Ilustres desconocidos

Ilustres desconocidos

Por Leonardo Tarifeño
Nick Cave me escribía cartas con sangre”, me dijo no hace mucho la alemana Janette, mientras fumaba un cigarrillo tras otro en su cuarto de hotel de Buenos Aires. En el hotel, por cierto, no se podía fumar, y de pronto el detector de humo del techo de la habitación comenzó a emitir una luz roja.
Janette es un huracán de un metro ochenta, dulzura afilada y sonrisa de alto riesgo, el tipo de mujer con la que se cometen locuras. Ella hablaba de la época de Cave en Berlín, yo miraba la luz roja que titilaba en el techo. Al notarme inquieto, cambió de tema y apagó el cigarrillo. “¿Se habrá ofendido?”, me pregunté entonces. Los pormenores de su romance con un rockero de leyenda se escapaban junto con el humo. Su historia seguramente estaba expuesta en las canciones que alguna vez le habría inspirado al creador de “From Her to Eternity”, pero ¿cuáles serían?
En la intimidad de algunos artistas hay cartas escritas con sangre que jamás se harán públicas. Las que les llegan a miles o millones de personas adoptan la forma de versos, novelas o películas en los que el peso de las historias reales se convierte en la materia prima de la fantasía. Detrás de “Luka”, de Suzanne Vega, hay un niño maltratado como aquel del que habla la canción; y aunque Paul
McCartney haya aclarado más de una vez que Eleanor Rigby es producto de su imaginación, lo cierto es que en el cementerio de la escuela de St.Peter, el lugar predilecto de los adolescentes Lennon y McCartney para tomar sol en Liverpool, hay una lápida con el nombre de la célebre mujer recordada por el verso “ah, look at all the lonely people”. En noviembre de 2008, un documento del hospital de Parkhill que demuestra la existencia de Eleanor Rigby se subastó en 187 mil dólares. El documento certifica que, al menos desde 1911, Rigby trabajó como enfermera por un sueldo mensual de 14 peniques. Fallecida en 1939, sería la mujer de la lápida de St.Peter, pero no la de la canción. ¿O sí? Según McCartney, el nombre lo tomó de Eleanor Bron, que trabajó con los Beatles en la película Help!, y de Rigby & Evens, una famosa distribuidora de vinos afincada en Bristol. El dinero recaudado por la subasta de 2008 se destinó a la ONG Sunbeams Music Trust, que ayuda con musicoterapia a niños con problemas de aprendizaje. En 1990,
Annie Mawson, su directora, le escribió a sir Paul para contarle que un niño autista había sido capaz de interpretar “Yellow Submarine”, esfuerzo que a fines de ese mismo año le permitió obtener la medalla de plata Príncipe de Edimburgo. Como respuesta, y a manera de regalo, el ex Beatle le envió el registro que prueba la vida real de una tal Eleanor Rigby. ¿La ficción crea la realidad?

