17 Nov Un premio para recordar
Por Mons. Eugenio Guasta
Se nos ha dicho siempre que no abusemos de los adjetivos. Al padre Dante no lo arredró decirnos que la selva oscura en la que se perdió cuando mediaba su vida era selvaggia e aspra e forte . Gabriel Miró, el contemplativo, en un libro todavía juvenil, al describir la subida hacia Jerusalén de las tribus que iban a celebrar la Pascua, dijo: “Va pasando la caravana pascual, lenta, apretada, ruidosa”. Ambos, en tiempos distintos, emplean recursos estilísticos que dicen su sentir más hondo. Permítaseme entonces a mí, cuando el meridiano de mi vida ha quedado muy lejos, usar un doble adjetivar que me ayuda a traducirme. Quiero decir un agradecimiento verdadero y sentido.
Recuerdo cuando Basilio Uribe quiso que se instituyese el premio Gratia Artis. La primera en recibirlo fue Chiquita Oliveira Cézar de García Arias. La nómina de quienes lo recibieron a lo largo de los años suma numerosos amigos y personas a las que he admirado y admiro. Recibirlo me honra, alegra y sorprende, porque se me premia por haber hecho lo que simplemente traté de hacer toda la vida: vivir como discípulo y comunicar a otros lo que otros me brindaron.
Puedo afirmar que mis padres me enseñaron a ver. No lo advertí entonces, pero desde mi infancia fueron ellos quienes despertaron curiosidades por lo que nos rodeaba. La palmera phoenix , los rosales, los jazmines y las rosas chinas de un jardín se unen a la voz materna que deletrea todo aquello. También ella fue quien abrió ante los ojos infantiles álbumes con fotos de Florencia y de Roma y fue ella, con sus recuerdos, quien me preparó para el encuentro con el asombro de esas ciudades y ella también, llegado el momento, la que puso en mis manos el primer Quijote . A mis padres les debo -¿fue en 1932 o 1933?- el conservar todavía hoy en lo hondo de la memoria la figura imborrable de Antonia Mercé, la Argentina, atravesando sola la inmensidad del escenario y colmando con el repiqueteo de las castañuelas el prodigio del Teatro Colón.
Poco después el deslumbre de las coreografías de Bronislawa Nijinska, el todavía joven Bolero de Ravel, la arrebatadora música y escenas de El pájaro de fuego , de Igor Stravinski, y las escenografías de Héctor Basaldúa.
A partir de mis diez años, los jueves a las cuatro iba al escritorio paterno, en San Martín al 200. Salíamos a caminar por Florida. Me llevaba a visitar exposiciones. Una primera etapa era la galería Witcomb, entonces entre Sarmiento y Florida. Después, Van Riel, y luego, en Florida al 900, del lado de los impares, en una vieja casa de planta baja, la galería Müller. Allí, en los pequeños cuartos, desfilaban los paisajes cordobeses de Fernando Fader, allí, donde, pasado un tiempo, se albergarían las muy figurativas esculturas de Lucio Fontana. Pero eso pertenece ya a una época de independencia adolescente. Don Federico Müller, en pequeña tertulia, recordaba un Picasso que deseaba hubiese quedado en algún museo porteño.
Mi padre admiraba también la pintura española, la que abarca el espacio que media entre los dos siglos pasados, y así he visto numerosos Zuloagas y Sorollas. Las marinas de este último estaban presentes, según mi padre, en las obras de su amigo, el pintor chileno Benito Rebolledo Correa. Yo reconocía ese mar de Rebolledo: era el mar de mi niñez, el mar que me bautizó, según el decir de María Rosa Oliver, el mar de Cartagena, de Viña del Mar, el mar de las Ventanas de Quintero, el mar de Aconcagua. La mano paterna me condujo por los altos del Cerro Alegre, con toda la hondura de Valparaíso a nuestros pies y el subir y bajar de los ascensores pintorescos. Hubo que aprender a mirar todo eso. “Mira, fíjate?” De sus labios escuché relatos de Lima, La Paz, Valparaíso y Santiago. Él me regaló un poncho pampa que ya era viejo en la década del 20, un genuino tolomiro pascuense; él me descubrió las alturas andinas, el valle de Uspallata, los Penitentes, Punta de Vacas, la quebrada del Toro y las acequias mendocinas -“Mira, fíjate?”-, los tejidos aimaraes y quechuas, los sustantivos mapuches, el sabor del caldillo de congrio, de las humitas en chala, de los pequenes, puro jugo y harta cebolla, del pastel de choclo, de las empanadas calduas?
Al regreso de uno de sus frecuentes viajes trasandinos, en la estación del ferrocarril Pacífico de Retiro, mi padre me presentó a Jorge Romero Brest, con quien había conversado a lo largo del trayecto desde Mendoza. Romero hacía visitas guiadas al Salón Nacional de Bellas Artes en el Palais de Glace. Creo haber ido a todas. Allí estaban los árboles quemados en las pinturas acusadoras y testimoniales de Raquel Forner, los tibios soles geométricos y los sifones rotundos de Pettoruti, los retratos monumentales de Berni, las islas sentimentales de Butler. La palabra de Romero fue el puente por donde llegué a esos mundos nuevos.
