Hablar de política con los chicos

Hablar de política con los chicos

Por Miguel Espeche
Los chicos son testigos activos de todo lo que ocurre en el mundo que los circunda. Están allí, miran, conectan hechos, hacen deducciones y, sobre todo, replican, desde su dimensión small, lo que ven a través de los adultos que los crían. Además, están hechos para manejar su ignorancia con sabiduría atávica. Saben no saber y aceptan sin complejos su desconocimiento. Por eso preguntan mucho, muchísimo.
La política no es para ellos territorio vedado. Y menos aún en tiempos electorales, cuando los políticos aparecen constantemente en la televisión o en los carteles que inundan la ciudad. Seguramente, en las últimas semanas muchos padres habrán recibido de sus hijos pequeños preguntas similares a éstas: “¿Quién es ése?”, “¿cuál es el bueno?”,”¿cuál es el mejor?”.
Se trata de interrogantes en cuya respuesta el hijo pretende recibir una pista o una clave para comprender eso que ocurre y que, le dicen, se llama “política”.
La escena aquí imaginada remite a la realidad de la política partidaria, de militancias y de políticos “buenos” o “malos”, “honestos” o “deshonestos”, así como a cuestiones electorales o definiciones acerca de lo que es la economía, los grupos de poder, las políticas de Estado, etcétera.
Sin embargo, esa escenificación puede ayudar -como analogía- en el desarrollo del proceso educativo respecto al qué y al cómo de los vínculos a través de los cuales los más chicos van tallando su identidad. La política, sabemos, es una manera de nombrar lo vincular. Decir política es referir a cómo se relacionan las personas y los grupos unos con otros, pero, también, a cómo se vinculan con sus propias capacidades, sus limitaciones, sus deseos, sus sueños, sus dioses y hasta sus bienes.
Si acordamos que la política es vínculo, y que los vínculos se aprenden en la esfera íntima de las relaciones familiares, vemos que la mayor escuela política es, precisamente, la familia, a la que luego se van sumando el barrio, la escuela, el trabajo, la universidad. Si bien es obvio que las formas familiares, a su vez, son influenciadas por lo cultural y lo social, el aprendizaje primero de las personas se da en el íntimo vínculo que se vivencia dentro de la casa.
En la familia, sus miembros se relacionan entre sí, pero además se vinculan con los otros, aquellos que, como decía una vieja canción, viven en un mundo que está “más allá de acá”. Esa relación con los otros puede ser mediada por el miedo a lo desconocido, la competencia, la cooperación, la curiosidad, el amor, o lisa y llanamente por la idea de que esos “otros” son una suerte de error del universo que debe ser reparado por medio de alguna guerra santa que los elimine.
En tiempos en los que se habla de “polarización política” es importante señalar que lo que genera mayor conflicto no es el contenido de cada “polo”, sino el nexo que vincula cada uno de esos polos con el otro. Por ejemplo, si ambos polos se vinculan a través de la curiosidad, la relación entre ambos será muy diferente de lo que ocurre cuando esos mismos polos se vinculan a través de la suspicacia, el miedo o la idea de la mala fe ajena.
Lo que se dice acerca de la conexión entre el aprendizaje familiar y los fenómenos del mundo de la política no debe interpretarse, por supuesto, de modo lineal. La lógica de lo “macro”, obviamente, trasciende la psicología y obra con parámetros de mayor complejidad. De todos modos, ayuda al entendimiento del chico usar la constelación afectiva de una familia, asemejándola a la gran familia que es una comunidad.
Competir, colaborar, construir desde una autoridad genuina o someter desde lo tiránico, vivir hipócritamente o verazmente, ver al otro como competidor o como aliado, abundar en la suspicacia o en la confianza, vincularse desde la intimidad afectiva o viendo al otro como mero instrumento para un fin ulterior, entender a la ley como aliada o como obstáculo para los propios logros… todo eso habita la familia, y, también, la vida política, más allá de la diferencia de escala.
Aquello que se reviste de ideología o de formas de pensamiento muy rígido o dogmático suele partir de elementos de orden visceral, que trabajan de manera inconsciente. Este tipo de configuraciones se imprimen en la persona desde la más temprana infancia a modo de mapas del mundo, con una “música” emocional subyacente, que, incluso, importa más que la “letra” del discurso.
