29 Jan Sigilosas estampas de la crueldad
Por Débora Vázquez
Médico que nunca ejerció, coleccionista de insectos en la infancia, fotógrafo, coguionista de películas propias y ajenas y fundador de una compañía de teatro, Kobo Abe (Tokio, 1924-1993), según confesó alguna vez, fue también el inventor de unas cadenas de neumáticos concebidas para andar por caminos nevados. Yukio Mishima, que perseveraba en frecuentarlo, a pesar de estar política y literariamente en la vereda opuesta, lo consideraba el escritor menos japonés de la historia de la ficción nipona. Por su parte Abe, que se definía como “un hombre sin ciudad natal”, y estaba convencido de que los nacionalismos sólo servían para ver en el otro a un agresor en potencia, no se molestó en enmendar a su amigo. Pero además de occidentalizado, por así decirlo, y hombre de izquierda -las traducciones de sus obras, a diferencia de las de Mishima, se conocieron en la vieja Unión Soviética y Europa del Este antes que en Occidente-, Abe fue uno de los renovadores de la literatura japonesa de posguerra. Kenzaburo Oé, menos pudoroso que Mishima para profesarle su admiración, declaró en alguna oportunidad que el merecedor del Nobel con el que a él lo habían premiado no era otro que Kobo Abe.
Los cuentos siniestros compila siete relatos que datan de mediados de la década del 50 hasta mediados de la del 60. Para la lengua española, que apenas dio a conocer tres de sus novelas – La mujer de la arena , El rostro ajeno e Idéntico al ser humano -, resultan una auténtica rareza. Dentro del conjunto de los más de cincuenta cuentos de Abe, en cambio, constituyen una muestra modesta de su oficio. Fueron traducidos directamente del japonés. Un mérito antes que una obviedad, si tenemos en cuenta que más de la mitad de las veces se prefiere el atajo de la versión inglesa antes que transitar la esforzada tarea de auscultar una lengua oriental.
Pese a haber sido escritos hace medio siglo, Los cuentos siniestros versan sobre temas tan actuales como la pérdida de identidad que padece el individuo de las grandes urbes y la incredulidad frente la justicia, o la indefensión ante la injusticia, que es prácticamente lo mismo.
Bautizado por cierta crítica como “el Kafka japonés”, Abe supo también dejarse influir por el nouveau roman , el teatro del absurdo, el surrealismo en su vertiente más pesadillesca y la ciencia ficción como antiutopía, para producir la obra audaz y descarnada que puede apreciarse en los cuentos de esta colección. Con un lenguaje desnudo, despojado de artificios y una mirada sagaz sobre los personajes que, como salidos del casting de una novela de Gogol, se las ingenian para echar a perder sistemáticamente sus vidas, el escritor japonés logra provocar -con o sin alegoría mediante- un extrañamiento en el lector.
Si bien para cuando escribió Los cuentos siniestros Abe ya se estaba distanciando del comunismo, la dialéctica marxista en ellos no deja de ser ubicua. La lucha de clases, por ejemplo, queda en evidencia en “El Grupo de Petición Anticanibalista y los tres caballeros” (1956) en el que en un futuro lejano -tan lejano como para considerar la palabra “huelga” un arcaísmo- conviven la clase comedora y la clase comida. En otras palabras, humanos que envían a sus semejantes al matadero para saciar su apetito y humanos que, por primera vez en siglos, se atreven a protestar contra esta práctica. La súplica de un padre por la vida de su hija es un fiel reflejo de lo negro que puede llegar a ser el humor del escritor: “Me han dicho que la van a mandar a la sección de jamones. Tan dulcera que es, como su madre, su carne es muy jugosa. Me dijo el encargado que sólo nos iban a devolver la ración de grasa que saliera de ella”. También en “El huevo de plomo”, otro cuento futurista en que un hombre encerrado en una cápsula de hibernación despierta varios siglos después de lo previsto, se plantea un antagonismo entre dos razas, los hombres propiamente dichos y una especie de humano-vegetal, fanática de las apuestas y reacia al trabajo que, por no tener estómago, aborrece la palabra “comer” y ve como “esclava” a la raza carente de clorofila.
En el cuento inaugural del libro, “El pánico”, se apunta contra un Estado totalitario que, antes que equitativo y dadivoso, como prometía el realismo socialista, resultó ser, según Abe, corrupto y policíaco. El relato arranca con un hombre sospechado de homicidio que, “a modo de advertencia para quienes estén desempleados”, refiere cómo fue engañado por el reclutador de una empresa mafiosa. La cosificación del trabajador salta a la vista cuando en el formulario que éste debe completar se recalca la irrelevancia de dejar sentado el nombre. Vale aclarar que el refrán que Abe pone en boca del protagonista al iniciarse el relato, “mala experiencia ajena es lección buena”, convendría ser tomado en broma. Kobo Abe, lejos de toda literatura de tendencia moralista, nunca pretendió ser un educador.
Probablemente “El perro” (1954) sea el más surrealista de los relatos. En él el joven pintor S -reducir los nombres de los personajes a iniciales es en Abe casi una norma para despersonalizarlos- termina siendo devorado por la mascota de su mujer: un perro que habla. Tanto aquí como en el cuento anterior cabe dudar acerca de la salud mental de los respectivos protagonistas. En el relato “La casa” (1957), como en “La metamorfosis”de Kafka, una familia mantiene encerrado a uno de sus integrantes. Pero esta vez no se trata de un escarabajo sino de un ancestro “ligero como una maleta vacía” y “arrugado como un muñeco de papel” que se va heredando de generación en generación. Si el longevo esperpento existe o si consiste en una ilusión colectiva es algo que tanto a los personajes del cuento como al propio lector les costará dirimir.
Esta sensación de casa tomada, propia de lo siniestro, regresa en “La muerte ajena” (1961). Allí un hombre descubre el cadáver de un desconocido en su departamento y, temiendo ser inculpado por la ley -como si uno fuera culpable hasta que se demuestre lo contrario-, intenta deshacerse del cuerpo. La situación recuerda a una pieza de Ionesco de 1953, Amadeo o cómo salir del paso , en donde una pareja se encuentra en su dormitorio con un cadáver que no para de crecer. Si bien en Kobo Abe el cuerpo conserva el mismo tamaño hasta el final del relato, la dimensión que éste cobra en la mente del protagonista es tan monstruosa que pareciera ocupar todo el espacio, y hasta lo empuja a preguntarse en su desesperación si a lo mejor no debería entregarse a la justicia.
El último de los relatos parece sustraído de una colección ajena. A diferencia de la calibrada construcción de los cuentos previos, “Al borde del abismo” (1964) empieza y termina con el monólogo interior de un boxeador que acaso se podría inscribir en la tradición de las narraciones realistas. No obstante, esta voluntad de replicar el “desorden asiático del mundo real”, para decirlo con palabras de Borges, no atenta contra el resto del libro sino que pone de manifiesto sus virtudes. En resumen, tramas sigilosas que en el momento menos pensado saben hacer aparecer, como por arte de magia, lo que estaba oculto desde el principio.
LA NACION