Grossman: “Me gusta vivir en un lugar relevante, aun cuando duela”

Grossman: “Me gusta vivir en un lugar relevante, aun cuando duela”

Por Veronica Chiaravalli
a obra de David Grossman (Jerusalén, 1954) está marcada por un humanismo intenso y por la fe lúcida en un puñado de cosas nobles: la voluntad de perseverar en una existencia superadora de la mera vida biológica (aun en los momentos de mayor sufrimiento); el esfuerzo por comprender en lugar de prejuzgar; la confianza en el poder redentor de la literatura como respuesta a las formas más insidiosas del escepticismo.
“Por supuesto, un hombre con un arma puede cambiar el curso de la historia -dice Grossman por teléfono, desde su hogar en Jerusalén, en diálogo con adn cultura-; eso lo sabemos desde la Primera Guerra Mundial y lo demuestra el asesinato de Isaac Rabin, por poner un ejemplo. Pero al mismo tiempo hay algo en la literatura, si uno está dispuesto a exponerse a ello, que realmente te da maneras de Ser (así, con S mayúscula) más en este mundo, de tocar más matices de tu propia vida y entender más. Mi vida ha cambiado tanto a través de la literatura, a través de las historias que abren caminos para mí. Incluso a través de las metáforas he visto las cosas diferentes, como si mis ojos se hubieran abierto de pronto. Desde que soy pequeño (y me alegra que esto continúe todavía hoy), soy inmensamente feliz cada vez que descubro un nuevo escritor, un escritor que me sacude. Es como entrar en un nuevo campo magnético, y toda clase de partículas que hasta ese momento estaban totalmente muertas en mí o ni siquiera sabía que existían, de pronto comienzan a volar y a danzar en el aire. Por supuesto que esto también me ocurre cuando conozco gente nueva. Quiero ser muy claro: la gente me ha afectado mucho más que los libros a lo largo de mi vida, pero los libros son esenciales.”
El mundo intelectual y afectivo de Grossman es Israel. Esa tierra es el escenario de sus novelas ( La sonrisa del cordero , Véase: amor , Chico zigzag , El libro de la gramática interna , Delirio , La vida entera ) y el objeto de sus ensayos ( Presencias ausentes , Conversaciones con palestinos en Israel , entre otros). En sus ficciones, la historia de su país y el conflicto entre árabes e israelíes -Grossman es un activo defensor de la convivencia de ambos pueblos en paz y justicia- suelen ser presencias poderosas, aunque no siempre protagónicas, que condicionan las peripecias de los personajes, y a su vez son explicadas por la tela sutil que éstos van tramando con sus pasiones, sus anhelos y sus desencuentros.
“A veces me rebelo contra esa situación, porque creo que también necesitamos algún lugar donde sólo seamos seres humanos: no israelíes o palestinos, ocupantes o izquierdistas. Hay tantas cosas por explorar para las que no tenemos energía porque la absorbe el conflicto. Pero pienso que no se puede entender lo que pasa en nuestra tierra a menos que uno lo describa por medio de la gente. Siempre trato de mostrar cómo el conflicto irradia su brutalidad y crueldad en los más tiernos tejidos del ser humano: los vínculos entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, entre amigos; la relación entre una persona y su propio futuro, entre una persona y su sentimiento de esperanza.”
En 2006, uno de los hijos de Grossman, reclutado por el ejército israelí, murió durante una maniobra militar en el sur del Líbano. La tragedia tuvo repercusión internacional, acentuada por el hecho de que apenas dos días antes el escritor había formulado un pedido público al gobierno de su país en favor de un cese del fuego. Cuando Uri Grossman murió, su padre promediaba la escritura de La vida entera . El dolor por el hijo muerto fue también la materia de ese libro. Ahora se acaba de publicar en España la nueva novela de Grossman, Más allá del tiempo (Lumen), que llegará a Buenos Aires cuando su autor venga para presentarse en la Feria del Libro, y de la que se reproduce un fragmento, a modo de anticipo, en estas páginas.
Grossman cuenta el proceso de realización de Más allá del tiempo eligiendo cuidadosamente cada palabra, para explicarse con la mayor precisión posible, para referir con limpidez y serenidad la experiencia de un dolor supremo.