Por eso es difícil entender a personas que dicen defender lo mismo y plantean cosas parecidas en relación con lo político, pero que, sin embargo, desde diferentes partidos, manifiestan antagonismos enormes con una virulencia tribal que no se explica sólo por aquello de “pensar diferente”.
Este tipo de cuestiones son muy difíciles de explicar a un niño, que no entiende aún de variables sutiles (más allá de que las perciba intuitivamente) que van por un lugar ajeno al discurso manifiesto, que siempre se pronuncia a favor del “pueblo”, de la “gente” y del “bien de todos”.
Hay un axioma de la teoría de la comunicación humana que puede servir a padres y educadores que se preocupan en “educar bien” a sus hijos en lo que a política respecta. El axioma, muy conocido por cierto, dice que “es imposible no comunicar”. Se dice algo siempre, incluso con el silencio o la indiferencia.
La familia “comunica” una vivencia de lo político, más allá de que hay una suerte de mito, políticamente correcto, que entroniza la asepsia de la educación política como elemento deseable y, sobre todo, posible, a la hora de crear criterio en los hijos. Esta idea suele partir de la premisa de que lo “objetivo” existe en estado puro y no es, como posiblemente lo sea, un anhelo al que quizá se pueda aspirar. Sin embargo, a la realidad la abordamos desde el lugar humano y parcial determinado por la historia y las circunstancias de cada uno.
Por eso, la mejor educación de los chicos no supone un espacio pulcro exento de pasión y de compromiso con la propia mirada. Digamos, de todos modos, que les brinda oxígeno a los hijos el hecho de que la pasión y el compromiso político del educador deje abierto el horizonte y habilite a que la mirada que se ofrece sea enriquecida por los “otros”, sin “saturar los enlaces” que abren juego al porvenir, permitiendo así lo nuevo y el juego de la curiosidad por lo diferente, que siempre enriquece.
No resulta un problema que se transmitan informaciones y conceptos desde un solo “polo” y de acuerdo con las propias convicciones. Sin embargo, suele ser perturbador que esa educación tienda a eliminar al otro polo sin más trámite, porque así la asfixia psicológica hará lo suyo tanto en lo político como en cualquier otro orden de la vida.
Asimismo, una forma de hacer política tiene que ver con cómo se relacionan las familias y los grupos con el pasado. Es diferente la mirada sobre las cosas cuando ese pasado raptó al presente y obliga a una reiteración asfixiante que cuando, por el contrario, el presente invita a que ese pasado se resignifique y “venga” al hoy para ofrecer lo suyo de manera viva y abierta a lo nuevo.
Esto último es lo que diferencia el educar del adoctrinar machaconamente, usando a los niños como meros instrumentos de un discurso, y no a los discursos como instrumentos de la persona que, por pequeña que sea, no deja de ser sujeto y no objeto de la vida de relación.
Decíamos que los niños “saben no saber”. Podemos decir, también, que saben aprender, si bien lo hacen, a veces, de maneras impensadas y fuera de manual. En el mundo adulto se deberá “aprender a saber”, para enseñar mejor a los chicos. Ese enseñar no llena el cerebro ajeno embutiendo ideas, sino que lo abre a nuevos vínculos con el mundo, ofreciéndole, a la vez, un punto de inicio desde el cual emprender el camino.
En política, como en la vida, las certezas sirven cuando no aspiran a dominar al mundo en el convencimiento de que conocen todos sus designios, y cuando se contentan con ofrecer puntos de referencia y nutrientes para que el otro siga camino hacia donde tenga que ser.
Los chicos suelen agradecer la presencia de esas certezas, maldecir las ausencias disfrazadas de objetividad pasteurizada y entusiasmarse cuando la vida de relación tiene un sentido que los hace sentir vivos. Todo esto evita que se sientan el eco de un relato dentro del cual los roles ya están definidos y el futuro ya escrito.
Por eso para ellos la política, en su más amplio sentido, puede ser aire nuevo o, por el contrario, una letanía aburrida y ajena que convoca cada dos o cuatro años a repetir consignas vacías y entrar en cuartos oscuros y fríos que llevan hacia la nada.
LA NACION