24 Jan La paradoja del mal
Por Diana Cohen Agrest
Hace unos días murió Christopher Hitchens, sin renunciar a un ateísmo militante que condensó en su libro Dios no es bueno . Con pasión blasfémica, en sus páginas acusa a la religión de ser la fuente ilusoria de un mal moral “que envenena todo”. En su alegato, sostiene que los monoteísmos son un “plagio de plagio” hermanados por el mito de un mundo enseñoreado por un Dios que presuntamente premia la virtud y castiga el pecado. Pero, a juzgar por los resultados, hasta los depravados -dice- se escandalizan ante quienes, cobijados por una inverificable justicia divina, cometen los actos más atroces. La religión, aduce Hitchens, no sólo condujo a que “muchas personas no sólo no se comporten mejor que otras, sino a que consideren aceptable comportarse en modos que harían que los encargados de un burdel o de una limpieza étnica fruncieran el ceño”.
La existencia del mal -tanto el mal moral (aberraciones como los homicidios o las violaciones) como el mal natural (desde los tsunamis hasta las enfermedades)- descansa en la profesión de fe en un Dios omnisciente, bueno y omnipotente que nos revela, no obstante, la paradoja siguiente: si Dios es omnisciente, conoce el sufrimiento y el dolor en el mundo. Si es bueno, quiere desterrarlos. Si es omnipotente, es capaz de impedirlos. De todo lo cual parece que debemos concluir que o bien Dios no es omnisciente y desconoce las tragedias del mundo, o bien Dios no es bueno y es indiferente ante el mal. O bien Dios no es omnipotente y no puede hacer nada para evitarlo.
Una respuesta que soslaya la paradoja del mal es la recogida por Hitchens, quien proclamó que Dios es apenas una ficción creada por el hombre. De ser así, se invierte el relato bíblico, pues no fue el hombre aquel creado a imagen y semejanza de Dios, sino que fue Dios quien fue creado a imagen y semejanza del hombre. Ya Jenófanes, un contemporáneo de Sócrates, habría dicho que “si los caballos? tuviesen manos y con ellas pudiesen dibujar y realizar obras como los hombres, los caballos dibujarían figuras de dioses semejantes a los caballos? y formarían sus cuerpos a imitación del propio”.
En los albores del pensamiento cristiano, San Agustín se confronta a la paradoja de la existencia del mal en un mundo creado por Dios en donde todo ser, en su condición de creatura divina, es bueno. En un orden -en y por su origen- perfecto, ¿cómo se explica, entonces, el mal? La respuesta es que así como la oscuridad es ausencia de luz, el mal no es un ser, no es nada positivo, sino una dirección: el hombre peca cuando elige desviarse hacia los bienes mundanos en lugar de orientarse hacia los bienes eternos.
Pero como las atrocidades continuaron sucediéndose sin sabáticos en la historia humana, el hombre se vio urgido a justificar, una y otra vez, la existencia del mal. Tiempo después, Leibniz intentó compatibilizar en su Teodicea la existencia del mal en el mundo con la bondad divina. Alegó entonces que Dios creó “el mejor de los mundos posibles”, pero que el hombre, por su finitud, es incapaz de observar el diseño perfecto de todo el universo. De allí que aquello que el hombre vive como un mal, en el plan divino es un bien.
La aceptación de los designios de Dios como fuente insondable para la finitud humana resuena todavía hoy cuando, ante lo que parece estar fuera del poder humano, el creyente se consuela murmurando “Dios lo quiso así”. Pero ya entonces no faltaron razones que nutrieran a los incrédulos: el terremoto de Lisboa de 1755 fue suficiente para que Voltaire interpelara el optimismo ingenuo de Leibniz, ironizando que si éste es “el mejor de los mundos posibles”, cómo serán los otros.
