20 Dec El sentido del porvenir
Por Santiago Kovadloff
Posiblemente, la Argentina sea el único país decadente de América Latina. Para poder ser decadente, literalmente es preciso caer. Y nosotros fuimos, en América Latina, un país de vanguardia en un proceso fundamental que ha sido el de la integración. Ser argentinos significó durante largo tiempo llevar adelante, como eje rector de las políticas de Estado, la integración entre las partes constitutivas del país para que se convirtiera en una Nación.
Ese ideal se perdió. Y en el momento en que ese ideal se pierde, la Argentina empieza a retroceder, vale decir, a decaer. Ningún otro país en América Latina estuvo embarcado, en el momento en que nosotros lo estuvimos, en un proyecto de desarrollo que evidenció tantos logros en la capacidad de promover integración. La lucha por la integración no ha sido sencilla, pero permitió que Argentina se constituyera en un país que se reconociera como conjunto en forma considerable en cada una de sus partes.
Esta capacidad de reconocernos en cada una de nuestras partes; esta posibilidad de entender el todo a través del reconocimiento que de ese conjunto hacemos en cada una de nuestras partes tiene distintos nombres, que van desde la noción de federalismo a la de solidaridad; desde la conciencia del conjunto hasta la idea de espíritu disciplinado, la organización y el desarrollo. Pero significa, fundamentalmente, la capacidad de aprender a reconocernos en nuestro prójimo.
La crisis fundamental que enfrentamos hoy en día es la desvalorización profunda de la noción del prójimo. Creo, desde un punto de vista estrictamente cultural, que la Argentina está inmersa en una honda desorientación con respecto a la forma en que se construye la identidad de la persona.
Recordábamos hace un momento, conversando justamente con quienes mencionaba Chiche Duhalde, que lo que constituye el punto de partida del autismo -esta enfermedad psicológica que se llama autismo- es el momento en que el niño, al ser alimentado por el pecho de su madre, no es mirado. No es que la madre no le da leche, sino que no está presente en el acto de dársela porque su mirada está extraviada en un punto que no es el niño que la consume. La mirada del niño se queda sin reconocimiento en los ojos de su madre. La madre no le restituye al niño la posibilidad de que se reconozca en sus ojos.
Este proceso psicopatológico gravísimo que da forma a lo que llamamos autismo tiene un correlato metafórico en la vida política: cuando la comunidad, o quienes la integran, no se pueden reconocer en el Estado porque sus comportamientos no lo convalidan como persona, esa persona desaparece, se extingue, no se autoreconoce como tal, se extravía en un anonimato fatal para su constitución cívica.
La Argentina está atravesando un proceso muy profundo de autodesconocimiento generado por un Estado que no se empeña en promover el autoreconocimiento cívico de su ciudadanía, sino la instrumentación perversa de sus necesidades. Precisamente porque la instrumentación de sus necesidades es perversa, la política está ausente de la Argentina.
La Ley existe, precisamente, desde el plano más elemental de la psicología hasta el más complejo de la vida social para que nosotros sepamos que el derecho del otro me permite reconocer el propio. Y esto, que es tan viejo, es aún indispensable. ¿Por qué? Porque la Argentina es un país que tiene problemas gravísimos, pero no tiene problemas interesantes. Esto hay que explicarlo.
Las naciones que crecen tienen, además de serios problemas, problemas sumamente interesantes que son los que generan su propio desarrollo. Vamos a dar algunos ejemplos para que se entienda bien lo que quiero decir: esto es, que cuando irrumpen los problemas interesantes, el país está progresando.
Existen pocos países más racistas que los Estados Unidos de América; pues bien, estos señores tienen un presidente negro. Esto es interesante. Significa que, cuando una nación combate contra sus propios prejuicios, limitaciones, miopías y estrecheces éticas, combate por su propio desarrollo. Porque el progreso empieza en el momento en que se lucha contra la propia mediocridad.
Cuando no se lucha contra la propia mediocridad, se queda atrapado en el terreno de la repetición. Y la Argentina es un país repetitivo, porque ha hecho de la monotonía -es decir, de la repetición incesante de sus errores- el recurso para disociar el poder de la ética.
En consecuencia, allí donde el poder y la ética están disociados, los países no progresan. Pueden durar, pero no pueden progresar. Del mismo modo que en una vida individual no hay progreso por el hecho de que uno pase de los 70 a los 80, de los 80 a los 90 -esto bien puede ser una tragedia y no un progreso (risas)-, para que haya progreso, la pregunta de fondo es: ¿Qué ha hecho Usted con su tiempo? ¿En qué lo ha invertido? ¿Qué grado de autoreconocimiento ha alcanzado Usted en su prójimo? ¿Hasta qué punto lo ha reconocido como indispensable para su propia constitución?
