Ecos de los jardines de Babel

Ecos de los jardines de Babel


Por Carlos Balmaceda
Hay una foto de Jorge Luis Borges sentado en una típica silla playera de mimbre, al resguardo de una carpa de lona, en las arenas de Playa Grande. En otra imagen aparece posando de pie, con saco blanco, pantalón y camisa al tono, apoyado con displicencia cosmopolita en una baranda de las escalinatas de Villa Victoria. Y también: Borges sentado en un banco de madera del jardín de Villa Silvina, la casaquinta marplatense de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Y otra: está con un short de baño oscuro y una camisa rayada de manga corta, en el balneario San Jorge, de Punta Mogotes, cuando las playas del Sur todavía estaban rodeadas de médanos vivos.
También pienso en algunas escenas reveladas por la memoria colectiva, por sus amigos y sus biógrafos. Por ejemplo: Borges, sacudido por una ola mientras nadaba en Playa Grande, debe ser atendido de urgencia para evitarle un desprendimiento de retina; Borges, a bordo de un tren que partió de Plaza Constitución rumbo a Mar del Plata, subestima los consejos de su oftalmólogo y se pasa el largo viaje leyendo hasta quedar virtualmente ciego. Y finalmente: Borges discute con Victoria Ocampo en Villa Victoria, enfurecido arma su valija, abandona la casa y pasa la noche maniatado por el frío en un banco inhóspito de la estación de tren.
Pero cuidado: estas imágenes de Jorge Luis Borges, que lo muestran atrapado por las delicias o contratiempos típicos de un veraneante, no deben engañarnos. Borges se movía por Mar del Plata con el espíritu nómada del joven Marco Polo creado por Italo Calvino en Las ciudades invisibles: los lugares que recorría estaban cargados de signos que él debía descifrar y contar. Sus pasos siempre fueron los del viajero, jamás los del turista. El viajero que se asombra, no el turista que se distrae. El turista, envuelto en el vértigo de lo fugaz y trivial, se deleita con las apariencias. Y Borges, el viajero incansable, se sumergía en espacios desconocidos que luego, al narrarlos, eran recreados y dotados de nuevos sentidos.
Como un alquimista, Borges encontró que en Mar del Plata había formas, aromas, sonidos y experiencias que él podía transmutar en una materia distinta: en palabras y signos; en relatos. La ciudad, así, se convertía en una metáfora. O, mejor, en una metonimia: dentro de las fronteras del balneario cabía todo el vasto mundo. Un juego simbólico: disolver la ciudad real para construirla como una ficción.
Digo algo que pocos saben: Borges confesó una vez que Mar del Plata le resultaba una ciudad opaca, evanescente, a la que sólo redimía el mar. El mar frío del Atlántico sur, al que Borges desafiaba nadando contra la marea. Era un buen nadador. Incluso cuando ya estaba ciego, nadaba mar adentro acompañado por Adolfo Bioy Casares, y lejos de la orilla, donde sólo se oyen los rumores del océano, se quedaba flotando con los brazos abiertos en cruz, el cuerpo abandonado al ritmo del agua y el rostro enfocado hacia el cielo y el sol.
Borges frecuentó Mar del Plata durante medio siglo. Comenzó a venir en la década del 30 y la visitó por última vez en el otoño de 1984. Yo lo conocí en agosto de 1981. Ya era un mito encarnado. Llegó acompañado de su hermana, Norah, para dar una conferencia en el teatro Auditorium y grabar un programa de televisión. El viaje lo habíamos organizado con un grupo de artistas y escritores lugareños que anhelábamos homenajearlo. Estuvo con nosotros durante tres días memorables, y pocos años después convertimos ese encuentro en un libro que el propio Borges prologó. Ya era 1985, y fue el último prólogo que escribió.
Borges comenzó a viajar a estas costas de la mano de Victoria Ocampo, dueña de la hermosa Villa Victoria. La villa, a la que algunos llamaban bungalow, es de madera y en 1912 la trajeron en barco desde Inglaterra completamente desarmada. La dueña original fue Francisca Ocampo de Ocampo, quien a principios de los años 20 se la regaló a Victoria, su sobrina nieta y ahijada.
Es sabido que Victoria convirtió a la villa en un lugar cargado de leyendas gracias a sus largas estadías en Mar del Plata, que solían extenderse de diciembre a mayo, y a los carismáticos invitados que albergaba: Gabriela Mistral, Waldo Frank, Alfonso Reyes, Roger Caillois y, según testimonios infidentes, también Le Corbusier y Rabindranath Tagore.
Y Borges, claro. Infaltable.
En Mar del Plata, Borges pasaba gran parte del día en la playa; a la tarde le gustaba compartir charlas con sus amigos escritores y artistas; al anochecer iba al cine o a cenar con amigas, o bien con Victoria y los Bioy. Trasnochaba poco y, hasta que perdió la vista, leía y escribía con obsesión rigurosa. Nunca se integró a la vida mundana que palpitaba en el balneario.