Obsesión no correspondida
En la distancia que hay entre una historia real y su relato artístico habitan las formas de representación y las técnicas narrativas, pero también, y sobre todo, la obsesión por alguien que en general le hace poco o ningún caso al artista al borde del ataque de nervios. El amor no correspondido suele ser la principal inspiración del que decide ponerle nombre y apellido a su objeto de deseo, pero a veces hay otras razones, mundanas y materiales, que llevan al creador a deschavar al otro. “Yo me llamo Fortunato / mi apellido es Peñaflor / conocido en todo el barrio / por el primer pechador”, escribió Ángel Villoldo en 1909, tal vez cansado de que el malevo de la cuadra le pidiera dinero una noche sí y otra también, convencido de que “el vivo vive del zonzo / y el zonzo de trabajar”. En otros casos, la alusión a la persona de carne y hueso es concreta y velada a la vez, como en “Bésame mucho”, el bolero de Consuelo Velázquez que en 1999 fue reconocido como la canción en lengua española con más grabaciones en todo el mundo. Nacida en 1916 en el estado mexicano de Jalisco, Velázquez escribió esa plegaria inmortal a los 23 años, sin que hasta entonces supiera cómo era besar a alguien. ¿En quién pensaba la hermosa Consuelo cuando reclamaba un beso de los buenos? ¿A quién le dedicaba, aunque fuera en secreto, un himno que daría la vuelta al planeta? A nadie y a muchos. “Compuse esa canción sin saber lo que era un beso, no tenía la menor idea -le confesaría a Elena Poniatowska, en una legendaria entrevista publicada en La Jornada a fines de los años 90-; ni siquiera intuía cómo era besar. Y mi mamá nunca me dijo nada, porque en casa todos nos educamos en colegios de monjas.” Como bien consigna Poniatowska, son precisamente las monjas las que más saben de besos: la obra de sor Juana Inés de la Cruz y las ardientes Cartas portuguesas de Mariana Alcoforado son testimonios de un conocimiento experto, verdaderos manuales de la pasión boca a boca. A Consuelo no le gustó la alusión de su amiga Elena durante la entrevista, y hasta el día de su muerte, siete años atrás, insistió en que el único personaje real de su vasto cancionero es su hijo Cachito, protagonista excluyente de la obra homónima (“Cachito, Cachito, Cachito mío, / pedazo de cielo que Dios me dio, / te miro y te miro y al fin bendigo, / bendigo la suerte de ser tu amor”), entre nosotros popularizada por Nat King Cole.
Del beso imaginario al amor frustrado hay poco menos de un paso, y quizá por eso dos artistas tan disímiles como Consuelo Velázquez y Leonard Cohen resultan próximos en un asunto que les resulta familiar: el romance que no termina bien porque ni siquiera comienza. En Velázquez, el enamorado no tiene rostro; en el impúdico Cohen, las mujeres se vuelven mito porque se anima a nombrarlas. Ninguna otra estrella de rock fue tan explícita a la hora de contar una noche de sexo con otra estrella de rock. Los detalles de su fogoso encuentro con Janis Joplin abundan en
“Chelsea Hotel N° 2”, la canción en la que el sexo oral convive con la melancolía y el ruido de las limosinas por las calles de Nueva York. Y aunque el presunto diálogo entre susurros que devela Cohen parece mostrar la ambigua alegría de esa unión (“You told me again you preferred handsome men / but for me you would make an exception”), el verdadero camino a su corazón no estaría allí, sino en los versos del que, en sus propias palabras, es su mejor trabajo: “Suzanne”, la canción que escribió a pedido de Judy Collins, el estandarte musical de las almas que se unen con o sin una cama de por medio. Cohen no necesitó imaginar a Janis Joplin para mostrarla desnuda y, tal vez, despidiéndose; tampoco tuvo que alejarse de la realidad para encontrar a Suzanne, Suzanne Verdal, a quien conoció en los años 60 como la compañera (primero) y esposa (después) de uno de sus mejores amigos, el escultor Armand Vaillancourt. “Supongo que le habrá encantado verme como una joven estudiante y artista emergente, amante y esposa de Armand -dijo Verdal en junio de 1998, ante los micrófonos de la BBC-; de alguna manera él estaba escribiendo la crónica de esos tiempos y se ve que en algo de todo aquello le impacté.” Una vez divorciada de Vaillancourt, Verdal se fue a vivir con su hija Julie a una casa situada en las orillas del río St. Lawrence, en Montreal, y allí comenzó a recibir las visitas del gran Cohen. En la casa, ella encendía una vela (a cuya llama le decía Anastasia), ambos esperaban unos minutos antes de hablar, y se sentaban a tomar té y comer frutas.
and she feeds you tea and oranges

that come all the way from China

and just when you mean to tell her

that you have no love to give her

then she gets you on her wavelenght

and she lets the river answer

that you’ve always been her lover

[“Y te da té y naranjas / que vienen directamente de China / y cuando tratas de decirle / que no tienes amor para ofrecerle / te abraza y te mece en sus brazos, / dejando que sea el río el que conteste / que siempre has sido su amante”.]

Cohen y Suzanne, espirituales
“De alguna manera, fuimos amantes -señaló Verdal, quien se apresuró a aclarar que su unión era “espiritual”-; a veces uno mira a una persona y ese momento es eterno y representa el más profundo de los contactos. Y eso es lo que Leonard y yo compartimos, creo.” Después de cada cita en su casa, ambos salían a caminar al lado del río (“Suzanne takes you down / to her place near the river…”) y se dejaban llevar por conversaciones que ahondaban en la poesía, la religión y la mejor manera de enfrentar la vida. Así estuvieron Cohen y Verdal un buen tiempo, hasta que ella escuchó la canción en la que se reconoció, a pesar de encontrarla “demasiado aduladora”. Con “Suzanne”, Cohen se transformó en la estrella que aún es, y los rumbos de ambos dejaron de cruzarse. Una vez, en los años 70, ella apareció en el backstage de un show en Minneapolis, y él la abrazó y le dijo: “Suzanne, tú me regalaste una gran canción”. Poco después lo visitó en un hotel durante otra gira por Estados Unidos, y allí él le propuso que su unión espiritual se convirtiera en algo no tan espiritual. Pero ella no quiso.

and you want to travel with her

and you want to travel blind

and you know that she will trust you

for you’ve touched her perfect body

with your mind

[“Y quieres viajar con ella / quieres viajar ciegamente / y sabes que ella confiará en ti / por haber tocado su cuerpo perfecto / con tu mente.”]