Estas cuestiones que parecen abstractas sólo prueban que el hombre, en la medida en que se pregunta por el sentido de su vida, es un ser filosófico. Y cuando abandona el campo de la reflexión filosófica, abandona el campo de su autoestima, el campo de su dignidad, el campo de su consideración ética primordial.
Cuando la política se disocia de estas cuestiones, pasa a ser una herramienta de la demagogia. No es más un instrumento del desarrollo y del progreso.
En consecuencia, hoy tenemos por delante la tarea de hacer de la Argentina otra vez un país, que además de tener serios problemas, tenga problemas interesantes. Que sepa generarlos con imaginación programática, con sentido de la gestión -como antes decía Chiche. Pero, fundamentalmente, con algo sin lo cual el hombre muere aunque dure, porque convengamos que vivir y durar son cosas diferentes.
El hombre vive en la medida en que puede tener una experiencia del porvenir. Es decir, en la medida en que el porvenir forma parte de su horizonte de valores. Sólo el animal está inmerso en la inmediatez. Sólo el animal necesita de la inmediatez para ser lo que es. Pero el hombre, que en buena medida es un lapsus de la naturaleza -porque ha escapado del terreno unilateral de la biología para inscribirse en el terreno del sentido y del valor-, necesita futuro.
El futuro no es lo que va a ocurrir. El futuro es el conjunto de valores en nombre de los cuales vale la pena vivir la actualidad. El repertorio de valores en nombre de los cuales esto vale la pena. Nosotros no nos levantamos de la cama porque la vida tiene sentido; nos levantamos de la cama para que lo tenga. La experiencia cotidiana puede ser una experiencia colmada de adversidad, pero es el sentido del porvenir el que le da dignidad a nuestra experiencia diaria.
Para que haya sentido del porvenir en una comunidad, es preciso que el Estado infunda a quienes la integran la convicción de que su práctica concreta apunta a desplegar un sentido de la previsibilidad razonable del porvenir. Es decir, a medida que transcurre el tiempo, uno va alcanzando aquellos objetivos que permiten forjar nuevos objetivos.
No se trata de llegar a donde uno quiere. El hombre no nació para realizarse; la piedra nació para realizarse. El hombre nació para transformarse, para que la calidad de los problemas que lo afligen se transfigure incesantemente en nuevos problemas, en nueva calidad de problemas. Y esto se llama -cuando es así ejercido- educación.
Una persona educada es una persona que tiene capacidad de renovar su repertorio problemático. Quiero explicarme: un hombre no es interesante porque no tiene problemas. El que cree que no tiene problemas es un difunto y lo ignora. La renovación problemática es la capacidad de encarar con imaginación, sentido de la solidaridad y profunda convicción personal esta búsqueda constante de calidades problemáticas nuevas.
Nosotros estamos viviendo hoy, en la Argentina, un proceso de decadencia porque no hay estímulo para la renovación problemática. Se nos quiere dependientes, no autónomos. Y en la medida en que no se nos busque autónomos, no se nos quiere como ciudadanos.
Por eso, me parece que es fundamental que no regalemos el concepto de política y aprendamos a designar con esa palabra a quienes muestran empeño en renovar el repertorio problemático de la Argentina, en lugar de repetir consignas absolutamente estentóreas y vacías. La Patria no es un símbolo; tiene que llegar a serlo.
Todo lo que implica la argentinidad es tarea -y no una tarea prebendaria- una tarea de construcción educativa, política, científica, religiosa, o entonces nos vamos convirtiendo en nuevos desaparecidos. Porque convengamos en que, si el proceso militar forjó trágicamente miles y miles de desaparecidos, una democracia prostituida forja miles y miles de desaparecidos sociales (aplausos).
En última instancia, la lucha por el conocimiento no es la lucha -como recordaba el epígrafe que cité- por tener mejores técnicos. No. El país necesita ciudadanos que sean técnicos. Les voy a contar una anécdota que es elocuente. Es de un magnífico físico inglés, Eddington, que sostuvo lo siguiente, con ese humor tan inglés que tienen los científicos ingleses: “Todo físico sabe que su mujer no es más que un conjunto de átomos y células. Ahora bien, si la trata así, la pierde” (aplausos). Lo cual significa que el conocimiento especializado, cuando no está inscripto -como Chiche decía- en una visión integral, forma sujetos enajenados. Y un sujeto está enajenado cuando reduce las dimensione s de la realidad a lo que un microscopio le dicta en un laboratorio.