Hasta mediados de la década del 40, cuando se construyó la ruta 2, a Mar del Plata se llegaba en tren. Era un viaje tedioso que duraba de siete a once horas según las veces que el convoy se detenía en las distintas estaciones. Había un elegante vagón comedor, pero Borges prefería quedarse en su asiento para leer. No escribía, aunque anotaba algunas ideas en su infaltable cuaderno; el monótono traqueteo del ferrocarril y su vista frágil eran incompatibles.
Después comenzó a venir en auto, a veces con Victoria Ocampo -a quien le encantaba manejar- o con los Bioy. Los últimos años llegaba en avión; desde que se quedó ciego, siempre viajó acompañado.
Y así puedo seguir y seguir, con la lupa en la mano detrás de las huellas que Jorge Luis Borges dejó en estas costas: una crónica puntillosa, detectivesca, del escritor devenido él mismo un objeto literario. Pero será mejor hablar de dos relatos monumentales escritos bajo el embrujo de Mar del Plata: “La biblioteca de Babel” y “El jardín de los senderos que se bifurcan”.
Vuelvo a Villa Victoria porque es la pieza clave en lo que cuento.
La casa principal del conjunto arquitectónico bautizado Villa Victoria mira hacia el Norte; hasta la década del 70, cuando se dividió en dos el terreno original y se vendió la mitad, ocupaba el extremo sur de dos manzanas. A espaldas y a los costados de la casa están la vivienda del casero y las cocheras con dependencias de servicio. Así que teníamos la casa de madera de dos plantas alzada junto a un inmenso jardín donde convivían hortensias, magnolias, dalias, romeros, lavandas y laureles a la sombra de lambercianas, pinos, plátanos, casuarinas y Phoenix.
Aún se investiga quién diseñó el jardín. Quizá fue el ingeniero y arquitecto Manuel Ocampo, el padre de Victoria. O tal vez un paisajista francés, amante del gnosticismo y la astronomía. ¿Quién sabe? Pero lo que importa decir es que el jardín fue construido con ánimo matemático y esotérico a la vez: si se lo miraba de Norte a Sur o viceversa, tenía la forma de un ocho; en cambio, si se lo observaba desde el Este o el Oeste, tenía la figura del símbolo infinito. ¿No es maravilloso?
Creo que Borges imaginó su genial metáfora del infinito en “La Biblioteca de Babel” debido al hechizo que le provocó el sugestivo material simbólico que le ofrecía el jardín de la villa. Me ilusiona sospechar que la clave está, dónde si no, en el propio texto. Por ejemplo: en el primer párrafo del cuento la mención del infinito aparece tres veces, y el último párrafo dice: “Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito”.
Una hipótesis literaria: el jardín de Villa Victoria puede verse y leerse, con su lenguaje de colores y formas que se transforman día tras día, como la sutil metáfora de una biblioteca ilimitada, también periódica. Cada flor y cada árbol, un libro; cada pétalo y cada hoja, una página. Y cada flor, a la vez, es El Libro, ya que debido a su capacidad de mutar y mutar, con el paso del tiempo podría contener todos los libros posibles.
Lo que digo alcanza, además, para resolver la incógnita que planteó María Esther Vázquez en Borges. Esplendor y derrota. Como es sabido, Borges incluyó al pie del relato la mención del lugar y el año en que lo había escrito: Mar del Plata, 1941. Entonces la biógrafa y amiga de Borges se pregunta: ¿el cuento se escribió en Villa Victoria o en Villa Silvina, la propiedad de los Bioy? No tengo dudas: en Villa Victoria. Por otro lado, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo se casaron en diciembre de 1940 y compraron la residencia marplatense en 1942. Y el cuento, para esa época, había sido publicado por la editorial Sur. Así que no hay misterio.
Y vuelvo a Villa Victoria. En “El jardín de los senderos que se bifurcan” la transmutación literaria es una operación metonímica: el jardín de la villa, que por su forma es un símbolo del tiempo (del tiempo infinito), se convierte en el tiempo mismo.
Borges narra en el propio cuento que “El jardín de los senderos que se bifurcan” es una adivinanza o una parábola sobre el tiempo. Y el jardín de la villa también lo es: ¿acaso el viajero que lo recorría no regresaba siempre al punto de partida para recomenzar el recorrido una y otra vez, sin principio ni fin, de modo interminable? Una imagen del laberinto. Sí, el del tiempo y sus signos, que como el jardín, es un laberinto de significados fugaces, intercambiables, inagotables.
“El jardín de los senderos que se bifurcan” fue dedicado a Victoria Ocampo. El gesto de gratitud no explica las razones secretas que lo motivaron. ¿Habrá sido por el jardín? Ojalá. Así, con el eco de las palabras que en el cuento pronuncia el espía y catedrático Yu Tsun, puedo decirle a Borges: “Yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pan”.
LA NACION