“Es un libro que narra la vida lado a lado con la muerte. Está escrito como una mezcla de prosa con poema. Comienza con una pareja que se sienta silenciosamente a su mesa para cenar en casa. Todo es muy cálido y tranquilo. El marido y la mujer están comiendo y de pronto él aparta el plato y los cubiertos, se pone de pie y dice: Me voy . Ella le pregunta: ¿Adónde vas? . Él: A él . Ella: ¿Dónde? . Él: A él, hacia allí . Ella: ¿Al lugar donde ocurrió? Él: No, no, allí . Y le pide que lo acompañe. Gradualmente nos vamos enterando de que perdieron a su hijo cinco años antes. Y esos cinco años se redujeron, en cierta forma, a una lucha por no perder la cordura. Pero de pronto él quiere ir allí , aun cuando no sepa dónde está ese allí ni qué hay para ver allí . Abandona el hogar y empieza a caminar. Primero, sus pies lo llevan en círculos alrededor de sí mismo y alrededor de su pequeña casa, luego alrededor del pueblo y luego alrededor de la gran ciudad vecina. Él camina en círculos; su esposa se niega a unírsele, tiene miedo de lo que él está haciendo. A medida que camina, el hombre atrae a muchas personas que han atravesado el mismo dolor, gente que ha experimentado el sufrimiento o la pérdida. Se le unen y empiezan a hablar de sus seres amados. Todos ellos están tratando de ir allí , y tal vez allí sea ese punto no surreal sino abstracto entre la vida y la muerte. No quiero decirle qué es lo que encontrarán “allí”, porque hay que leer el libro. Pero creo que lo más importante es hacer ese viaje. Es por eso que escribí este libro, para no quedarme pasivo, porque cuando a uno le ocurre una cosa así, como a mí me ocurrió, el poder más fuerte que actúa sobre uno es la parálisis, quedarse paralizado frente al hermético hecho de la muerte, que uno no puede penetrar ni modificar.
“Vivimos en un mundo donde todo es reversible. Uno aprieta un botón en el control del televisor, del reproductor de DVD, de la cámara y todo puede volver atrás y ser reexperimentado. Pero eso no ocurre cuando nos encontramos con el hecho total de la muerte. Para mí eso fue insoportable. Una de las cosas más insoportables que vinieron con mi nueva situación: el hecho de que no había nada que hacer. Y decidí que al menos me movería a mí mismo a través de la escritura y que trataría de encontrar mi nuevo lugar en esta situación. Esto es algo que hice cada vez que enfrenté una situación que me asustaba hasta paralizarme: cuando era confrontado con información que era tan despótica, tan humillante para mí como ser humano, escribí sobre eso, siempre. Y ahora enfrento la situación más despótica. Por eso escribí este libro. Fue doloroso hacerlo, porque la actitud normal es alejarse lo más posible de este tipo de dolor, y yo deliberadamente me puse a mí mismo allí, porque sentí que necesitaba entender. Creo que hice lo que tenía que hacer. Ningún otro libro sobre este tema (si lo puedo llamar tema, que es algo terrible de decir) me dio la respuesta a cómo debería actuar, o sentir, o qué siento. Hay tantos sentimientos nuevos y quiero entenderlos, quiero estar allí, aun cuando sea insoportable. Quiero decir: esto es lo que mi vida me trajo, y quiero entender mi vida, por eso escribí este libro. Por supuesto, esto no le pone fin al dolor, el dolor continúa, continuará y debe continuar: en cierto modo, cada momento de dolor es un momento de contacto con la persona que amé.”
La escritura como instrumento para asir y comprender la realidad ha sido una práctica ininterrumpida en la vida de Grossman. “Es que, desde el momento en que uno lo prueba, escribir se convierte en algo que ya no se puede abandonar. No es sólo un trabajo, para mí es una manera de estar en el mundo. Sólo puedo entender mi vida cuando escribo sobre ella, entonces realmente siento que estoy aquí.” La geografía de ese aquí suele ser su propio país. “Nunca viví en otro lugar que no fuera Israel, ni siquiera durante un mes. Es tan interesante estar aquí, a veces es terrible y doloroso; veo cosas que me golpean, pero aun así es tan interesante y todo lo que ocurre es tan relevante para mí. Inclusive respecto de la gente que puedo criticar o con la que estoy profundamente en desacuerdo, siento que todos estamos hechos del mismo material en diferente proporción. Israel es un lugar relevante y me gusta vivir en un lugar relevante, aun cuando duela.”
