11 Feb Un cuentista de antología
Por Alvaro Matus
Varias editoriales comenzaron a recuperar en los últimos años la obra de escritores británicos de posguerra que habían caído en el pozo del olvido, eclipsados de alguna manera por Graham Greene y George Orwell. Galaxia Gutenberg sacó Los esclavos de la soledad , de Patrick Hamilton; Lumen acaba de reeditar Los viejos demonios , de Kingsley Amis, Libros del Asteroide ya cuenta con cinco novelas de Nancy Mitford y en el catálogo de Impedimenta se encuentran figuras como John Braine ( Un lugar en la cumbre ), Penelope Fitzgerald ( La librería ) y Alan Sillitoe ( Sábado por la noche y domingo por la mañana ). Ninguno de ellos poseía quizás el fuego para conectar con los grandes conflictos políticos del siglo XX, pero la singularidad de su mirada y el encanto de su prosa, clara y atrevida al mismo tiempo, los sitúan por encima de otros escritores muy publicitados. En la Argentina, el sello La Bestia Equilátera le suma, al anterior rescate de Julian MacLaren-Ross, Alfred Hayes y Muriel Spark, este volumen de cuentos de V. S. Pritchett.
Nacido en 1900 y proveniente de una familia de clase media, Pritchett abandonó el colegio a los 15 años para trabajar en una curtiduría. Según contó en una entrevista a The Paris Review , su familia no tenía dinero para seguir costeando sus estudios y él reprobó el examen para obtener una beca. El tema de la prueba era El Arca de Noé, con preguntas de historia, con fechas, datos y cifras. A Pritchett todo eso lo aburría como una ostra, así que escribió un relato donde describía todo lo que ocurría dentro del barco durante el viaje. Era necesario que muriera el estudiante para que naciera el escritor.
En el negocio de cuero era el joven de los mandados: salía todo el día con documentos para los muelles y almacenes, lo que a su vez le permitió conocer a mucha gente y vislumbrar realidades distintas a la suya. Se demoró cuatro años en juntar el dinero para irse a Francia, donde fue empleado de una tienda de fotografía y descubrió que debía escribir “sobre lo que sabía y lo que estaba haciendo”. Su primera historia, de hecho, gira en torno a la vida en un quinto piso de un hotel barato de París. Más tarde combinaría la escritura de ficción con el periodismo -cubrió la Guerra Civil en España, los conflictos en Irlanda-, los libros de viajes y la crítica literaria, campo en el que alcanzaría una enorme influencia desde The New Statesman , Horizon y The New Yorker . Pritchett murió en 1997, lo que le permitió abarcar casi todo el siglo en materia de reseñas: de Henry James a Proust, de Evelyn Waugh a Faulkner, Nabokov y otros más jóvenes que él.
En los seis relatos de Amor ciego sorprende la atención a los detalles de la vida corriente y la vivacidad de los diálogos. Los narradores de Pritchett son cercanos, cálidos y muchas veces divertidos. Responden a la figura del testigo: alguien que conoció lo suficientemente de cerca una situación como para reparar en los aspectos más sutiles y que, al mismo tiempo, guarda cierta distancia con los protagonistas de los hechos.
“La bella de Camberwell”, por ejemplo, es una historia absorbente, ambientada en el mundo de los anticuarios. “Esas tiendas permanecen cerradas casi todo el tiempo -dice el narrador, un hombre que está dando sus primeros pasos en el negocio-. Uno sacude el picaporte y nadie responde. En la vidriera se ve que cada objeto irradia algo parecido a una sonrisa de malicia, sobre todo la vajilla y la cristalería; los muebles afirman con placidez que estuvieron en casas mejores de las que uno tendrá jamás; la platería habla de los sirvientes de antaño, de las manos muertas que las colocaron; hasta el polvo es el polvo de las familias que ya no existen”.
