05 Dec Cuando el fuerte es el débil
Por Santiago Lagarre
El estreno, a fines de este mes, de una superproducción cinematográfica de Los tres mosqueteros es una ocasión propicia para reflexionar acerca de uno de esos temas que, por ser perenne, siempre viene tratado (y generalmente bien tratado) por la literatura clásica.
El clásico de Alejandro Dumas, del cual la nueva película hace una interpretación libérrima, es una obra desconcertante. Comienza y transcurre como un relato liviano, cargado de fina ironía. Pero desde que irrumpe el personaje de Milady, se transforma en algo profundo y sombrío, un tratado novelado de psicología al mejor estilo del Dumas de El conde de Montecristo . A tal punto que a veces uno se pregunta cómo la historia de D’Artagnan y sus amigos pudo haberse transformado en libro de cabecera de tantos niños de antes y acaso de ahora.
Pues bien, el tema al que aludía es el contraste entre la fortaleza verdadera y las fortalezas aparentes, y se halla magníficamente ilustrado por los cinco capítulos de Los tres mosqueteros,que tratan sobre el encierro de Milady. Ahí se nos enseña de un modo sublime cómo los hombres aparentemente fuertes son, en realidad, los más débiles. Y, aunque la trama no lo explicita, la realidad opuesta también suele darse y todos la hemos observado alguna vez: las personas aparentemente débiles son muchas veces las más fuertes. Haré un apretado resumen del encierro, para que se entienda en qué sentido esa situación ejemplifica este principio general.
Acusada de muchos delitos, Milady tiene de angelical todo lo que tiene de demonio: es bella a más no poder y no puede ser más mala. Javier Marías llega a afirmar en su nueva novela, Los enamoramientos , que Milady es “el personaje femenino más malvado, venenoso e inmisericorde de la historia de la literatura”. Tanto que el más célebre de los mosqueteros, Athos, sentencia al final del libro: “El ángel era un demonio”, como nos recuerda el mismo Marías. En la nueva versión de cine, dicho sea de paso, Milady es protagonizada por Milla Jocovich, a quien no cuesta mucho imaginar como ángel y diablo a la vez.
Cinco hombres son destinados a custodiar en un castillo a la dama criminal, mientras espera para ser trasladada a su prisión definitiva. Al frente de los cinco está el joven inglés Felton, favorito del señor del castillo. Cuando ponen frente a ella a sus cinco gendarmes, la seductora asesina adopta la actitud de la leona que relojea una manada para decidir por dónde atacar: busca el costado más débil: el antílope que cojea o el más pequeño o el enfermo y, luego, rezagado.
Un observador superficial jamás elegiría, si estuviera en el lugar de la prisionera, como presa a Felton: un oficial eximio, de pocas palabras, inexpresivo, de complexión física notable, dócil frente a la autoridad. Milady, en cambio, sabe más. (Es tan mala, siendo tan joven, que podría decirse que sabe por diablo, más que por vieja.) Y ataca por ese costado, porque Felton, siendo rígido, tiene una fortaleza sólo aparente. Y como él mismo se la cree (porque se sabe fuerte), su fortaleza es, en realidad, una gran debilidad.
De hecho, Milady hace estragos a la primera estocada; y en tan sólo cinco días, su canto de sirena convierte al custodio implacable en el socio más fiel, el que le facilita la fuga; el que, en última instancia, se inmola por ella.
Lo sucedido a Felton contiene una enseñanza universal. No todo lo que reluce es oro; no todo lo que parece es. El fuerte en apariencia puede no serlo. La verdadera fortaleza de ánimo requiere una flexibilidad semejante a la de los músculos sueltos. Los músculos rígidos, por contraste, se desgarran a la primera de cambio.
El rígido e intolerante es, al unísono, el fanático que termina por traicionar la causa que más añora o cree añorar, como Felton. En las antípodas, un personaje como Jesús de Nazaret representa por antonomasia la fortaleza del débil: desde su nacimiento en un pesebre hasta su muerte en la cruz, pasando por la descripción de sí mismo como “manso y humilde de corazón”. Esta mansedumbre se muestra en armonía con su portentosa resurrección y con el resto de sus milagros, o acaso como una condición de ellos, voluntariamente asumida.
Si alguien es rígido en la juventud, como Felton, y se encuentra con una Milady en el camino, puede llegar a hacer un desparramo fenomenal, dañar a mucha gente y, por supuesto, dañarse a sí mismo. Si alguien es rígido toda la vida y no llega, por lo tanto, nunca jamás a la madurez verdadera, el problema será mayor todavía.
A veces, la piedra de toque que transforma rigidez en flexibilidad consiste en encontrarse con una persona (un amigo, una novia o un novio, un Dios) que, en las antípodas de Milady, constituya la lima cuyo roce corrija nuestras asperezas hasta dejarnos hechos una seda. Así, nuestra debilidad será fortaleza y nuestra fortaleza será prestada.
LA NACION