27 Jan A veinte años de la caída de la URSS
Por Fernando D´addario
–¿Y usted qué es, comunista o anticomunista?
Muy lejos de casa, digamos a unos 2500 kilómetros al este de Moscú, a bordo del tren transiberiano que ya atravesó los Montes Urales y penetra de madrugada en la Siberia asiática, no parece ser ésa la pregunta más oportuna. Especialmente porque los pocos parroquianos que sobreviven en el vagón-comedor ya se tomaron unos cuantos vodkas y Kostia, nuestro curtido interlocutor, es nada menos que el mozo; es decir, el administrador de la felicidad y el infortunio en la estepa rusa. Pero uno no lo puede evitar, se manda a preguntar como si fuera un encuestador, o un consultor político, o un periodista, en la tierra donde, durante décadas, la KGB se atribuyó el monopolio de las preguntas.
Kostia convoca a un nuevo brindis y contesta levantando el tono, quizá poseído por el espíritu de Pedro el Grande: “Ni kommunisticheskoi, ni antikommunisticheskoi: russkih patriótof” (“Ni comunista ni anticomunista: Patriota ruso”). Tanto él como los compatriotas que viajan rumbo a Omsk o Novosibirsk reconocerán luego que en su país hay mucha corrupción, pero aun así votaron y votarán por Putin. Se comprenderá que las dificultades del idioma conspiran contra la transcripción de sus argumentaciones pero todos aquí tienen la gentileza de acompañar sus palabras con gestos inequívocos que remiten a lo mismo: Poder. Fuerza. En la inmensidad de Rusia, Putin, un hombre chiquito con mirada de hielo, ex agente de la policía secreta, encarna precisamente eso. No en vano la coalición política que encabeza se llama “Rusia Unida”. Una utopía más grande que la patria socialista. Pero, también, un ideal milenario que se mete en la piel de estos eslavófilos, para quienes Iván el Terrible, Stalin y Putin son eslabones intercambiables de una misión sagrada: hacer que Rusia sea cada vez más poderosa. En las escalas de ese destino inexorable se han venido matando como moscas. Pero la Idea de la Madre Rusia luce inmaculada.
Ayer se cumplieron veinte años del colapso de la Unión Soviética. En los meses previos casi nadie –al menos en Moscú y en San Petersburgo– parece estar al tanto de la efeméride inminente. La vida transcurre por otros carriles: hay guerra de modelos en la TV y acusaciones cruzadas por un avión siniestrado que les costó la vida a decenas de jugadores de hockey sobre hielo. Pero sobre todo, más allá de la crisis que –dicen– también se siente aquí (y que le hizo perder unos cuantos puntos al partido gobernante en las recientes elecciones legislativas), el imperativo es –para quienes pueden– consumir y exhibir el consumo.
Para percibir los restos del comunismo estamos los turistas. Que vemos socialismo real por todos lados porque observamos con ojos de anticuario fetichista y armamos un itinerario que resulta invisible para los moscovitas: compramos una remera con la cara de Lenin en la peatonal Arbat, vemos la hoz y el martillo en cada esquina (al lado del monumento al cosmonauta Yuri Gagarin, en la avenida Stalingrad, en la imponente estación de metro Leninskiy Prospekt, en el Park Kultury, etc.), tropezamos cada tres cuadras con un museo (uno que recuerda la Revolución del 17, otro de la Gran Guerra Patriótica contra los nazis) y con estatuas que homenajean a algún soldado o revolucionario o a una abnegada madre de revolucionario, o a un oscuro burócrata de la era Kruschev. Estatuas rigurosamente acompañadas por un ramo de flores y agua fresca, el testimonio más conmovedor de lo irremediablemente perdido.
Aciago destino el de Lenin, atrapado y embalsamado en el mausoleo que le construyeron en la Plaza Roja. Tiene que soportar que justo enfrente de su sarcófago se levante el GUM (Glavny Universalny Magazin), el más lujoso de los shoppings moscovitas. Ni que se lo hubieran hecho a propósito. Es que la posmodernidad adora estos recorridos: muchos de los que salen del GUM armados hasta los dientes con “souvenirs” Dolce & Gabbana, Armani y Louis Vuitton, cruzan la plaza y le rinden su sentido homenaje al Padre de la Revolución. Yo lo miro a la cara a Vladimir Ilich Lenin y me veo tentado a pedirle perdón por los pecados (y eso que no pudimos comprar nada en el GUM).
Una música estridente (una especie de techno-cosaco), horrible más allá de las ideologías, anuncia el paso de la limusina que casi nos atropella en una callejuela del barrio Kitai Gorod. Un agente turístico un poco prejuicioso ya nos habían alertado: “Después de las dos de la tarde, si ven pasar un auto lujoso que no respeta ni señales, ni semáforos ni seres humanos, seguro tiene a un funcionario ebrio al volante”. También puede ser un magnate mediático o un joven ejecutivo de alguna vieja empresa estatal privatizada. El marxismo-leninismo no imaginó, ni en sus peores pesadillas teóricas, la aparición de esta clase social: una suerte de lumpen-oligarquía, que funciona como contracara estética de esas señoras mayores, auténticas matrioskas con pañuelo a la cabeza que juntan los kopecs para el boleto del colectivo. Se las ve trabajando como cuidadoras en los museos, o como guardias de seguridad en los abismos del Metro moscovita. En su mirada se despliegan siglos de martirio ruso, un sino trágico que ellas arrastran, aparentemente, con resignación ortodoxa. Como si cargaran con las obras completas de Dostoievski. Pero quizás sólo se trate de nuestra mirada romántica.
Ensayamos entonces una muy poco solvente especulación sociológica: hoy el corte en la sociedad rusa es, antes que de clase, de índole generacional. La barrera idiomática es subsidiaria de esa brecha. Los jóvenes emprendedores, ruidosos y hedonistas (todos esos que nos caen mal) nos guían por la ciudad con amables recomendaciones en inglés. Los viejos, al principio huraños y desconfiados, nos hablan en ruso y solamente en ruso, como si mi pareja y yo hubiésemos hecho la escuela primaria en Vladivostok. Los progresistas, a veces, somos un poco raros: siguiendo el dictado de nuestra rusofilia, queremos encontrar en el centro mismo de San Petersburgo a un mujik transplantado de una granja colectiva. Cuando finalmente lo encontramos, nos quejamos de que no sabe inglés.
A la vuelta, en Buenos Aires, unos amigos nos preguntan, entusiasmados:
–¿Y qué nos pueden decir de la famosa “alma rusa”?
–No tenemos ni la más puta idea.
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