03 Mar Cohen en la carretera
Por Oscar Finkelstein
A diferencia de sus pocos coetáneos que siguen en cartel, Leonard Cohen está más activo que nunca, y al menos igual de creativo. Desde 2008 y hasta el último diciembre, giró por el mundo hasta completar una agenda de 247 recitales de por lo menos tres horas cada uno, y la semana pasada lanzó su primer disco de estudio en ocho años. El disco se llama Old Ideas, pero no hay que tomar el título al pie de la letra. Son doce temas que combinan en dosis casi perfectas frescura con sabiduría. Acaso se trate de viejas obsesiones -el amor, Dios y otras preocupaciones- o nuevas, como la muerte y el perdón. Un show cada tres días durante dos años no le impidió a Cohen, que cumplió 77 en setiembre, componer durante el tour. “Escribí “Darkness” en la ruta. Escribí “Feels So Good” en la ruta, aunque no lo grabamos. Pero la toqué. Escribí “My Oh My” y ensayé otras canciones en la ruta -nuevas canciones que no están en el disco-. Así que tengo otro nuevo disco, o al menos dos terceras partes”, contó a la edición estadounidense de la revista Rolling Stone. Un verdadero tour de force que Cohen explica en el hecho de que “cuando la respuesta es cálida y tangible, uno resulta energizado en lugar de agotado”. Es que se trata, probablemente, del más célebre entre los cantautores surgidos en los dorados 60. De ahí, cabe suponerse, proviene la explícita calidez de la audiencia. Nacido en una familia judía intelectual de Montreal, en Canadá, Cohen fue, mucho antes que autor de canciones, un reconocido poeta. Esa condición, y no la más frecuente de rockero que deviene escritor, quizá fue la que determinó, desde muy temprano, que su carrera no respondiera siempre a lo que se supone debe ser. Al contrario. En varios momentos en los que pudo haber crecido geométricamente en términos de mercado, Cohen se comportó mucho más como poeta que como rock star. Y hoy, más cerca del final del camino, queda claro que hizo la diferencia a su manera. Es decir, con una obra breve -Old Ideas es su disco de estudio número 11 como cantautor ¡en 44 años!-, sin altisonancias, con una poética austera y precisa a la que no suelen sobrarle palabras ni versos. Dice en “Going Home”, el tema que abre su flamante disco: “Me encanta hablar con Leonard/ es un deportista y un pastor/ es un bastardo perezoso/ que vive en un traje./ Pero dice lo que le indico/ aun cuando no es bienvenido/ nunca tendrá la libertad de negarse./ Dirá estas palabras de sabiduría/ como un maestro, un visionario/ aunque él sabe que no es nada/ excepto la breve elaboración de un tubo (…) Quiere escribir una canción de amor/ un himno de perdón/ un manual para vivir con la derrota”. Lo hace a través de un narrador no identificado, probablemente Dios. Comparado por The Boston Globe en su momento con James Joyce -quizá un exceso- por su novela Hermosos perdedores (de 1966, editada por primera vez en la Argentina en 2010 por Edhasa), Cohen transitó varias veces el camino entre la poesía y la música -o, mejor, entre la palabra y la canción-, aunque sus temas más populares, aun los de expresiones más sencillas y estribillos más pegadizos, de ningún modo pueden resultarle vergonzantes ya que llevan en su ADN la huella del poeta. Una marca que tempranamente le había generado un premio (el McNaughton de escritura creativa en 1955, año de su graduación en Inglés en la McGill University) y 56 años más tarde la presunta consagración en la materia, con el Príncipe de Asturias de las Letras después de que el jurado destacara su “imaginario sentimental” en el que “la poesía y la música se funden en un valor inalterable”. Una fusión que se mantiene en el tiempo, como lo demuestra en “Darkness”, otra de las canciones de Old Ideas: “Me contagié la oscuridad/ estaba bebiendo de tu copa/ encontré a la oscuridad/ bebiendo de tu copa./ Dije, ‘¿esto es contagioso?’