Nacido apenas seis años después de la constitución del Estado de Israel, Grossman puede trazar la trayectoria completa de su país, desde el comienzo hasta la actualidad, con un conocimiento minucioso de cada pliegue de su historia. “Israel es hoy un país mucho más fuerte que cuando nació. Hay siete millones de personas allí y me parece que se ha instalado el sentimiento de que preferimos no saber qué nos pasa, porque saberlo nos resultaría insoportable. Creo que el punto de no retorno se produjo en 1967, con la Guerra de los Seis Días, cuando los árabes nos atacaron, nosotros les ganamos y ocupamos esa cantidad de tierra tan grande con su población. Pronto se cumplirán cuarenta y cinco años de esta situación. Coexistimos con una ocupación, lo que es difícil de explicar. Algo está mal: somos siete millones de personas y ocupamos a otros cuatro o cinco millones, dominamos mucho de sus vidas y los privamos de muchas cosas. Es inadmisible. Y luego, por supuesto, hay respuesta inmediata: rechazo de negociaciones, intifada, bombas suicidas. Todas esas respuestas tienen un punto de verdad para ellos pero no pueden ser la explicación para esta situación.
“Me temo que la explicación, en cierta manera, es que muchos gobiernos israelíes no tienen el coraje de terminar con la ocupación pese a que saben que la ocupación podría acarrearle un peligro existencial a Israel. Es una tragedia ver cómo un pueblo se dirige al desastre con los ojos abiertos e incapaz de hacer las cosas necesarias para salvarse, para redimirse a sí mismo de su situación. Y también me impresiona que tanta gente que conozco se haya acostumbrado a esa situación. Ahora hay una nueva generación de chicos (que ya no son chicos, tienen cuarenta y cuatro años), que nacieron en esta realidad y no la ven como una situación excepcional que deba ser modificada. Yo no olvido ni por un minuto el gran logro que significó obtener el Estado de Israel, hace ya sesenta y cuatro años. Realmente hemos construido aquí tantas cosas importantes: agricultura, cultura, industria, alta tecnología, y democracia. Porque la democracia no es algo que haya que dar por sentado. Mucha de la gente que vino a Israel llegó desde lugares que no tenían nada de democracia: Rusia, Marruecos, Egipto, Irak, Rumania, y crearon la democracia aquí. Ahora, esa democracia es muy, muy frágil a causa de la ocupación, pero sigue siendo una democracia. Si bien critico a Israel, no olvido ni por un segundo lo que significa o cómo sería la alternativa de no tener un lugar que me pertenezca, un hogar propio. Aunque Israel todavía no sea el hogar que yo desearía que fuera, aunque todavía no sea el lugar donde todos los conflictos han sido resueltos, uno realmente puede sentir que tiene un país y por lo tanto, un lugar en este mundo.”
El Israel de la niñez de Grossman, en cambio, era un artefacto reluciente, pura promesa. “Cuando yo era niño había una atmósfera mucho más esperanzada que la que hay ahora. Era el momento de construir. Nosotros éramos niños normales en Israel, pero la generación que nos precedía experimentó algo tan anormal y traumático que toda normalidad era vista como un milagro. Recuerdo cómo los mayores nos miraban con asombro y ansiedad, ¡estaban tan ansiosos por nosotros! Su trauma se dejaba ver de muchas maneras. Un ejemplo del asombro que producíamos los chicos: en todos los diarios había una columna sobre el lenguaje de los niños. Porque la mayor parte de nuestros padres y abuelos había venido a Israel desde lugares donde no se hablaba hebreo, por lo tanto, ellos no sabían el idioma. De modo que nosotros, los niños, en cierto modo fuimos la primera generación que habló hebreo, el hebreo recreado como lenguaje cotidiano a comienzos del siglo XX. Además, éramos niños de un país independiente, soberano. Eso creaba un aire especial a nuestro alrededor ante los ojos de nuestros padres y abuelos, y crecimos en el sentimiento de que había algo terrible que había ocurrido a la generación más vieja, algo acerca de lo que no se hablaba. Recuerdo que cuando yo entraba en una habitación donde había gente mayor, inmediatamente la conversación se volvía un murmullo, y yo sabía que estaban hablando de algo que los niños no debíamos conocer.
