La muerte del contrato social

La muerte del contrato social

Por Nadim Shehadi
El año 2011 marcó el fin del siglo XX. Dentro de 50 años, un historiador analizará las protestas de 2011 y describirá la crisis global como un síntoma del fin de un fenómeno exclusivo del siglo XX: el Estado tomó un control sin precedente sobre las vidas de los individuos, y su rol creció de manera desproporcionada hasta que finalmente se fracturó.
En Europa y en otros lugares se han dado variaciones de un contrato social: el Estado prometía empleo, educación, atención médica, pensiones y otros servicios; a cambio, los individuos entregaban una gran porción de su libertad, ingresos, herencia, ahorros y riqueza. Hacia fines de los años 1970, los que ganaban mucho en Gran Bretaña pagaban más del 90% de su ingreso en impuestos.
Ahora, finalmente ha quedado claro que un lado de esta ecuación ya no es válido; el Estado no puede cumplir su parte de la negociación. Cuanto mucho, las próximas dos generaciones continuarán pagando impuestos aún más altos, pero una parte mayor se destinará a pagar deuda generada por las últimas dos generaciones y no a obtener mejores servicios.
Sin embargo, no es una cuestión de cantidad o de calidad. El concepto mismo se está desintegrando. No se trata simplemente de una crisis económica, o una crisis de gestión de gobierno; la idea de contrato social ha muerto.
En el siglo XX, el Estado se apoderó gradualmente de nuestras vidas. Los gastos estatales, aun en los sistemas más capitalistas del mundo, superaron en algunos casos el 50% del producto bruto interno, mientras que a comienzos del siglo, apenas alcanzaba el 10%. El crecimiento se produjo en forma incremental, en ocasiones deliberadamente o después de crisis y guerras, y fue en líneas generales irreversible. La corrupción creció hasta alcanzar una dimensión nueva. Para los políticos es tentador hacer promesas en nombre del Estado sobre las que nunca deben rendir cuentas.
Se ganan votos a corto plazo y los problemas sobrevienen mucho más adelante.
El tema no es nuevo, pero 2011 marca el momento en que la crisis llegó a un punto crítico.
En Grecia, España, los Estados Unidos, India, China, Israel y en la Primavera Árabe, la gente salió a la calle. Algunos exigieron que se les devolvieran sus servicios y pensiones, pero nunca lo conseguirán. Están en un estado de negación, llorando el fin del rol del Estado. Los movimiento Occupy culpan de la crisis a los banqueros; otros han elegido como chivo emisario a los inmigrantes. Esto no es una revolución de campesinos o de trabajadores; los manifestantes pertenecen en su mayoría al nivel medio de ingresos. Irónicamente, el sistema fortaleció sus filas, pero son también los que pagaron la proporción más alta de sus ingresos en impuestos, los que recibieron la menor cantidad en servicios y cuyos ahorros y riqueza se han visto gradualmente erosionados por una moneda devaluada manipulada por los políticos.
Ha sido un siglo largo. La mayoría de las ideas que crearon el monstruo se originaron a partir de los debates de los años 1870.
Con Bismarck, Prusia salió triunfante después de la caída de París en 1871 y sus fuertes instituciones estatales y su seguro social fueron la inspiración para lo que luego se conocería en Occidente como el Estado de bienestar. Los debates después de la recesión de los años 1930 derivaron en que los keynesianos ­que defendían el gasto estatal­ obtuvieran ventaja.
Existía la idea de un Estado fuerte y la justificación para pagarlo. El modelo del Estado de bienestar alcanzó su punto más alto después de la Segunda Guerra Mundial y prosperó aproximadamente unos 40 años, cuando empezaron a aparecer grietas a mediados de los 80.
La carga era demasiado grande y los rendimientos en términos de servicios disminuían. La idea del control estatal comenzó a perder terreno en los años de Reagan y Thatcher. Pero entonces, los intentos de achicar el Estado no tuvieron éxito en Occidente.
Llevó más de 20 años tomar conciencia de que el barco de la historia está girando y todavía no sabemos hacia dónde se dirige.
Poco a poco han ido surgiendo alternativas sin que nos diéramos cuenta de su significado. Hay una vuelta a la filantropía clásica de los Warren Buffett y los Bill Gates, que había pasado de moda cuando se suponía que el Estado era el proveedor universal. Los manifestantes de Occupy Wall Street exigieron un retorno a la banca cooperativa; los servicios de voluntarios están llenando vacíos y se oyen exigencias de una mayor responsabilidad social por parte de empresas e individuos.
Otro signo de los tiempos es que las ideas de economistas austríacos como Friedrich Hayek, considerado el paladín del capitalismo del laissez-faire y que había perdido el debate en los años 1930, han vuelto a surgir con el Tea Party; Ron Paul, un candidato a la nominación presidencial republicana; y otros libertarios.
Un poco como el hombre con la mirada blanco en un vagón de ferrocarril en una película de Hitchcock, el sistema estaba muerto desde hacía tiempo y necesitaba apenas un empujoncito para desplomarse finalmente.
En el mundo árabe, el colapso es prácticamente total. Es allí donde los individuos entregaban muchas más libertades y donde menos obtenían a cambio. Los regímenes que piensan que pueden salir del paso aumentando los salarios o creando proyectos públicos se engañan a sí mismos.
El contrato ya no es válido. Y los que no puedan adaptarse caerán como lo hicieron en Europa del Este, donde primero murió la idea y después los sistemas.
Desde muy atrás en el último siglo, que terminó el mes pasado, conceptos como crisis, estabilidad y riesgo dejaron de ser negativos en tanto pueden producir un resultado mejor. Los intentos de emparchar problemas en su nombre sencillamente no funcionarán en tiempos de un cambio tan radical.
REVISTA Ñ