./ Dijiste, ‘solamente bebela’./ No tengo futuro/ sé que mis días son pocos/ el presente no es tan placentero/ sólo un montón de cosas que hacer/ creí que el pasado me iba a durar/ pero la oscuridad también llegó allí (…) No fumo cigarrillos/ no bebo alcohol/ no tuve demasiado amor todavía/ pero eso siempre fue tu demanda/ No lo extraño, nena/ ya no me gusta nada./ Solía amar el arco iris/ y solía amar las vistas/ cada amanecer/ fingía que era algo nuevo/ pero me contagié la oscuridad, nena/ y mucho peor que vos.” Siempre hay un modo diferente de decir las cosas, quizá mejor que el usado hasta ahora, debe pensar Cohen, para quien la búsqueda parece ser una condición no negociable a los efectos de seguir adelante en todo. Lo hizo una y otra vez: después de grabar seis discos en estudio y uno en vivo entre 1968 y 1979, paró seis años, y luego otros nueve entre The Future (1992) y Ten New Songs (2001), el período de su entrega al budismo (siempre hubo un espíritu místico e incluso religioso en su obra), que parecía el punto final de su carrera artística. “Nunca lo pensé así -dice ahora. Por cierto, el aspecto público de mi vida estuvo latente, pero nunca dejé de trabajar. Nunca tuve la sensación de haberme retirado. Seguí ennegreciendo páginas y tocando mi teclado. Sólo que nunca pensé que tenía que llevarlo a todas partes”. La búsqueda lo mudó al Mount Baldy Zen Center del condado de Los Ángeles, al sur de California, primero en calidad de estudiante y luego como miembro de tiempo completo: un monje hecho y derecho. Al salir, una vez más la energía de Cohen volvió a hacer foco en la poesía y en las canciones. Como si el tiempo no hubiera pasado o, mejor aún, con una cuota mayor de sabiduría en su mochila. Esa búsqueda en Cohen significa, de mínima, tratar de no repetirse a pesar de sus más de cuatro décadas como autor de, mayormente, canciones de amor. Dice en “Crazy To Love You”: “Tuve que volverme loco para amarte/ tuve que ir hasta el abismo/ tuve que hacer tiempo en la torre/ ahora estoy demasiado cansado para renunciar./ Tuve que volverme loco para amarte/ vos, que nunca fuiste la elegida/ a quien perseguí por la angustia de los recuerdos (…) Soy viejo y los espejos no mienten/ pero el loco tiene lugares donde esconderse/ que son más profundos que cualquier adiós”. La participación de Patrick Leonard, con quien escribió varios de los temas del disco, quizás obedezca en parte a esa búsqueda. El célebre productor, responsable de éxitos de Madonna, por ejemplo, como “Like a Prayer” o “Ray of Light”, también trabajó en Like a Man, el último disco de Adam Cohen, hijo del cantautor canadiense. En el juego apasionante de qué dice y cómo lo hace, Cohen se fue acomodando sutilmente a sus propias necesidades. Hoy, esa característica voz grave, su rasgo saliente como cantante, acusa el paso del tiempo, pero no atenta contra su expresividad. Al contrario, en algún sentido es más profunda, más conmovedora, más teatral. Y cuando habla de amor o cuando comparte sus plegarias particulares -como en “Amen” o “Come Healing”- el aire se vuelve confesionario. En esos susurros, esos coros femeninos, esas cuerdas leves que acompasan sus delicados blues, sus valses apenas esbozados, sus himnos de parroquia laica, Cohen encuentra un vehículo que quizá le permita convivir armónicamente con sus asuntos más delicados para los que aún, y a pesar de los años, parece tener más preguntas que respuestas. Así, Old Ideas puede escucharse como un disco otoñal, tal vez un ensayo testamentario en el que el compendio de dudas existenciales que, en mayor o medida, siempre lo acompañó, como a tantos, no está exento de poesía. “Son viejas ideas -explicó Cohen a The New York Times- en el sentido de que son viejas ideas irresueltas, viejas preguntas morales. Son ideas que han estado resonando en la mente de la cultura por mucho tiempo”.
REVISTA DEBATE