En ese ambiente mohoso y desordenado, quieto pero caótico, August y la señora Price viven con una sobrina pequeña que desde el comienzo causa una profunda atracción en el narrador. La tensión del cuento no radica tanto en las tretas y artimañas de los anticuarios por conseguir tal o cual pieza como en la inocencia de esa niña que se interna en “un oficio raído”, poblado por sujetos avaros, vanidosos, intrigantes. La degradación será inevitable y desafía (el cuento es de 1974) la corrección política de hoy.
En “El regreso”, uno de los puntos más altos del volumen, Hilda vuelve a casa de su madre después de 13 años de ausencia. Estuvo en Bombay, Singapur y Tokio, se casó y enviudó dos veces, pasó por un campo de concentración japonés. A su llegada la esperan los antiguos vecinos de su calle, hombres y mujeres más o menos provincianos, que posiblemente nunca salieron de Londres y que se han enterado de manera fragmentada de la tumultuosa vida de Hilda. La curiosidad deriva rápido en envidia: la protagonista usa joyas, se viste con una elegancia nunca vista en esos barrios, viene con tres o cuatro maletas repletas de ropa, en sus viajes en barco conoció a un norteamericano acaudalado, a un escritor que le promete escribir su biografía para luego hacerla película y a quién sabe cuántos más?
La historia es contada por un joven bibliotecario cuyo hermano, muerto durante la guerra, estuvo enamorado Hilda. “Todos habíamos soñado con Hilda -dice-, pero ahora, de regreso en casa, ella cambiaba tan rápidamente como los sueños. Mientras la mirábamos, ella parecía más lejana que durante todos los años que había estado ausente. La idea nos excedía. Era como la anécdota de una bomba que explota o de amantes que huyen o la fotografía que se ve en el periódico de muchachas bañándose: algo irreal y, de alguna manera, insultante para los que estábamos vivos, en el sentido cotidiano de la palabra. O quizá era como el cuadro que uno ve en una galería de arte que nos entristece porque está pintado.”
Aunque la llegada de la mujer es el comienzo de las desgracias, el ambiente de pueblo chico/infierno grande no alcanza niveles opresivos. Los personajes de Pritchett nunca juzgan; al contrario, están interesados en que el lector conozca al otro, vea el mundo a través de sus ojos y sienta compasión. “Amor ciego”, el cuento que da título al libro, indaga en la relación que establecen un juez y su asistente. Ambos han sido abandonados por sus cónyuges debido a defectos físicos: la ceguera de él y una mancha que cubre gran parte del torso de ella. El relato se juega en la exploración de las inseguridades y el desamparo afectivo, y lo hace controlando en forma magistral el orgullo y el miedo, el placer y la vergüenza, los celos y la conveniencia.
Pritchett es envolvente, prefiere el comentario al pasar antes que los énfasis; la naturalidad y las emociones de sus personajes le importaban más que los finales sorprendentes. Quizá por eso está más cerca de Chéjov que de cualquier otro narrador del siglo XX. Su trabajo como crítico entrega pistas sobre sus decisiones estéticas. Cuando escribe de Graham Greene subraya que “a menudo desearíamos que pusiera menos de su parte y permitiera a los personajes decir por sí mismos lo que son”. En su ensayo sobre Turgueniev destaca que “logra hacernos sentir que las personas deben ser vistas como seres que se justifican a sí mismos”. Y en Chéjov valora la capacidad para mostrar a las personas “en un instante sin drama pero traspasado por el tiempo, cuando la vida interior deja caer la guardia y sale a la luz en las palabras. Atrapó a las personas en su soledad”.
No hay que dedicarse al psicoanálisis para darse cuenta de que Pritchett también estaba hablando de su propio estilo. Y las historias de Amor ciego son la mejor prueba: parecen fuera del tiempo, cerradas en sí mismas, tranquilas, íntimas y autosuficientes. “El cuento es una luz que de súbito ilumina y luego se desvanece”, decía este hombre cuya lámpara todavía irradia un cálido resplandor de humanidad.
LA NACION