“Mi padre nació en Polonia pero vino a Israel antes del Holocausto y mi madre había nacido en Israel. La mayoría de los niños de mi edad no tenía abuelos, porque habían muerto en la Shoah. Ése era un tema del que mis padres casi no hablaban. Existía hacia aquello el sentimiento de que era algo que había que dejar atrás. Vivíamos el momento de mirar hacia delante, de construir una nación, descubrir el futuro para nosotros y tratar desesperadamente de recuperarnos del trauma de la Shoah. Pero no era sólo el trauma de la Shoah, sino el trauma de dos mil años de exilio. Por fin obtuvimos un Estado, con un ejército y un poder que nos defendía después de dos milenios de estar desamparados, incapaces de defendernos a nosotros mismos. Todo eso conformaba una atmósfera muy especial: por un lado, la situación era miserable, porque el país era pobre, había guerras contra nosotros y esta pobre nación tenía que absorber recién llegados en cantidades que casi superaban a la gente que ya vivía en Israel; por otro lado, estaba el entusiasmo de crear un nuevo futuro. Fue bastante confuso crecer entre la realidad miserable y el sueño glorioso. Costó algo de esfuerzo averiguar dónde estaba la realidad y dónde estábamos nosotros en nuestra medida real, no en la medida del mito o la leyenda.”
Ese silencio en torno al Holocausto le inspiró a Grossman la escritura de Véase: amor , una novela protagonizada por un niño solitario, dado a la lectura y la imaginación, que decide convertirse en escritor cuando la apacible rutina de su hogar en Jerusalén se ve alterada por la llegada de un tío abuelo al que la familia daba por muerto en algún campo de concentración. Momik, el protagonista que a lo largo de la novela se convertirá en adulto, reconstruye la funesta parábola del nazismo escamoteada por los adultos, sustituyendo la información que le niegan por todo tipo de elucubraciones fantasiosas.
“Escribí Véase: amor porque cuando era niño estaba tan asustado por el silencio alrededor de la Shoah que sentí que nunca sería capaz de entender mi vida como padre, como hombre, como escritor, como judío y como israelí a menos que entendiera aquella vida mía no vivida allí en el tiempo de la Shoah. Quería ponerme a mí mismo allí de la manera más intensa que fuera posible y eso significaba escribir totalmente identificado con la situación.”
Así como para el personaje de Momik el motor de la escritura fue el silencio, para Grossman lo fue una ausencia. “Me convertí en escritor porque una vez, cuando era estudiante, mi novia de entonces, a quien yo amaba desesperadamente, me dejó; se fue a lo de sus padres, en Haifa y yo estaba tan devastado que sentí que no sería capaz de continuar con mi vida. Entonces fui hasta mi escritorio y comencé a escribir una historia. En el momento en que lo hice me sentí redimido, de verdad. Lo bueno es que le mandé la historia y ella es mi esposa desde hace treinta y cinco años. La literatura puede ayudar en algunos casos.”
Un sencillo gesto de su padre, cuando Grossman era pequeño, le reveló al futuro escritor el poder desconocido de los libros: la virtud, no sólo de ser mundos en sí mismos, sino de extenderse como puentes hacia otros mundos inaccesibles. “Mi padre nació en una pequeña ciudad de Polonia y nunca me contó nada acerca de su infancia hasta que una vez, cuando yo tenía ocho años, me trajo un libro de Sholem Aleijem,el gran escritor judío. Me lo dio para que lo leyera y me dijo: ?Tómalo, así es como se siente estar allí’. Yo lo tomé y me sentí cautivado, hechizado por esas historias llenas de imaginación, humor y humanidad. Toda la niñez de mi padre vino a mí y empecé a hacerle preguntas: quería saber detalles de la rutina doméstica cotidiana, de las relaciones entre la gente; le preguntaba dónde había estudiado y cómo era mi abuelo, que murió cuando mi padre tenía siete años. Empecé a descubrir cuánto puede uno entender la vida, incluso cambiarla, a través de la literatura. Creo que esas historias que mi padre me dio sirvieron como un embajador entre él y yo: de pronto tuvimos un lenguaje para hablar de las cosas sobre las que antes éramos incapaces de hablar.”