La ausencia de federalismo es una expresión de miradas microscópicas y enajenadas, que confunden el desarrollo del poder con el desarrollo de la dependencia. Y esto es lo que llamamos prostibulario.
En consecuencia, luchar por una educación cívica es advertir cómo la función primordial del Estado es restituirnos el derecho a luchar y a creer en una visión orquestal de la realidad. Una visión literalmente orquestal. Ustedes saben que, en una orquesta, los concertinos no pueden hacerlo todo. Necesitamos un eximio violinista, pero que toque la melodía del conjunto. Si no, se llama tirano. Entonces, la lucha contra este individualismo perverso exige una melodía compartida para que cada uno contribuya a darle el brillo que tiene que tener.
Una visión orquestada de la vida es una visión política. La política no es otra cosa que la aspiración a tocar en forma conjunta la melodía imprescindible. Para eso, hace falta, sin duda, un liderazgo. Pero el de aquél que, desde su investidura, ponga de manifiesto que es representativo de esa vocación orquestal. De lo contrario, la Argentina seguirá estando más cerca del Siglo XIX que del Siglo XXI.
Y ésa es nuestra tragedia actual: somos un país que está estancado en prácticas políticas que el retorno a la democracia no ha terminado de consolidar y de afianzar. Ésa es la deuda fundamental que tenemos hoy con el país. No somos hombres y mujeres actuales porque no tenemos todavía la posibilidad de contar con un Estado que nos convoque a la responsabilidad por actualizarnos.
Nadie nos va a dar a nosotros lo que nosotros debemos cumplir como personas y como individuos; pero un Estado es representativo cuando esa demanda común de participación en la construcción de actualidad queda representada a través de quienes, teniendo las más altas investiduras, demuestran una cosa muy simple, muy básica: que son fieles a la Constitución.
La Constitución trae a la memoria de los argentinos el precio pavoroso que estamos pagando por su incumplimiento. Porque el cumplimiento de la Ley no es el cumplimiento de la letra, es el cumplimiento del espíritu de la letra. Y este espíritu exige cultura cívica. Una cultura que hoy, desgraciadamente, no está vigente en el Poder Ejecutivo, porque es un poder absolutamente antropofágico. Ha nacido para comerse al país en el nombre del poder. Y esto lo tenemos que evitar con un concepto renovador de la política, con un concepto absolutamente renovador de los valores.
Los valores no son nociones abstractas, tienen que ver con la dignidad de la existencia. Y les voy a contar aquí una anécdota de nuestra historia al respecto que es muy hermosa, y que algunos ya conocen. Ustedes saben que, si hubo dos hombres que se quisieron entrañablemente a principios del Siglo XIX, fueron Belgrano y Güemes. Realmente se querían y se escribían “Querido General y Hermano” uno al otro. Entonces, en el año ’17, Güemes le escribe a Belgrano una carta breve y hermosa en la que le dice: “Querido General y Hermano, debo decirle con alegría que, con la paisanada, hemos echado a los godos de Salta. Pero no consigo que me vayan a pelear al Tucumán, porque dicen que Salta ya es libre.” Y Belgrano le contesta: “Querido General Y Herman o, me le muestra a la paisanada que Salta queda en Tucumán” (aplausos).
Esto es la Patria: el sentido orquestado de la integración; esa visión extraordinaria que tuvo Belgrano, de que sin interdependencia no hay Nación. Puede haber territorio, pero no Nación. Y el riesgo de ser mera territorialidad pone de manifiesto la gravedad de la situación en la que estamos hoy.
No podemos ser territorio. Debemos ser una comunidad. Perón la llamó “Comunidad Organizada”. Lo que ocurre es que se lee poco lo que Perón escribió en ese sentido. Y bien valdría la pena volver, no a entenderlo, pero a frecuentarlo y estudiarlo. Esto en un orden. Y el otro libro que conviene volver a leer se llama Constitución Nacional. Los dos pueden complementarse, si uno tiene la paciencia y la dignación necesaria para ser paciente.
No se trata de correr atrás del tiempo, sino de tener un proyecto. Los proyectos se forjan con la capitalización de los fracasos. No debemos quejarnos de lo que nos pasa; debemos saber si podemos hacer con la pena, con el padecimiento y con la gravedad de lo que nos ocurre, una lección. Los hombres que aprenden no dejan de aprender nunca. Los que creen saber de una vez por todas son dictadores.