19 Apr La punta de la aguja
Por Cristian Alarcón
No fue una infancia feliz.
El maestro José Luis Padilla lo dice acomodado en su poltrona del piso superior, en la Casa del Vuelo, en Caballito. Lo dice en ese tono madrileño que le sale como si lo hubiera ensayado, como le salió durante tres días ante los 370 acupunturistas que lo vinieron a ver de lejanas ciudades, de países cercanos, para aprender sobre cómo las agujas pueden sanar, sobre cómo el dolor puede volar y desaparecer. Lo dice y cuenta como un cuento esa vida eterna que parece haber tenido, como si este hombre barbado fuera de otro tiempo, de un tiempo milenario, antiguo como la medicina que profesa y dice en chino mandarín.
-Somos de familia gitana, no somos muy bien vistos, sabrás.
Su padre fue ebanista, su madre una mujer capaz de levantar paredes con hormigón armado, de criar perros y gallinas, de darle amor aun en su brutalidad. La gitana tenía un genio endiablado, pero cuando el niño enfermó, cuando apareció aquel tumor en un riñón, ésa fue la mujer que lo cuidó. Pasó cuatro años postrado en la cama. Casi no fue a la escuela, aprendió a leer solo. Su padre le acercó algunos libros “para grandes” y le dijo: ahí te dejo esto para que aprendas. Aprendió. No había más que hacer. No fue una infancia feliz.
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-Maestro, ¿cómo cree que seremos en el futuro?
-Seremos más adaptativos, más creativos, y sin prejuicios. A pesar de que se divulga el individualismo, lo cierto es que las personas cada vez se interesan más en el otro. Los que tenemos una perspectiva holística no recordamos una cosa parecida: hay un crecimiento de lo esotérico, de lo mesiánico, pero también hay personas honestas que dejan lo religioso por una actitud más espiritual, un hacer solidario, amoroso. Con distintos nombres hay movimientos en todo el mundo que buscan lo mismo: sentirme universo con todo lo que me rodea; que el otro se vea en mí. Si a nivel material ocurre, a niveles sutiles, más.
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La familia Padilla supo un día que el padre haría la de Colón: zarparía hacia el nuevo mundo, del Puerto de Palos, en una nave enclenque. La guerra civil había terminado y don Padilla había sido del bando de los perdedores. La miseria avanzaba como una plaga de langostas. El futuro estaba del otro lado del océano. Su padre salió de España en un velero de tres palos. Demoraron casi el mismo tiempo que el descubridor. Llegaron a la costa venezolana, el capitán se entregó a las autoridades por invasor, los tripulantes hicieron su vida. Se instalaron. Pasaron dos años: los niños Padilla y la señora Padilla pensaban que el hombre de la casa no volvería a Madrid, cuando llegaron, por correo, unos pasajes de avión a Venezuela.
-Volamos, sí. Y llegamos a un lugar espantoso, al desierto. ¡Monte y culebra era eso!
La madre vio la tierra yerma y quiso protestar. En Madrid eran pobres, pero ese moridero era demasiado; no tenía por qué soportarlo. Don Padilla no tuvo contemplación:
-Esto es futuro. Lo otro es pasado. Si no te gusta, te marchas; pero te llevas a los niños -le dijo.
La madre se quedó. Los niños también. Allí estuvieron hasta que terminó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en el 58, y el joven Padilla regresó a la patria, sano, curado milagrosamente por el amor maternal de esa ruda mujer.
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La medicina llegó a la vida del maestro con su propia enfermedad. Ese niño dolorido llegaba a los hospitales venezolanos a la madrugada, con esa madre brutal, y esperaba en silencio que llegara su turno. Ver al médico, dice ahora el doctor Padilla, era como ver un santo, con esas batas blancas. Verlos era esperar la sanación.
Padilla entró a la facultad de Medicina cuando el general Francisco Franco ya tenía anticuerpos en Madrid. Al poco de comenzar era uno de los dirigentes de los primeros corpúsculos antifranquistas de la Universidad Complutense. Se recibió y profundizó en cirugía pero terminó por seducirlo la psiquiatría.
-Mis primeros errores fueron meterme con el psicodrama, y con terapias de grupo que hacía con obreros y con jóvenes. Apenas comenzaba a meterme con la medicina china cuando ya para otros colegas era un hechicero, un brujo, un embaucador.
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Cuarenta mil personas por día se atienden con agujas de Nei Jing en dos ciudades de Perú, cinco de México, cinco de Venezuela, nueve de Colombia, una de Ecuador, dos de Santo Domingo, cuatro de Brasil, cinco de España y tres de la Argentina: Buenos Aires, Escobar y Mar del Plata. 200 mil por semana. 800 mil por mes. Sólo así se comprende esa sala del Complejo La Plaza repleta de gente escuchándolo durante tres días.
