana aparece este hombre encantador e inteligente y la borra. Fue grandioso”.
“Pensé que iba a ser más como Clinton en términos económicos y políticos. Me sorprende lo tan cerca a la izquierda que está y cuánto se ha aferrado a ello, diría, a un alto costo para él mismo”, dice sobre Obama.
Refrescante, hasta vigorizante, es el escepticismo de Lucas sobre la historia del “desapalancamiento” como la suma de todos los males económicos de EE.UU. “Si la gente comienza a construir muchos edificios altos en Chicago o cualquier lugar y nadie compra las unidades, obviamente el sector de la construcción se va a parar por un tiempo. Si se construye algo en exceso, eso no es el problema, de cierto modo es la solución. Es una pena pero no es un tema de vida o muerte, la burbuja inmobiliaria”.
En cambio, el shock se produjo porque complejos valores ligados a hipotecas emitidos por Wall Street y “certificados como seguros” por agencias de calificación de riesgo se habían vuelto “parte del suministro de liquidez del sistema”, sostiene. “De pronto, gran parte de todo esto resulta ser una mentira. Es el aspecto financiero que fue instrumental en el derrumbe de 2008. No creo que sólo el sector inmobiliario, si no fuera por estas emisiones y el rol que jugaron en el sistema de liquidez”, hubiera sido un golpe debilitador para la economía.
Lucas cree que Ben Bernanke actuó correctamente al apuntalar el sistema. Ni siquiera le parece mal el primer plan de estímulo de Obama. “Si cree que Bernanke hizo bien al poner en circulación un billón de dólares, ¿por qué es mala idea que el Ejecutivo ponga en circulación un billón de dólares? No es inapropiado en la recesión poner en juego dinero e intentar que el gasto no baje demasiado, e hicimos eso.”
Pero eso fue en aquel momento. Al menos en EE.UU., los problemas de liquidez que aparecieron en 2008 fueron enfrentados tiempo atrás. Repetir el ejercicio ahora con artilugios temporales de impuestos y gasto significa producir lo opuesto al efecto deseado en consumidores y empresarios, quienes ahora ya volvieron a ver la situación con perspectiva a más largo plazo. Lucas afirma: “El presidente se sigue concentrando en cosas transitorias. Dice con resentimiento, ‘Bueno, conservaremos los recortes impositivos de Bush por un par de años’. Está mal decir eso. Lo que me importa es de cuánto será la tasa fiscal cuando mi proyecto comience a dar frutos”.
Lucas se estremece un poco cuando le pregunto qué consejo le daría a Obama. De todos modos, da una respuesta. Repasa una breve disertación sobre el trabajo de colegas -Martin Feldstein, Michael Boskin, otros- a quienes les da el crédito por liberarlo a él y otros economistas de una presunción juvenil de que los impuestos tienen poco efecto sobre la cantidad general de capital en la sociedad. Una lección para Obama podría ser: si quiere estimular el crecimiento de la inversión, la productividad y el ingreso, recorte los impuestos sobre el capital.
No espere que la idea aparezca en el próximo discurso de Obama sobre la economía.
LA NACION