La luz de lo fugaz

La luz de lo fugaz

Por Laura Cardona
La muerte de Dios , el nuevo libro de relatos de Liliana Heker, pone fin a diez años de silencio, una desmesurada página en blanco que le impidió escribir narrativa. La ausencia de la pasión por escribir -pero no del oficio- que signó este período encuentra su principal causa en el apasionado trabajo desplegado en sus talleres de escritura, actividad que inició en 1978 y que sin duda terminó por afectar su energía creadora. Cuando se lidia diariamente con textos y procesos creativos ajenos se corre el riesgo de perjudicar la propia inventiva.
Algo parecido le sucede a Remus, el protagonista de “Concurso”, uno de los siete relatos que componen La muerte de Dios, donde se afirma sin inocencia: “Era eso, esa ferocidad para juzgarse en relación con algo que él concebía alto y bello, o el hartazgo ante tanta palabra escrita para nada, lo que hacía años le impedía escribir una sola página y tal vez lo autorizaba a ser implacable con sus semejantes”. Escritor que desde hace tiempo languidece sin escribir y que, al haber “perdido la confianza en sus propias palabras”, dedica parte de su tiempo a integrar jurados de concursos literarios, Remus es convocado como único jurado para el certamen literario organizado por una entidad bancaria de una ciudad costera. Acepta, atraído sobre todo por la perspectiva de pasar tres días junto al mar, sin imaginar que, entre otras cosas que le sucederán durante la ceremonia de entrega del premio, tendrá “unas ganas locas de reírse, y también de escribir sobre esto, porque de pronto el mundo volvía a ser un lugar absurdo y sorprendente, puesto ahí, antes sus ojos, para que él lo contara, ¿cuánto hacía que no tenía esa sensación maravillosa?”. Esta “sensación maravillosa”, la experiencia de recuperar la intensidad del deseo o su búsqueda es uno de los temas que insiste en varios relatos, indisociables, por otra parte, de la experiencia de la propia Heker. Así sucede en “De la voluntad y sus tribulaciones”, el último de los cuentos que por su extensión podría considerarse una nouvelle -igual que el primero, el que da nombre al libro-. Vica, una consagrada escenógrafa, va en taxi camino a recibir el Premio Trayectoria de Escenografía y tiene de pronto una experiencia iluminadora que, como la magdalena de Proust, la pone en contacto con los “chorros de alegría” que siempre la atravesaron, la empujaron y que ahora, a los sesenta y pico, parecen menguar y casi extinguirse. Sin importarle el premio, deja el taxi y se dirige a la casa de su infancia convertida ahora en pensión. Y allí decide instalarse, como huésped, para intentar reencontrar esas sensaciones casi perdidas que a los trece años explotaban sin filtro y averiguar “en qué consiste el trabajo de los años”. Los grandes motores de Vica a lo largo de su vida han sido la esperanza, la posibilidad del cambio y sobre todo una gran voluntad. Esta energía que ha perdido y busca es la que desborda a Mariana, la protagonista de “La muerte de Dios” que no casualmente tiene trece años. Personaje familiar en la narrativa de Heker, junto con su hermana Lucía han protagonizado varios cuentos de libros anteriores: “Berkeley o Marina del universo”, “Retrato de un genio” y “La crueldad de la vida”. Contados desde el punto de vista de Mariana, en todos ellos domina el pensamiento vertiginoso e incesante de la protagonista que no puede parar de pensar, narrado con estilo indirecto libre en el que suele colarse otra voz, un desdoblamiento que funciona como una conciencia molesta y que Heker maneja con reconocida pericia. En “La muerte de Dios” se retoman algunas de las obsesiones de relatos anteriores y se tensa al máximo la relación ambivalente e íntima de la niña con Dios. También se narran las vicisitudes y los deseos de Mariana, una niña judía no practicante a quien, entre otras cosas, le gustan la simbología, la estética y las formas sociales del catolicismo (el vestido blanco de la comunión, la cruz para llevar de colgante en una cadenita). Sus pensamientos ininterrumpidos pasan por distintos asuntos, entre ellos la historia de la familia. El argumento se resume en el deseo de Mariana de ir a un picnic dominical en Haedo y la negativa de sus padres. Ese domingo, además, les toca la visita de su abuelo, cuyo cuidado se reparte entre su madre y las cuatro tías. La adolescente está tan decidida a ir al picnic que recurre, en sus conversaciones con Dios, a pedidos y promesas que, mezclados con circunstancias azarosas en las que interviene también el abuelo, le permiten conseguir su objetivo: Dios siempre la ayuda, pero elige su propio camino. La lógica del relato fantástico de los tres deseos subyace en la narración que, como sucede en el resto de los cuentos, despliega imperceptiblemente una segunda historia o un segundo sentido que irrumpe, inesperado, en el final. La narrativa de Heker suele frecuentar el mundo infantil, y construye una mirada bien alejada de la inocencia: sus protagonistas poseen cierta crueldad, mala fe, también miedos y, sobre todo, vehemencia, igual que los adultos. En “Tarde de circo”, los padres recién separados de los pequeños Eva y Milo no dejan de pelearse ni de enrostrarse sus frustraciones mientras transcurre el espectáculo circense, sin importarles los efectos sobre los hijos.
Otros tres relatos completan el libro: en “El visitante”, Ema, la protagonista, recibe inesperadamente en su casa a un ex novio después de muchos años, y su verborragia -su lengua suelta por el whisky- impide que el hombre le explique el motivo de su visita. “Con medallas, con goulash, con un atenuado clamor de alas” narra con humor los malentendidos que la escasa comprensión del inglés, en una glamorosa reunión en Toronto, le generan a una consagrada escritora extranjera hasta que la aparición del homenajeado, un viejo poeta húngaro, la conecta con algo bello y profundo. “Toda pasión -le susurra- es posible y vale la pena ser vivida hasta los huesos.” Y, por último, el previsible “Delicadeza”, que narra la conducta paranoica de la señora Brun cuando recibe en su casa a un plomero desconocido y a su ayudante y sospecha cada vez con más motivos que le han sustraído un diamante.
Escritos con humor, ingenio y ternura, con alegría y optimismo, estos relatos exhiben un exceso que la verborragia discursiva pone en escena. La característica fuerza vital que espolea la prosa de Heker vuelve a hacerse presente con eficacia, así como la precisión de su técnica y, sobre todo, su amor por las palabras. Con la certeza de que existen fugacidades que sólo en un cuento pueden desplegar toda la luz que atesoran, Liliana Heker ha escrito un libro vital y esperanzador, que invita a una experiencia plena y, sin lugar a dudas, luminosa.
LA NACION