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El maestro entró a Oriente por Corea del Sur. Lo llevó otro médico español, ya iniciado en la lectura de los ideogramas, cerca del libro sapiencial, el Nei Jing. El contacto era un médico de barriadas, el doctor Sunuki, de la Universidad de Seúl. Sunuki lo llevó a un sector popular de la ciudad en el que reinaba la pobreza y habitaba la enfermedad: Noriangi. Las casas eran de cartón y lata, los niños delgados y desnutridos, las madres múltiples y silenciosas.
-Aprendimos atendiendo toda la noche, eran largas filas. Fue un entrenamiento muy fuerte, brutal.
Después vinieron China, y sobre todo el esfuerzo por traducir los ideogramas de los resonadores al español. Hasta los setenta había dos libros de dos argentinos que se habían acercado a la verdad del libro Nei Jing, pero aún no lo habían traducido. La vida de este hombre de casi 70 años ha cambiado desde su iniciación en la medicina tradicional china. Fue tras haber estudiado como nadie ese libro en el que se guardan las enseñanzas milenarias de los resonadores: aquellos puntos del cuerpo humano conectados con los órganos y zonas en las que se manifiesta la enfermedad. Padilla estudió entonces sin parar: se tituló en Medicina Tradicional China por el Instituto Nacional de Acupuntura en Taipei, Taiwan; luego buscó maestros en Guananmen, Pekín y en el Departamento de Acupuntura de Enfermedades Metabólicas de Shanghai. Y completó el espiral oriental en Hanoi, Vietnam; Kyoto, Japón para culminar en la Universidad del Dolor, en Osaka, Japón.
La persistencia como poder, ése parece ser el camino del gurú. La situación en China, la potencia mundial, ha cambiado para la acupuntura: la obsesión de los médicos chinos y de sus universidades es lograr que la medicina tradicional sea reconocida a nivel mundial y equiparada a la occidental. En ese camino lo milenario y fundante parece quedar detrás de los indicadores de gestión de la salud y la tecnología que lo puede cuantificar. El maestro Padilla, con su tono de eses salidas de una película de Alex de la Iglesia, es más chino que un médico chino joven de Pekín. Su trabajo ha sido no el cuerpo, sino el lenguaje. Por eso habla de verso genética, de la capacidad transformadora de la palabra de la bondad. Dedicó diez años a leer los ideogramas que nombran a cada resonador: a traducirlo al español y orarlo sobre el cuerpo del otro antes de que cada aguja penetre en el organismo. Cuando trabaja con niños, para evitar la invasión de esa carne infantil y un atisbo de dolor, sólo toca con la yema del dedo el punto y dice la palabra, las palabras llenas de metáforas de la vida natural. Así es como nombra al sexo, por ejemplo: soplo espiritual sensible.
-A través de la divina indiferencia alcanzamos la puerta del alma que te permitirá no tener el vacío de tu espíritu, por ejemplo. Fue en un pequeño pueblo de Burgos, y los resultados fueron muy buenos. A partir de ahí se comenzó a pedir a los alumnos que lo repitan. “La boca del tigre, se abre la barrera, y llega al palacio de los dones”, por decirte algo en este instante.
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-Maestro, ¿con quién suele viajar?
-Suelo viajar con afectos. Ahora lo hice con la doctora Acosta.
-¿Está casado?
-Tengo siete hijos, con tres mujeres.
-¿Sigue casado con alguna de ellas?
-Pues, de ellas, de las que son madres de mis hijos, estoy con dos. Tengo un lío ahí.
-¿Qué lío?
-Ahora comparto sentimentalmente mi vida con cuatro mujeres. Cada una con su vida. Son todas independientes, cada una vive en su sitio.
-¿Cuánto tiempo lleva con ellas?
-Con la que menos, 17 años. Con la que más, 30.
-Es una forma de poligamia.
-Pues, mira, ni me he planteado que soy polígamo. Ni creo que ellas lo hayan hecho. Lo único que sé es que para mí supone un esfuerzo las 24 horas, sobre todo para que todo sea armónico, para que no haya tensiones ni violencias.
– ¿Cómo lo sostiene?
-Pues no lo sé, pero antes no éramos cuatro, éramos seis. Si seguimos es porque hay suficiente alegría o amor que nos hace diferente la existencia. Cuando uno está es porque quiere estar. Es un salto cualitativo. El salto de la sinceridad, del no ocultamiento. Mantener el engaño en cualquier aspecto de la vida te quita el disfrute. Cada quien tiene su hacer.
EL DEBATE