Buenos Aires en blanco y negro

Buenos Aires en blanco y negro

Por Carlos Ilardo
sta es la crónica de un reencuentro. Sabe del fervor de una ciudad y la extinta idiosincrasia bohemia de su gente; de largas noches de cafés y efímeros sueños que descifran los secretos de un milenario juego. Hace cuatro siglos que el ajedrez y Buenos Aires encendieron su romance, acaso, unidos por el mismo amor y espanto de un verso borgeano. Nace la historia.
Después de 40 años de lúgubres dictaduras y esperanzadas democracias, el ajedrez y Buenos Aires se reencontraron; mediante la resolución 205/2011, aprobada por unanimidad por los distintos bloques de legisladores porteños se estableció de manera permanente en el último trimestre de cada año, la realización de la Copa de Ajedrez Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El proyecto, impulsado en diferentes comisiones por el diputado socialista Raúl Puy, mantuvo una única cláusula imperativa: el certamen deberá llevar el nombre del profesor Norberto La Porta (fallecido en 2007), mentor de este torneo en 2005, con motivo de la celebración del centenario del Club Argentino de Ajedrez, fundado el 17 de abril de 1905.
Para los festejos de este año, se organizaron dos torneos en el Club Argentino; uno, para jugadores no ranqueados -se lo adjudicó la joven Betania Lozano, de 16 años-, y otro, para maestros o jugadores con Elo (sistema de puntuación) superior a 2000 puntos, que está en curso y finalizará el 7 del mes próximo.
Fue en 1970, altura de los recuerdos, el último torneo con el nombre de esta ciudad: el “Magistral Ciudad de Buenos Aires 160° aniversario del primer gobierno patrio”. Se disputó en el Teatro General San Martín y tuvo por vencedor al norteamericano Bobby Fischer. Antes, en 1964, el Intendente radical Francisco Rabanal organizó, en el mismo teatro, el Magistral de la Municipalidad de Buenos Aires, en el que participó el campeón mundial, Tigran Petrosian, y se adjudicó el estonio Paul Keres.
Hace cuatro siglos que el ajedrez llegó al Río de la Plata en embarcaciones españolas. En la obra “Los juegos de trueque y de ajedrez”, el historiador Raúl Molina señaló que el arribo data de 1600, y que en la vivienda de Simón de Valdéz -tesorero de la Real Hacienda de La Trinidad, la futura Buenos Aires-, ubicada en las actuales calles Alsina y Bolívar, se instaló la primera casa de juegos (dados, naipes, billar y ajedrez) en esta ciudad. En la escritura de venta del inmueble, en 1667, consta que el comprador le legó al gobernador Martínez de Salazar, “un tablero muy rico del juego de ajedrez, de damas y tablas reales”.
En el siglo XIX, cuando Buenos Aires no era reina ni plata, el ajedrez fue punto de encuentro en los bares; tertulianos con apellidos de abolengo se reunían los domingos, después de misa, en los salones de los cafés Los Catalanes, Marcos, Lloveras, Katuranga, Los 24 billares o Tortoni. Acaso, ese entorno de silencios recónditos, responsable de cálculos fallidos alentó a esa cofradía a la búsqueda de un espacio recoleto. Esos mismos adeptos fueron los encargados de fundar las primeras salas y clubes de ajedrez. A partir de 1910 comenzaron a ser frecuentes las visitas de las grandes figuras extranjeras; 13 de los 19 campeones mundiales recorrieron la geografía del país promocionando la actividad. Buenos Aires fue sede de históricas competencias y el fervor de su afición le dio por primera vez al juego un tibio calor popular. Fue necesario aguardar hasta los años cincuenta para ver a la bandera argentina flamear en los distintos podios internacionales; el fulgor de sus estrellas y el tamaño de sus conquistas iluminaron la actividad con mayores certámenes, más visitantes y nuevas esperanzas. Sin embargo, ese rayo de luz se fue perdiendo en la tiniebla, hasta que a mediados de los setenta llegó la oscuridad.
Como aquel poema de Borges, Buenos Aires y el ajedrez compartieron el incierto ayer, el hoy distinto y los comunes casos. Ahora quieren retomar el viejo romance; el de cuatro siglos con historias de amores y espantos. Acaso, será por eso que se quieren tanto.
LA NACION