Amalia Fortabat: la obsesión por hacer las cosas bien

Amalia Fortabat: la obsesión por hacer las cosas bien

Por Alicia Caballero
“La noticia de mi muerte es ligeramente prematura”, afirmó cierta vez el gran escritor Mark Twain tras leer su propia necrológica en un diario. Y lo mismo deben estar diciendo los accionistas de General Motors, el gigante automotor que durante décadas fue uno de los emblemas del capitalismo estadounidense, dueña de marcas ícono como Chevrolet, Chrysler, Opel o Cadillac.
Cuando en 2008 la crisis financiera se cebó contra el banco Lehman Brothers y parecía que llegaba el Apocalipsis a los mercados, la industria automotriz de EE.UU. estaba en un estado terminal, tras una década de pérdida de market share y de despidos. La crisis subprime parecía ser el tiro de gracia que iba a terminar de liquidar a GM y a tantas otras empresas que hasta ese momento habían sido la marca registrada del “made in USA”. La empresa estaba muy endeudada, el mercado de venta de autos se había reducido de manera significativa, pasando de unos 16 millones de 0km al año a menos de 10 millones y no había acceso al crédito para levantar el “muerto” que cargaba la automotriz. Y, como sucedió en la Argentina de 2001, los sindicatos no cedían un palmo en sus reivindicaciones salariales, por temor a perder los derechos adquiridos, aún a pesar de la sangría que sufría la compañía.
Pero como uno de los mayores méritos que se le pueden atribuir a EE.UU. es su enorme flexibilidad y dinamismo, la solución llegó del lugar más inesperado, visto desde la tradición de liberalismo económico que posee el país. El Estado, ese “enemigo público” que aborrecen millones de votantes que apoyan a los candidatos republicanos que les prometen “echar a todos los burócratas de Washington” y reducir el rol del gobierno central a su más mínima expresión, fue el gran responsable de que hoy, a principios de 2012, GM vuelva a ser la automotriz número uno del mundo, lugar de privilegio que había perdido a manos de la japonesa Toyota.
“En 2009, nadie creía en el futuro de la industria automotriz y no quería invertir. Nos encontrábamos delante de un electrocardiograma casi plano. Había que tomar una decisión”, afirmó recientemente el presidente Barack Obama, gran responsable de que GM sea el nuevo Ave Fénix de la industria estadounidense. Porque el gobierno, al decidir inyectar más de u$s 50.000 millones (más o menos la totalidad de las reservas internacionales de la Argentina) para salvar al grupo, tuvo en cuenta el famoso latiguillo de “too big to fail” (demasiado grande para caer) que se puso de moda durante la crisis para justificar que no se le soltara la mano a los grandes bancos. Y la verdad que la desaparición de GM hubiera sido un verdadero tsunami industrial, puesto que entre el grupo y sus proveedores suman más de un millón de empleos, una cantidad políticamente incorrecta para sacrificar en cualquier país del mundo.
Pero antes de que la historia tuviera el “happy end” que ahora conocemos, el gobierno de Obama tuvo que lidiar con fuertes rechazos desde distintos sectores del país. El más virulento provino justamente de quien se perfila como su más probable contrincante en las elecciones presidenciales del mes de noviembre, el republicano Mitt Romney. En una columna publicada a fines de 2008 en el New York Times, Romney afirmó que “si GM se beneficia del plan de salvataje que sus directivos piden, les aseguro que podemos despedirnos de la industria automotriz estadounidense.
Este plan es un ejemplo del capitalismo corrupto a gran escala promovido por el presidente Obama, a costa de los contribuyentes, y que sólo beneficia a los sindicatos”. La idea del candidato era que el salvataje fuera operado por el sector privado, una utopía en medio de la crisis y con el acceso al crédito reducido a su más mínima expresión.
Tres años y medio más tarde, Romney tiene serios problemas para explicar por qué lo que dijo en su momento era lo correcto. Y esas dificultades se vieron recientemente durante las primarias republicanas en Michigan (sede de las principales terminales automotrices), donde el candidato tuvo que esforzarse para alcanzar la victoria, aún a pesar de que su padre hubiera sido gobernador del Estado.
Sin embargo, lo que todos se olvidan, ahora que GM vuelve a ser el orgullo de los estadounidenses y que la apuesta de Obama fue exitosa, es que el impulsor del salvataje no fue otro que George W.Bush, su antecesor en el cargo y firme defensor de la no intervención del Estado en la economía.
Pero como la necesidad tiene cara de hereje, a Bush no le quedó otro camino que promover el apoyo estatal, con tal de salvar el millón de empleos y evitar una pérdida de unos u$s150 millones en impuestos cobrados al grupo, aparte de los cientos de miles de millones de dólares en que se hubiera reducido el PIB estadounidense.
Otro de los grandes secretos de la recuperación de GM, después de haberse acogido a la ley de quiebras (Chapter 11), fue la negociación con los sindicatos, los cuales aceptaron reducir los salarios y congelar las pensiones, a cambio de se repatriaran empleos que habían sido deslocalizados a otros países.
Así fue como se dieron las condi
ciones para el renacer de la empresa más grande de EE.UU., que logró además adaptar su producción a la menor demanda sin dejar de invertir en nuevos productos. Hoy GM puede jactarse de haber alcanzado un resultado positivo de u$s 8.300 millones en 2011, de haber vuelto a cotizar en la bolsa de Nueva York y de ver nuevamente el futuro con optimismo.
Para los empresarios y políticos europeos, que todavía no logran consensuar la mejor forma de salir de la crisis que los afecta, el modelo de intervencionismo estatal que, paradójicamente, se dio en la historia mucho más en Europa que en EE.UU., puede ser un buen camino de regreso al crecimiento económico.
El reciente acuerdo por la quita de la deuda griega y las intervenciones del Banco Central Europeo parecen haberlo entendido, a pesar de las reticencias que todavía existen en Alemania y el norte de Europa.
EL CRONISTA