Viejas y nuevas utopías

Viejas y nuevas utopías

Por Luis Gregorich
Al escribir sobre Frantz Fanon, no puedo menos que citar algunos datos autobiográficos. No lo hago por interés personal o por vanidad, sino para restablecer cierto clima generacional que los más jóvenes no han compartido, salvo como archivo teórico. En aquel pasado ya casi remoto -hablo de mediados de la década de 1960-, un grupo de (entonces) jóvenes que nos considerábamos cercanos a la izquierda política y cultural fundamos una pequeña revista/libro, Cuadernos de crítica , que tendría una efímera vida de apenas tres números. Abriendo la primera de ellas, encuentro una nota firmada por mí: “Frantz Fanon y el Tercer Mundo”. Allí, la franca simpatía por el personaje analizado se contrapone con algunas diferencias de menor cuantía, sin alcanzar a ensombrecerla.
La revista incluiría, además, traducciones de Gyorgy Lukács y Roland Barthes, ensayos histórico-literarios de Noé Jitrik y Jaime Rest, debates sobre peronismo y marxismo, una dura crítica a El retorno de los brujos de Pauwels y Bergier, y comentarios sobre libros de -entre otros autores- Juan José Sebreli, David Viñas, David Riesman, Tulio Halperin Donghi, Julio Cortázar y Alejo Carpentier. Una mención para los compañeros cofundadores de los Cuadernos : Jorge C. Caballero, Jorge A. Capello, Valentín Cricco, Fernando Lida García y Carlos Okada.
¿Por qué empezar una revista de esas características con Fanon? ¿Por qué su importancia política e ideológica durante aquellos años, y su relativo olvido, o en todo caso, su relegamiento a una rutinaria bibliografía académica en nuestros días? ¿Por qué fue capaz de convertirse, después de muerto, en uno de los principales inspiradores de la guerrilla revolucionaria de los años 60 y 70, y de grupos tan distantes entre sí como la banda Baader-Meinhof en Alemania, los Panteras Negras en Estados Unidos, y los seguidores del foquismo guevarista en América latina? ¿Cuál fue la atracción que ejerció, cuál su fuerza y cuáles sus debilidades?
Ante todo, repasemos la breve vida del hombre Frantz Fanon. Nació en Fort-de-France, Martinica, el 20 de julio de 1925. Pertenecía a una familia negra de la colonia caribeña francesa, con mezcla de sangre blanca y tamil de la India. Durante la Segunda Guerra Mundial, se alistó en el ejército francés de liberación, y obtuvo en 1944 una Cruz de Hierro por su desempeño en Alsacia. A fines de la guerra, los soldados de raza negra como Fanon sufrieron diversas formas de discriminación. Más tarde pudo entrar a la Facultad de Medicina de Lyon, donde se recibió de médico psiquiatra en 1951. Al año siguiente publicó su primer libro, Piel negra, máscaras blancas , en el que inauguraba su estudio de la psicología y la cultura de la sociedad colonizada.
En 1953 fue designado jefe de servicio en el hospital psiquiátrico de Blida-Joinville, Argelia. A fines del año siguiente se inició la rebelión a favor de la independencia argelina. La experiencia del hospital de Blida, frente a patologías originadas por la situación colonial y la pérdida de identidad cultural, terminó de definir el destino de Fanon, que renunció a su cargo y se unió a la lucha de los rebeldes argelinos, encabezada por el Frente de Liberación Nacional (FNL). Expulsado de Francia, trasladó su residencia a Túnez. Tuvo presencia en la política de comunicación y cultura del FNL, y consagró tiempo y esfuerzos a su ideario panafricano y su concepto de la “negritud”, que había heredado de su viejo maestro martinicano, el gran poeta y militante comunista Aimé Césaire.
Enfermo de leucemia, siguió activo en diversos congresos revolucionarios, hasta que el mal lo venció. Murió el 6 de diciembre de 1961, en un hospital deBethesda, cerca de Washington. Tenía 36 años. Pudo sostener entre sus manos, en sus últimos días, los ejemplares recién publicados del que sería su libro más famoso e influyente, y que resumiría sus investigaciones: Los condenados de la Tierra , con prólogo de Jean-Paul Sartre.
Esta obra, que motivó mi entusiasmo y cimentó mi modesto análisis hace más de 40 años, debe ser reexaminada aquí. Primero, las palabras de Sartre, curiosamente menos matizadas que las de Fanon, al referirse al fenómeno de la violencia en los países colonizados. El filósofo francés afirma:
si descartan la verborrea fascista de Sorel, comprenderán que Fanon es el primero, después de Engels, que ha vuelto a sacar a la superficie a la partera de la historia. […] ninguna dulzura borrará las señales de la violencia; sólo la violencia puede destruirlas? Y el colonizado se cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las armas? Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una? matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido.