Tal vez la canción resulta la fotografía de un instante que sólo perdura mientras suenan sus acordes. Mientras la unión desaparece, la poesía la recuerda. Y se establece como el puente entre la realidad y el deseo, el jardín secreto y clandestino a partir del cual los senderos se bifurcan. A principios de este siglo, Leonard Cohen abrazó el espiritualismo budista en el monasterio zen del Monte Baldy, en California, a menos de una hora de donde
Suzanne, masajista y profesora de danza, vive con siete gatos. El hombre que le dedicó su mejor canción no se casó nunca, pero tuvo dos hijos con su primera esposa, llamada, ¿curiosamente?, Suzanne.
La canción como género tiene mucho de autobiografía, y como toda autobiografía mezcla realidad con ilusión. La realidad brinda la experiencia; la ilusión, la libertad narrativa. A mitad de camino entre ambas está “La flaca”, el hit pop del grupo español Jarabe de Palo que idolatra a un “coral negro de La Habana / tremendísima mulata”, capaz de hacer que el cantante Pau Donés diera todo “por un beso / aunque sólo uno fuera”. La chica, “de cien libras de piel y hueso”, se llama Alsoris Guzmán Morales y se la puede ver junto a Eva Nielsen en el videoclip de “El lado oscuro”. Alsoris conoció a Pau cuando éste viajó a Cuba invitado por su productor, Fernando de France, quien lo alojó en la casa de la familia Guzmán Morales, en el popular barrio de Centro Habana. “El último día, tras unos mojitos y aprovechando que compartíamos habitación (en catres separados, claro), le dije que no me iba de la isla sin hacer el amor con ella”, cuenta Donés en el libro del disco Orquesta Reciclando. Esa misma noche, tumbada en la cama al otro lado del cuarto, ella por fin pronunció las palabras mágicas: “Ven acá, Pablito”. Y Donés se acurrucó, la abrazó y se quedó dormido. “Al día siguiente desperté enredado en ella. Vestido. Me levanté. Me senté en una silla junto a la cama donde ella seguía durmiendo y, papel y lápiz en mano, escribí la canción. Catorce versos que cambiarían mi vida para siempre”, concluye el artista enamorado. Jarabe de Palo nunca logró siquiera emular el éxito mundial de “La flaca”. ¿Habrá que ver en la historia real la clave del suceso que la banda jamás repetiría? ¿O, mejor, en el buen pulso literario que Pau Donés sólo pudo lograr tras vivir su noche soñada, la noche de su vida?

La realidad y los clásicos
Las respuestas son diversas y todas enigmáticas. ¿Una canción se vuelve clásica porque el impacto de la realidad se cruza en su trama? ¿O la realidad sólo es tal cuando se convierte en obra de arte? Los ilustres desconocidos pueblan las canciones, novelas o películas como fantasmas reales de personajes construidos a fuerza de ilusión. Pero esos personajes se vuelven más reales que la realidad, y de alguna manera dibujan destinos alternativos para las historias que cuentan.
En esa línea, probablemente el mejor ejemplo sea Adelita, aquella mexicana que, si se iba con otro, la seguirían por tierra o por mar. La leyenda dice que Adela pudo haber sido Adela Velarde Pérez, enfermera de Ciudad Juárez y nieta de Rafael Valverde (amigo personal de Benito Juárez), quien atendía a los heridos de las tropas de Pancho Villa en los tiempos de la revolución. Pero la misma leyenda indica que Adela también podría ser Altagracia Martínez, dama de sociedad que abandonó sus privilegios de clase para sumarse al ejército revolucionario bajo el nombre falso de Adela o “Adelita”. Hoy es difícil saber si el corrido se escribió para Velarde Pérez (quien podría haber atendido al soldado Antonio del Río Armenta, compositor de la canción) o para Altagracia Martínez (también llamada Marieta Martínez); de lo que sí deja constancia la historia es que por obra y gracia de esos versos se llamó “Adelita” a todas las mujeres que de una forma u otra participaron en la revolución. El destino personal de Velarde Pérez o el de Marieta Martínez se funde en un destino colectivo que las reinventa y expresa.

