Síndrome post romance

Síndrome post romance

Por Patricia Suárez
Por supuesto, que Caty Kharma estaba muy triste después que dejó de ver a Martín. Y estaba resuelta a nunca, nunca más caer otra vez en brazos de un hombre. Eran todos perros, gemía ella, y lloraba por los rincones. Fue en búsqueda de un hombro amigo, pero Maca le dijo que ella, con veinticinco años, nunca se los había tomado demasiado en serio porque un amor no le entraba en la agenda; y Kendra se abstuvo de aconsejarla porque, según declaró: ¡a ella le gustaban tanto los hombres! Caty la miró con odio; hablaba de ellos como si hubieran sido helados en palito.
La madre de Caty, al saber de su estado, la acusó de negligente por meterse con un tipo sin siquiera averiguarle el Veraz en un locutorio. Recordemos que la madre de Caty, mantenía un romance con su primer ex marido, Coco, con quien tomaban clases de bailes tropicales para conservar a la pareja erotizada. Ahora estaban aprendiendo los pasos del calipso, que tan popular hiciera Harry Belafonte y por eso recomendó a su hija la terapia del movimiento. Si ella quería, Coco la podía llevar una de estas noches al salón de salsa y le presentaban algún candidato. Había dos: Cholito, un ayudante de carnicería, y don Heriberto, que acababa de ganar una medalla de plata en la maratón We Run Buenos Aires ¡con casi setenta añitos!
Apiadada de ella, la vecina del 7mo B, que era psicoanalista y vestía siempre de negro como una partisana de luto, le dio la dirección de una psicóloga a pocas cuadras, una especie de eminencia del alma humana pero que no atendía por obra social. A Caty le era indiferente: ella ni tenía obra social, ni a esta altura estaba segura ya de tener alma. La doctora portaba el sonoro nombre de Electra Esdrújula. Caty procedió a pedir una cita por teléfono, donde fue atendida por una chica con marcado acento paraguayo y que hacía pausas tan largas al deletrear y -supuestamente- anotar su apellido, que era de sospechar que en el caracol de su mente la chica estuviera soñando con el Lago de Ypacaraí. La cita era para dentro de tres días, pero el hecho de tener una cita -o tal vez la mera palabra “cita”- mejoró bastante la melancolía de Caty. De hecho, se sumió en fantasías vagas como las de anotarse en la Facultad de Psicología el próximo lunes o leer las Obras Completas de Freud el fin de semana.
Esa misma tarde le contó a Maca y a Kendra que había sacado cita con un psicólogo. Maca iba a dos: un gestáltico y un psicoanalista lacaniano. Uno no sabía que ella visitaba al otro. Es más, en lo del gestáltico Maca llevaba una vida falsa y se hacía llamar Clarisa del Valle. Kendra no había pisado un consultorio en toda su vida; estaba abocada a la Meditación, el dojo zen, y creía que lo que no podía arreglar en esta existencia, sin duda hallaría arreglo en la próxima. Para contribuir generosamente a la recuperación de Caty, mientras acomodaban la escenografía, Kendra se echó lo más pancha en el escenario del Teatro Andamio, y le enseñó varias posiciones como la Cobra, la Iguana y el Gato del Tejado y así restaurar la energía de un chakra. Caty tuvo el buen tino de no imitar a Kendra y quedar enredada como contorsionista en una puerta giratoria. Igual, ella mantuvo un naciente buen humor ante la idea de su cita con la Dra. Esdrújula.
A las cinco de la tarde del miércoles, Caty puso sus plantas en el decoroso consultorio de la eminencia. Era una señora que no pasaba del metro cincuenta, usaba un turbante alto como una torta de casamiento, una túnica verde con motivos de palmeras y leopardos y tenía los ojos cargados de kohol. En el cuarto había un diván, una alfombra persa, un retrato de Sigmund Freud encima de un sillón vienés. La Dra. Esdrújula la llamó “Querida”. Había una lámpara de pie, una mesa ratona con un florerito de porcelana blanco y dos camelias meciéndose dentro. La Dra. Esdrújula tenía buen gusto, afirmó Caty. Encima de la mesa, una caja con pañuelos de papel. Y paradito en un arco muy cerca de una ventana con cortinas de voile y visillos de encaje, un loro barranquero verde, vivo, y que chillaba. Ella le ordenó:
-Onfray, calláte.
Cualquiera del gremio sabe que Onfray es una especie de enemigo actual de Freud. Caty no lo sabía. Pasaron luego con toda sencillez y acuerdo a estipular los honorarios por sesión.
-¿Qué le pasa, querida?
-Mi novio me dejó. Me dijo que yo era su único amor, pero tenía esposa e hijos.
-Son todos unos hijos de puta -dijo la Dra. Esdrújula y con estas sabias palabras dio por comenzado el tratamiento psicoanalítico de Catalina Kharma, 32 años, seducida y abandonada.
CLARIN