Una de las explicaciones más fascinantes y desconsoladoras del sufrimiento se narra en la historia de Job, un piadoso que vivía feliz hasta que Dios lo pone a prueba: quiere saber si Job seguirá siéndole tan fiel en el infortunio. Un día, narra la Biblia, Satán compareció ante Dios para contarle los pecados que los hombres cometían desobedeciendo la ley divina. Prontamente, Dios replicó: “¿Has visto a mi siervo Job? No hay nadie como él en la Tierra, un hombre profundamente bueno que no peca jamás”. Satán, insistente, lo hostiga una vez más: “Por supuesto, Job es piadoso y obediente. Y Tú lo premias derramando riquezas y bendiciones sobre él. Quítale esas bendiciones y verás cuánto tiempo continúa siendo Tu siervo obediente”. Aceptando el desafío demoníaco, Dios permite que Satán destruya la hacienda y mate a los hijos de Job. Anegado en el infortunio, éste persiste en su fe. Entonces Dios permite que Satán cubra su cuerpo de heridas putrefactas, convirtiendo cada instante de su vida en una tortura. Sus amigos visitan a Job y procuran encontrar una explicación de los castigos: la dicha de los malos es breve; el infortunio de los justos prueba su virtud; el sufrimiento es un castigo de faltas cometidas por ignorancia o por debilidad. Hasta el Talmud explicaría, más tarde, el sufrimiento como una prueba que Dios envía a quien El sabe que es capaz de soportarlo. Cuando el alfarero nos ofrece sus vasijas de arcilla, como argumento de venta las golpea con un palo para demostrar que son fuertes y sólidas. Pero el alfarero sabio golpea solamente las vasijas más fuertes, jamás las débiles. Así, también, Dios envía esas pruebas sólo a quienes sabe capaces de sobrellevarlas, de tal modo que ellas y los demás puedan conocer la magnitud de su fortaleza espiritual. Este dudoso criterio parece guiar la elección de Job como aquel que, pese a todos sus infortunios, no renunciará a su devoción. Tan firme persiste en su fe que Dios lo recompensa con otra hacienda y otros hijos.
En las conmovedoras páginas de Cuando la gente buena sufre , Harold Kushner interpreta la historia de Job en los términos de la paradoja del mal: si Job es justo, entonces deberíamos negar de Dios su omnisciencia (Dios era perfectamente consciente de lo que hacía, hasta se dio el lujo de apostar con el diablo) o bien su bondad (aunque Kushner sostiene que el autor del Libro de Job cree tanto en la bondad de Dios como en la del infortunado Job) o bien su omnipotencia.
Pero negar su omnipotencia hace de Dios un ser sabio y bueno, aunque indigente: antes de ser recompensado, Job le reclama a Dios la injusticia de su infortunio. En una teofanía en la que Dios se le manifiesta a Job bajo el aspecto de un viento huracanado, lo increpa furioso: “¿Cómo te atreves a cuestionar el modo en que dirijo el mundo? ¿Tienes un brazo tú como el de Dios y truena tu voz como la suya?”. El día que sea capaz, lo reprende, de hacer lo que Dios hace, sólo entonces, “Yo mismo te alabaré por la victoria obtenida con tu mano”. El mensaje celestial podría significar que una vez creado el mundo según leyes universales y necesarias que ya no necesitan del concurso divino, y una vez creado el hombre dotado de libertad, el costo es la existencia del mal natural y del mal moral. En ese escenario, ni Dios es capaz de evitar que la crueldad y el caos se cobren víctimas inocentes. Y sólo así podemos reconocer un Dios que comparte nuestro desamparo y sufre con nuestro dolor: la ira o la compasión que sentimos es la misma ira o compasión de Dios que se expresa en nosotros. Ese Dios que el papa Ratzinger invocó en términos semejantes en su homilía, poco antes de la Nochebuena, cuando imploró que “Dios demuestre su poder” haciendo que reine la paz en el mundo.
La fe no sólo es una promesa de salvación eterna. También puede ser una respuesta a la búsqueda terrenal de consuelo cuando el ser humano, en su vulnerabilidad, padece las inclemencias del dolor o avizora la proximidad de la muerte, como si hubiese un Dios que vuelve comprensible lo incomprensible. Aunque se trate de una fe temerosa, hasta apócrifa, mantenida a sabiendas de que ese Dios puede ser apenas una ilusión útil portadora de esperanzas para un espíritu desgarrado.
Confrontados a la paradoja del mal, nos resta todavía otra respuesta, tal vez la más difícil, pero tal vez la más auténtica para quien no se conforma con un Dios insondable o indigente: aceptar el orden ciego de una naturaleza contingente que no sabe ni del bien ni del mal, donde los encuentros son tan fortuitos como impredecibles.
En cualquier análisis, reconciliados o no con la fe, pretendemos volver inteligible lo que no tiene respuesta. Pero buscar una lógica cuando el mal expresa el más estrepitoso fracaso de la razón ante la fuerza del sentimiento significa renunciar a su comprensión, resignándonos a un testimonio que se anuda en el núcleo mismo de lo inexpresable.
LA NACION