Elogio del esnobismo

Elogio del esnobismo

Por María Moreno
Si un nuevo rico es un mal copista, un 
esnob es un inventor y productor. Aquí hay tres que el azar juntó en un momento en que la palabra vanguardia aún no era insultada recordándole su origen militar y la historia de ese momento puede ser un cuento frívolo con personajes -ésos que, según José Luis de Vilallonga, ya no quedan: queda a cambio el jet set como finado y Facebook como presente.
SERGUEI DIAGHILEV
“En primer lugar, soy un charlatán -escribió Serguei Diaghilev-, aunque uno bastante brillante; en segundo lugar, soy un gran seductor; en tercero, no le tengo miedo a nadie; en cuarto, soy un hombre con muchísima lógica y muy pocos escrúpulos; en quinto, parezco no tener ningún talento. A pesar de todo, creo que he encontrado mi verdadera vocación: ser un mecenas. Tengo todo lo necesario para ello, excepto el dinero. ¡Pero ya vendrá!”. Despues del célebre “soy alcóholico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio pero todavía no soy un santo” éste debe ser el haiku autobiográfico más “publicista”, sólo que Diaghilev escribía más largo. Puede que muchos neófitos ignoren hoy la existencia de Parade, estrenada en 1917 con música de Satie y que fue dirigida en París por Serguei Diaghilev pero nadie ignora El lago de los cisnes aun en las versiones satíricas que Niní Marshall y Jorge Luz hicieron para el cine nacional. Pero Diaghilev fue el ballet. Hasta tal punto que Proust se preguntaba si habría modernidad sin él y a cuyo arte le atribuyó un efecto revulsivo semejante al proceso a Dreyfus. Si bien puede decirse que él, Diaghilev, lanzó a todo el mundo -desde Anna Pavlova hasta Igor Stravinsky- pocos lo reconocieron y sólo le recordaban sus deudas. Su encanto le permitió a menudo pagar algunas. Por ejemplo, durante el estreno de Petrushka la función ya llevaba veinte minutos de retraso cuando los cortinados del palco donde esperaba la divina Misia Sert se abrieron de improviso. Ahí estaba Diaghilev con la frente perlada de sudor. Se explicó: el sastre estaba harto de que no se le pagara y de no saldar la deuda no entregaría el vestuario. “¿Tienes 4.000 francos?” rogó y Misia, que era una gran amiga, lanzó a su chofer por las calles de París. Unos minutos más tarde el ballet era un éxito.
Que Diaghilev amaba a los muchachos no era ningún secreto. Y que amaba sólo a los muchachos a los que podía convertir en ángeles, tampoco. Así que cuando supo que un tal Nijinsky había sido expulsado de los Ballets Imperiales por bailar ante la viuda del zar Nicolás ll luciendo sus calzas de bailarín que mostraban sólo lo que a las estatuas clásicas se les permite mostrar -un bulto apretado y comprimido, no muy grande, inadmisible tanto para la realeza como en los baños públicos-, lo invitó a integrar su compañía de París. Y como para vengarse del moralismo zarista lo hizo cubrir de zafiros y esmeraldas, para ser la estrella de Shéhénazade, cosa que no sucedía desde la época de los emperadores mongoles y para bailar en Espectro de la rosa de Stravinsky lo cubrió de pétalos de seda. Cuando Diaghilev recibió la noticia de que Nijinsky se casaba (con la húngara Ramola Markus y en la Argentina) estaba abriendo y cerrando una sombrilla como una gran loquesa en una terraza de Venecia y a pesar de que la pianista a la que escuchaba le había dicho que traía mala suerte. Se puso histérico. Alguien le sugirió, tal vez con buena voluntad, que no debía tomar el hecho en serio a menos que se pudiera probar que en el equipaje de bodas de Nijinsky hubiera un par de calzoncillos.
Ser de vanguardia exige imaginación pero más una patota. Cuando en la década del 20 Diaghilev decidió poner un ballet inglés Romeo y Julieta de Constant Lambert, los escenarios de Miró y de Ernst pertenecientes a las huestes surrealistas incitaron a que los camaradas ingresaran a la sala. Breton y Aragon, entonces comunistas, acusaron a la obra de procapitalista. Años más tarde a Diaghilev le colgarían un san benito contrario: Cuando estrenó La danza de acero de Prokofiev que mostraba las glorias industriales de la URSS, rusos blancos y millonarios de París lo acusaron de bolchevique. Después de todo Rusia no le había retirado sus ofertas antes de someterse a la estética del realismo socialista. Cuando se estrenó Preludio para la siesta de un fauno acusaron a Nijinsky de haber interpretado literalmente los versos de Mallarmé: “Un fauno dormita/ unas ninfas lo embaucan/ un chal olvidado satisface su ensoñación/ el telón desciende para que el poema dé comienzo en la memoria de todos…”. Nijinsky logró gritos y abucheos utilizando el chal como si estuviera haciéndose lo que el pueblo llama “la del mono”. Debussy abandonó la sala diciendo “ha interpretado groseramente la palabra ‘satisfacer’”. August Rodin mandó una encendida defensa a los periódicos: Nijinsky era un genio, Diaghilev otro, el Preludio, arte y el que no estuviera de acuerdo un retrógrado.