Fanon, en cambio, aunque pone en primer plano la violencia y la considera una estrategia “terapéutica” para que el colonizado deje de serlo, la relativiza cuando se refiere al futuro, es decir, al período de la descolonización:
Después de la liberación nacional, se invita al pueblo a luchar [a ejercer la violencia] contra la miseria, el analfabetismo, el subdesarrollo. La lucha se afirma, continúa. El pueblo comprueba que la vida es un combate interminable.
Hijo ideológico y a la vez crítico de los principios de la Conferencia de Bandung (1955), que fija el concepto de Tercer Mundo en una reunión de naciones de Asia y África, Fanon propone una versión actualizada del panafricanismo, donde la teoría marxista se mezcla con el nacionalismo popular. El escenario sobre el que organiza sus pasos es, inevitablemente, el de los años que siguen a la Segunda Guerra Mundial, y que marcan el ocaso de dos imperios coloniales: el inglés, del que podría decirse que se disuelve en orden, y el francés, que antes de aceptar la nueva realidad pierde dos contiendas bélicas: la de Indochina y la de Argelia.
Releídas hoy, las páginas de Los condenados de la Tierra , y en general el pensamiento de Fanon, arrastran consigo la mochila del tiempo en que fueron escritas. Ahora sabemos que los movimientos de liberación en diversos países, en especial los africanos, lejos de traer más libertad e igualdad a sus pueblos, terminaron imponiéndoles regímenes corruptos y personalistas, incluso liquidando los jirones de modernidad que las potencias coloniales, en medio de la iniquidad y la explotación, habían conseguido instaurar. En más de un caso la supuesta revolución nacional escondió, bajo su disfraz, nuevas formas de subordinación económica a los países centrales. Hay que reconocer, de todos modos, que Fanon se anticipa ocasionalmente, con fuertes críticas a sus compañeros de lucha, a estos retrocesos que él sólo alcanzaría a ver en forma parcial.
Lo que sigue seduciendo en Fanon es otra cosa. Es, ante todo, la pasión de su lenguaje, el fuego del discurso que ilumina su obra y, en muchos pasajes, un texto que debe consumirse en un registro más preceptivo y moral que sociológico. Hasta cuando habla de violencia y lucha armada, su tono se parece al de un predicador convencido, no al de los razonamientos de un militante de extrema izquierda. La identificación de la Revolución con la Moral es la que hoy menos nos convence, porque en su nombre se han cometido muchos desafueros y crímenes. Fanon, sin embargo, se resiste a toda simplificación.
En el carácter empírico y fechado de sus escritos está su debilidad, pero también su fuerza. Hay allí, aparte del estilo pasional, un documento de acción que el escritor y militante nos entrega a partir de su tarea en la guerra de liberación argelina y sus viajes por los países africanos como delegado del gobierno revolucionario. Han merecido debates otros puntos que plantea, desde el discutible protagonismo del campesinado y lumpenproletariado en las luchas anticolonialistas hasta el llamado al permanente estado de movilización popular para hacer frente al estancamiento y los abusos que suele implicar un liderazgo unipersonal. Son dignos de ser tomados en cuenta sus constantes buceos en las imágenes y rituales de la cultura nacional (ilustrados con ejemplos africanos), que le sirven para fustigar las contradicciones de la colonización cultural. Por fin, el último capítulo de Los condenados de la Tierra , “Guerra colonial y trastornos mentales”, analiza una serie de casos extraídos de la experiencia del autor como médico psiquiatra, con una sorprendente simetría de los estragos causados en esta esfera por nuestras propias dictaduras militares.
A medio siglo de la desaparición física de Frantz Fanon, los que fuimos sus admiradores (aunque no tuvimos el valor o la irresponsabilidad de poner en práctica sus ideas) debemos confesar que el tiempo no le ha dado la razón. Las guerrillas “liberadoras” han entrado en su declinación final, trátese de Irlanda, el País Vasco o Colombia. El foquismo ya no tiene nuevos adeptos, ni en América latina ni en ninguna otra parte, y las posturas voluntaristas y mesiánicas chocan contra el sentido común. Somos muchos los que nos hemos comprometido con la áurea mediocridad de la democracia republicana, en realidad una utopía tan difícil de realizar como lo fueron sus antecesoras más intrépidas. Dentro de este marco, elegimos sin vacilar el reformismo socialdemócrata, adversario pero no enemigo de los populistas y de los conservadores liberales.
Sin embargo, voces como la de Fanon nos seguirán marcando con su sello, porque los conflictos que él describía no desaparecerán. A lo sumo los veremos travestidos con nuevas formas de explotación, con los desastres generados por las narcoculturas, con los fundamentalistas dispuestos a acallar a los diferentes, con los abrazos de oso imperiales a los ecosistemas y, en general, con una crisis que tiene trabados a los estadistas del mundo, más inclinados a la dilapidación que a la solidaridad. De ahí que una honesta lucidez acusador sea siempre bienvenida
LA NACION