Las misteriosas leyendas que rodean al hornero

Las misteriosas leyendas que rodean al hornero

Por Silvia Long-Ohni
El hornero es el pájaro gaucho por excelencia, cuyo nido -verdadero alarde arquitectónico- no tiene parangón en el mundo. Sencillo y elegante en su vuelo y en su canto, gusta de la soledad en pareja y no es ave de bandadas. Espléndido payador, se demuestra como tal en contrapuntos con su consorte, y es, en cuanto a eso, versión alada de nuestro Santos Vega. Pero mucho antes de los conquistadores y de los payadores, el hornero andaba ya en historias y mitos de las comunidades aborígenes.
Tiene, por ejemplo, un papel considerable en la concepción del mundo propia de las tribus chaqueñas. Se cuenta que, en tiempos antiguos, existían otros hombres, no antepasados de los de hoy, sino de los animales. No sabían hacer fuego y debían subir al cielo -en esa época, conectado con la tierra- para que el sol cociera sus alimentos. Aunque generoso, el Sol era muy adusto y quisquilloso y no admitía burlas. Ocurrió que un día participó de la comitiva Tatsí, el hornero, entonces con apariencia humana. Tatsí se caracterizaba por su facilidad para estallar en carcajadas por cualquier motivo y pronto halló uno; sucedía que, para cocer los alimentos, el sol echaba fuego por el trasero sobre las ollas.
Al observarlo, Tatsí, pese a los desesperados esfuerzos de sus acompañantes por contenerlo, lanzó estruendosas carcajadas. El Sol, encolerizado, arrojó fuego sobre todos los visitantes y acabó por incendiar la tierra exterminando a la mayoría de sus habitantes. Los sobrevivientes se transformaron en animales.
También las leyendas de los chorote hacen quedar mal a los horneros. Aseveran que hubo uno dedicado a matar a todos los humanos haciéndolos caer desde lo alto de los árboles sus nidos, rompiéndoles la cabeza.
Pero esas tradiciones son propias de pueblos trashumantes que en ningún lugar se asentaban y no apreciaban mayormente la habilidad constructora del pájaro. Los guaraníes, en cambio, tendían ya al sedentarismo y valoraban, pues, el nido como representación del hogar y del amor. Según ellos, en esa época prehumana actual, el Ogaraiteg (el hornero) fue Jalié, un muchacho que había sido criado por su padre, haciéndolo ejercitar al máximo su fuerza y su destreza para sobrevivir.
Un día en el que Jalié había salido en persecución de un carpincho, escuchó un chapoteo en el agua y, creyendo que se trataba del animal, acudió presuroso, pero, en lugar de la bestia se encontró con una hermosa joven.
Trastornado por la hermosura de la muchacha, hija de un cacique de otra tribu, Jalié rogó la ayuda de su padre, quien lo acompañó al poblado vecino a pedir la mano de la jovencita. Pero se encontró con que había otros pretendientes, motivo por el cual el cacique había estipulado que cada uno debía pasar antes por una serie de pruebas, torneo por el que el ganador recibiría como premio a la joven esposa.
Jalié venció como nadador, corredor y arquero, hasta que quedaron sólo dos contendientes: Aguará (el zorro) y él. La última prueba consistía en ayunar durante nueve días, en tanto se permanecía inmóvil dentro de un cuero atado. Aguará se dio por vencido y desistió de seguir. Jalié en cambio la afrontó pero una vez liberado de su envoltura, ante el estupor de todos se transformó en ave, voló hasta la rama de un curupí y luego huyó a la selva donde su amada lo esperaba, ya convertida asimismo en ave. Desde entonces el hornero anda siempre con su pareja y, en recuerdo de que fue hombre, es que construye su rancho con paja y barro.
LA NACION

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