Borges y Kafka fueron algunos de los autores con los que Grossman se formó. “Mis lecturas fueron muy intuitivas. Yo era un niño muy curioso (espero serlo todavía) y cuando a alguien se le encendían los ojos con una luz especial al hablar de un escritor, yo quería leerlo.” La radio israelí fue otro estímulo literario poderoso. De chico, Grossman trabajó allí. Era un niño actor. “Gracias a eso conocí tantos tesoros de la literatura universal”, dice. También conoció a un hombre que luego inspiraría un arquetipo frecuente en su obra, presente, por ejemplo, en Véase: amor y en La sonrisa del cordero (su primera novela): el viejo un poco tocado, marginado por la “buena gente” de la comunidad pero investido de una sabiduría atávica que fluye en forma de relatos maravillosos para los oídos de algún niño sensible.
“Sí, además de la madre de mi padre (una dama muy, muy menuda, con el rostro lleno de arrugas, que solía contar historias que a mí me encantaban), fue importante, en ese sentido, mi director en la radio cuando yo tenía nueve años. Era un refugiado judío de Berlín que había trabajado con Reinhardt y con Brecht.Una persona verdaderamente bohemia y artística, se había casado con dos mujeres (¡imagínese!) y bebía un montón. Era tan diferente de los pequeños burgueses que veía en mi infancia, y yo estaba fascinado con él. Creo que él mostró un camino; mediante su sed de vida y de arte, me dio algo.”
Los espejismos del deseo y los amores triangulares son otro tema recurrente en la obra de Grossman. Tanto La sonrisa del cordero como Delirio ofrecen una reflexión sobre los lazos que tiende el erotismo. “En Delirio lo que a mí me interesó es el mecanismo de los celos. Los celos son uno de los sentimientos más feos y brutales, un sentimiento humillante. Y aun así, cuán difícil es para nosotros liberarnos de ellos cuando nos atacan. Cuando se publicó Delirio , cada vez que en una presentación pública yo comenzaba a hablar de los celos, sentía que había una especie de electricidad entre el público, los miembros de las parejas se codeaban, compartiendo algo secreto, porque todos han experimentado los celos alguna vez.”
En Delirio , Shaul imagina que su mujer, Elisheva, lo engaña con otro hombre. “Es un sentimiento muy pérfido, porque, aun cuando la cabeza del Mossad israelí o el jefe de la policía vengan y le digan a Shaul que su esposa le es ciento cincuenta por ciento leal, él puede creerles durante cinco minutos; pero si ella por azar usa una palabra que no pertenece al diccionario familiar, inmediatamente todas las sospechas de él se vuelven a activar. Y uno ve cómo la gente necesita los celos, cómo los nutre, cómo incluso las personas más racionales y lógicas, cuando se vuelven celosas, se convierten en artistas; es como si de pronto fueran poetas, dramaturgos y productores de grandes producciones en las que elaboran escrupulosamente cada detalle de lo que ocurre entre el amado o la amada y la tercera persona. Cuando estamos celosos creamos un paraíso del que seremos deportados, expelidos. Ésa es la energía que mueve el goce de los celos: construimos el paraíso, pero en una forma perversa disfrutamos de ser deportados, arrojados de él. ¿Por qué lo hacemos, por qué somos tan autodestructivos? Bueno, hay gente mucho más inteligente que yo para explicarlo, pero los celos son una forma muy sofisticada de la autodestrucción.”
En estos días, Grossman ha empezado a escribir un nuevo libro. Pero sobre eso no dirá mucho en esta entrevista, porque afirma que todavía no sabe muy bien de qué se tratará. “Nunca puedo decidir con anticipación sobre qué voy a escribir. No lo planeo, no puedo hacerlo. Más bien, es algo que viene. Por ahora estoy tratando de ver cuáles son las señales que recibo del mundo. Tengo muchas malas ideas y algunas buenas, que no creo que terminen en un libro; pero tal vez aquí o allá esté la idea que tomará los próximos tres o cuatro años de mi trabajo. Es maravilloso abandonarse al proceso de escritura. Uno siente que lo ignora todo sobre el lugar al que está yendo y que todo le puede suceder. Es verdaderamente como un nuevo amor: todo puede ocurrir y, si uno es generoso, tiene coraje y se abre a sí mismo lo suficiente ante esa sugestión, esa invitación de la vida, será enriquecido de una manera muy significativa”.
LA NACION