Lejos de sus espectativas el dinero no llegó nunca. El 24 de julio de 1929, Diaghilev dio una última función ante el rey Fuad de Egipto en una velada de gala londinense. Ya estaba muy enfermo. Como Sigmund Freud que murió de un cáncer de mandíbula y centraba su oficio en las palabras, la enfermedad de Diaghilev se situó en un lugar clave en el cuerpo de los bailarines -el empeine de un pie-: era un ántrax maligno. Diaghilev nunca olvidó que en la Argentina se había casado Nijinsky, que quedaba en el fin del mundo que hasta entonces había pensado era la URSS y que allí los hombres bailaban abrazados en el barro -esa imagen le hizo quedar picando un proyecto.

JEAN COCTEAU
A Jean Cocteau no le gustaba Nijinsky: lo recuerda como a un mono mogol, alto y con dedos mochos juzgándolo: “¡Ah…Nijinsky, era un simplón, en lo más mínimo inteligente y bastante estúpido. Su cuerpo sabía, sus miembros tenían toda la inteligencia. Él también estaba infectado por algo que ocurría entonces (…) Cuando inventó su famoso salto en Espectro de la rosa y salía volando de escena, Dimitri, su valet, le echaba agua en la cara escupiéndosela y lo envolvía en toallas calientes”. Es injusto para con alguien que desafió la ley de gravedad.
A pesar de haber publicado anónimamente El libro blanco (biblia gay con marineros) Jean Cocteau quería de todo con tal de no ser anónimo y lo mejor era tener roce con Diaghilev: si sus obras no siempre contaron con la aprobación del público, jamás pasaron desapercibidas. Entre bambalinas, en la platea se alternaban la querella, la admiración, los obstáculos. El joven Cocteau, por ejemplo, escribía pero se metía en todo. Cuando Diaghilev lo convocó para la obra Parade, el autor de la música, Satie estuvo a punto de estrangularlo. Sólo la amistad de los dos con Picasso limó las asperezas. Parade empezó con un fracaso y una francachela: La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky, estrenada en 1913, había inspirado a Diaghilev un ballet al que el público consideró una declaración de guerra. En un palco, Debussy se había tapado patoteramente los oídos. Nijinsky se había quedado perplejo, Stravinsky, desolado, pero como buen vanguardista, había decidido salir a festejar con Cocteau, Diaghilev y Nijinsky -también perplejo pero a quien le gustaba el champagne-. Habían recorrido París en coche de caballos bebiendo y tramando el nuevo escándalo.
Parade se estrenó en 1917 en el teatro Chatelet. El público abucheó a Diaghilev y a su compañía al grito de “fuera bolches” hasta que desde la platea se elevó la defensa del poeta Apollinaire que provocó un considerable retroceso de los agresores con la venda negra que llevaba en la cabeza -era un herido de guerra, un héroe- y una intimidante cruz de hierro sobre el pecho.
La obra fue una explosión de toreros, arlequines y guitarras en rojo y verde para que nadie pudiera no reconocer un Picasso. Durante una secuencia una bailarina con alas jugaba con un mono. Había, como en el circo, pelotas, aros y trapecios. Un gran Pegaso Blanco con su cría prendida al pecho presidía la escena. ¡Era en 1917! En Le trein bleu Cocteau se puso aún más caprichoso. Quería un aire de playa con bañistas, jugadores de golf y de tenis. Chanel los vistió como si estuvieran en una playa auténtica. Los ensayos fueron desastrosos. En el teatro Champs Élysées no funcionaba la calefacción. La ropa podía adaptarse a la natación pero no al ballet. Cocteau, que seguía siendo el insoportable que bailaba todas las noches en la mesa del restaurante Larue, le exigió a Diaghilev una música como “la que se escucha en el cine cuando Madame Millerand -entonces esposa del presidente de la república- visita un hospital”. Diaghilev le había pedido a Cocteau “sorpréndeme” depositando en él su confianza como en una caja de sorpresas. Aceptó la música de Darius MiIhaud. Picasso, que estaba enamorado de Olga -una de las bailarinas entregó como telón un lienzo con dos mujeres de senos desnudos que pertenecían a su serie Gigantes.
A Diaghilev se le acusó de dirigir un “caos chic” .