Cuando Joey Ramone se dio cuenta de que el punk no tenía una diva, como sí ocurría con la música disco (Diana Ross), el soul (Aretha Franklin) y el blues (Janis Joplin), acudió a la primera protagonista femenina de un cómic, Sheena, Queen of the Jungle de Will Eisner, para crear la reina que el movimiento necesitaba. Hoy, “Sheena Is a Punk Rocker” forma parte de las 500 canciones clásicas del rock según Rolling Stone, y ha sido reversionada hasta por bandas de comediantes (“Sheena Easton Punk Rocker”, de The Shirehorses) o de cumbia (“La china es cumbianchera”, de las argenmex Kumbia Queers). La realidad es la piedra con la que se construye el palacio de la fantasía, y los ejemplos clásicos son inagotables. Rubén Blades narró las andanzas del maleante Pedro Barrios en “Pedro Navaja”; Charly García se vengó de Patricia Perea, la corresponsal en Córdoba de Expreso Imaginario, en “Peperina” (que luego llegaría al cine, con Andrea del Boca en el rol principal); y Rita Lee cantaría y contaría a los cuatro vientos que hacía el amor “por telepatía” con su marido, el guitarrista Roberto de Carvalho (“Mania de você”).

Al mismo tiempo, la realidad es tan inoportuna que a veces se interpone entre el creador y su obra… para mejorarla. Es lo que sucedió con Buddy Holly, quien en 1957 escribió “Cindy Lou” para homenajear a su sobrina homónima, recién nacida. Una tarde, mientras ensayaba la canción con su banda, el baterista le confesó que se había peleado con su prometida Peggy Sue Gerron, y el posible matrimonio peligraba. Como acercamiento previo a la reconciliación, en pleno ensayo “Cindy Lou” se transformó en “Peggy Sue” y un lugar común de la crítica musical dice que se trata de la mejor canción grabada por este pionero del rock and roll.
De la Alicia (Alice Liddell) de Lewis Carroll a la tía Julia (Julia Urquidi) de Mario Vargas Llosa, pasando por la Perdita Durango (la “narcosatánica” Sara Aldrete), de Barry Gifford a la Angie (Dandelion Angela, la hija de Keith Richards) de los Rolling Stones, la realidad es para los artistas una fábrica de musas enriquecidas por la propia imaginación. Y aunque la fantasía siempre le da alas a la experiencia, el proceso contrario también ocurre más de una vez. Monumento musical a la cita clandestina y a la lectura entre líneas, el tango es, quizás, el genéro más cercano a las cartas escritas con sangre que un Nick Cave desesperado llegó a mandarle a su novia Janette. En el tango no hay dolor que no se cuente ni herida que no llegue a través de una mujer. Pero, como saben los maestros, para decirlo todo hay que ser discreto, porque la realidad no permite las concesiones que el sueño libera. Casi como en ningún otro género, los enigmas del tango tienen nombres propios: en un mundo en el que las diosas llevan apodos prostibularios como Margot, Claudinette, Griseta o Ivette, lo real se disuelve en una identidad que nadie debe descubrir. Así, “Malena” pudo ser la cantante Malena de Toledo, pero Nelly Omar, amante secreta de Homero Manzi, ya ha dicho que el propio Manzi se lo dedicó en clave, al igual que “Solamente ella”, “Ninguna” y “Su carta no llegó”. Lo mismo ocurre con “Milonguita”, figura inspirada en la adolescente María Esther Dalto (“flor de lujo y de placer”, fallecida a los 15 años), o la Grisel de Contursi, identificada por los especialistas como Susana Grisel Vidano. Sin embargo, el relato tanguero que desafía a la ficción es sin duda el de la Rubia Mireya, cruce de leyendas y mitologías personificada en Paulina Rovira, madama de un prostíbulo de Santa Cruz que se habría negado a atender a los soldados involucrados en una matanza de trabajadores. Como recuerda Norberto Chab en su indispensable 100 tangos con su historia (Booket), el reto de Paulina a sus empleadores era impensable en aquellos tiempos especialmente difíciles para las mujeres, y por eso de un día para el otro apareció en Buenos Aires. ¿Qué canción podía hacerle justicia a una prostituta de modales revolucionarios? La Rubia Mireya se quedó con el mito, pero no hubo versos que narraran la verdadera dimensión de su aventura.
Como en la Layla de Eric Clapton, la realidad y la imaginación nunca deciden acercarse. Ocurre, sin más, con el arte como mediador. La canción que Clapton compuso para Pattie Boyd, por entonces la esposa de su amigo George Harrison, no supuso una ruptura entre los músicos, pero la pareja se divorciaría años después de que el guitarrista le dijera al ex Beatle que se había enamorado de la mujer menos indicada. Una vez que Pattie quedó libre de su compromiso matrimonial, Clapton y la mujer de sus sueños se casaron. La realidad, la canción y la fantasía se habían unido en un final feliz. La ilustre desconocida se había convertido en un mito viviente. Pero los finales felices sólo existen en las películas: Pattie y Clapton se separaron en 1989. Los tres siguieron siendo amigos hasta el día de la muerte de George. Y la canción permanece, a mitad de camino entre la experiencia y el deseo, fotografía de un instante más real que lo real..
LA NACION