ARTURO ÁLVAREZ
Arturo Álvarez, dandy porteño, fue muy rico pero prefería la compañía de los artistas a los que, de vez en cuando había que darles lo que Charles de Soussens llama “un sou”. Fundó las Ediciones de la Perdiz, inspiró un personaje en una novela de Mujica Láinez y tuvo un perro al que se parecía extraordinariamente. En su novela Esven figura un niño bien a quien llama El Pollo Nazares que había alquilado una casa en las afueras de París: fantástica, con una cara sobre el Sena y otra sobre el bosque de Saint Germain. Un día va a visitarlo Diaghilev. Como El Pollo está durmiendo, se pone a hojear unos ejemplares de Caras y Caretas que hay sobre una mesita. Hasta que se topa con la infaltable foto de Carnaval, saturada de niños disfrazados de diablo. Niños ojerosos, angustiados por encontrarse vestidos de manera casi idéntica -le explica después El Pollo-, niños pobres a quienes una abuela con el monedero semivacío había cosido un traje a último momento. Esa noche Diaghilev va a lo de los condes Baumont -ricos y refinadamente esnobs- y debe haber contado la aventura con tanta expresividad que los dueños de casa deciden hacer un baile de disfraces. La consigna es: El infierno en los niños. El célebre Serge Lifar va de Lucifer, Chanel de Diablo entre los hombres (un traje negro, pulseras con rubíes y un pectoral de piedras rojas). El Pollo, el principal invitado, se pone un mameluco de satín, la clásica golilla dentada con cascabeles cosidos en las puntas y un tridente en la mano. La macana es que le ha prestado el auto a un maestro vecino. La casa de los Baumont no está cerca. Tiene que ir caminando hasta Maison Lafitte. Entonces se larga un aguacero. Cuando llega a lo de los Baumont hay que sacarle el traje y esconderlo en la cocina. Al volver a ponérselo descubre que se ha vuelto magenta en el torso, lila en las mangas y rojo en el cuello. El artista Tchelitchev, uno de los invitados, queda tan impresionado que esa noche -escribió Arturito- pinta un cuadro cuyo motivo son unas frutillas de ese color. Schiaparelli se lo compra y, como por contagio, corta los trajes de su próxima colección con el tono recién nacido. Es el shocking-pink.
Mucho antes de instalarse definitivamente en un geriátrico de General Rodríguez, Arturito Álvarez se compró, entre otras cosas, un Picasso. Poco antes de morir, me contó:
“Recuerdo que me dijeron: hay una cosa de Picasso. La cortina de Parade. Creo que es un ballet o algo así. ¿Dónde está? En Buenos Aires. En el Museo de Bellas Artes. ¿Cuándo se puede ver? Ahora. Venga que lo vamos a despegar para usted. Entonces lo despegaron. Lo miré, me acerqué y caminé encima de él. ¿Así que esto puede ser mío? Pero por supuesto. Entonces hablé con monsieur D’Ormesson, de la embajada de Francia. Sí, Arturito, puede ser suyo. Voy a ir a su casa para que me firme unos papeles. Y así fue. Esto era en el año 46 y me costó más o menos unos cien mil pesos. Lo pagué en cuotas, primero una de 36 mil, luego varias de 10 mil. Lo tuve desde el 46 hasta el 53. En el año 53 conocí a un muchacho que se iba a París en el Cap Arcona con el actor Enrique Álvarez Diosdado, al que yo quería mucho. Entonces le dije a Enrique: ‘Por favor, llevate esto’. Le hice un documento en el que decía que el telón era mío y él pudo alojarlo en el compartimento donde van las alfombras y la tapicería. Hoy está en el Museo de Arte Moderno de París. Hay gente que ha ido y me dice: ‘Arturito, te hemos recordado mucho. Porque cuando fuimos a mirarlo hemos agarrado una parte que tiene una herida, una lastimadura, un agujerito´. Lo que pasa es que el telón es muy grande y la parte que está pintada ocupa sólo un tercio de la cortina. Ahí están las figuras. Por ejemplo, un arlequino y en la parte de arriba, un monito que está con un sombrero. También un blackamour porque, al pintarlo, Picasso quiso hacer algo que no viera el público. Había otros personajes de ésos de circo. Yendo para abajo hay un perro que está dormido y unas frutas. Yo las únicas veces que toqué el telón fueron mientras comía. Cuando compraba unas facturas o algo así para tomar el té, me iba con las facturas y las ponía en algún lugar donde figuraran alimentos. Y los comía. La casera me decía ´¡Pero Arturito!´. A Picasso no lo conocí, pero Picasso lo supo: ‘Ah, mi telón de Parade lo compró un muchacho que se llama Arturito’.”
EL DEBATE