Puesto a hablar de maestros, recordaré a Hugo Parpagnoli, luminoso e iluminador, con aquel no sé qué de condottiero , secularmente romano, que fuera en la década de 1960 director del Museo de Arte Moderno, diciéndonos a los aspirantes de la Compañía de San Pablo un texto bíblico del Segundo Libro de los Reyes, en el que se cuenta lo que pidió una mujer sunamita a su marido, para poder hospedar al profeta Eliseo: “Edifiquemos en la azotea un cuartito; pongamos una cama, una mesa, una silla y una lámpara”. Así debían ser nuestros cuartos. Creo que aquella simplicidad funcional le hubiese gustado a Le Corbusier.
Il catalogo è questo ? Catálogo de agradecimientos. Catálogo de maestros que abarca personas, casas, ciudades, lugares. Una tarde de 1948 el aula magna de la vieja Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires estaba colmada. Dámaso Alonso, el buceador de textos, iniciaba su curso sobre los poetas de la Edad de Oro española: Garcilaso o la palabra en trance de ritmo. Aquello fue un coup de foudre . Aquí teníamos la sabiduría de Ángel Battistessa, capaz de hacer literaturas comparadas. Ambos enseñaban a leer. Maestro también, que hacía gozosa la lectura del Mío Cid , fue Alonso Zamora Vicente; para muchos, “el maestro”. En otro ámbito, Milan Komar, conocedor del viejo mundo cultural de Europa Central, oteaba los horizontes del este y frecuentaba el latín y el griego como si fuesen su lengua materna: poseía una sabiduría inmensa, atravesada a veces por ventarrones de intransigencias eslavas. Adolfo Sauze, speaker de Radio Municipal, mozartiano, contaba que se había convertido al oír por primera vez Rosenkavalier , de Richard Strauss. Mantenía un tempo implacable al enseñar a decir le récit de Théramène, en Fedra , de Racine. El paso fugaz por Buenos Aires de Bruno Zevi congregó una multitud en el aula magna de Derecho. Allí mostró cómo en la planta basilical romana la andadura de las columnas llevaba la mirada hacia la zona absidial. Fácil era deducir entonces el cristocentrismo de aquellas fábricas.
Viajar con Damián Bayón era, más que un aprendizaje, un discipulado. Los caminos municipales de Toscana, Provenza o Borgoña no tenían secretos para él. En el camino iba dando los datos esenciales para mirar lo que estábamos por ver y llegados a la abadía, al claustro o a la catedral o a la plaza o al fresco, una concentrada y sabia introducción a la obra de arte, un paréntesis de un par de horas libres para devorar a solas aquello y luego, con puntualidad, el reencuentro, los comentarios, las preguntas. El espaldarazo era un risueño: Increvable? En París, una vez, Damián me llevó a un caserón de la rue de Varenne donde Pierre Francastel dictaba su curso de historia del arte. Nada simpático, ni tampoco hacía ningún esfuerzo por parecerlo. Sus clases eran un prodigio de lucidez, de conocimiento de la obra que destripaba ante un auditorio que bebía cada una de sus palabras. El tema abarcador era el paisaje en la obra de Claude Lorraine. Después de oírlo, hubo necesariamente que leerlo. Y así se sumaron diversos títulos: Peinture et Société , Etudes de Sociologie de l’art y otras guías suyas sobre la pintura francesa y los inicios de la iconografía cristiana. Una biblioteca de un cuarto romano, en 1950, escondía otro descubrimiento: Saper vedere , de Matteo Marangoni. Descubrir los valores figurativos, la inmediatez del encuentro con la obra, eso que tanto pedirá después George Steiner, fue la enseñanza del crítico plástico, musicólogo notable también, desdeñoso de lo temático. Ayudaba a descubrir la belleza de la desgarbada Venus de Lorenzo di Credi o de la res colgada de Rembrandt. Un libro de 1927 que tiene vigencia pedagógica en el siglo XXI.
Después de un tiempo de academia, en la redacción de reseñas literarias para Criterio , la presentación, de la mano de Basilio Uribe, en la sede de Sur . Pepe Bianco, y a su regreso de un viaje europeo, Victoria Ocampo. La mirada certera y la erudición inagotable de Bianco hicieron Sur . Con Victoria, lo que empezó siendo una relación literaria con los años se transformó en una entrañable amistad. Sus casas tuvieron también un influjo sobre quien las frecuentaba. Ante todo, aquel maravilloso silencio cervantino, el de la casa del caballero del verde gabán. Y la seguridad de un buen gusto, sabiduría cordial en el elegir y colocar, como la canasta frutera de mimbres, con la leña, junto a la chimenea de depuradas pilastras de mármol. Las arboledas en torno a Villa Ocampo, a Villa Victoria, entraban por puertas y ventanas, y los pasos iban y venían por aquellos ámbitos en una continuidad de vida que era el estilo de esos lugares.
La penumbra, los olmos de la calle, el oro apagado de los tejuelos de algún libro de las bibliotecas que cubrían los muros de aquel cuarto, el hablar pausado de la dueña de casa, rico de modulaciones, daban el clima a la tertulia de unos pocos en casa de Carmen Gándara, la Nena. Eso mismo se respiraba en el caserón criollo, abierto a muchos horizontes, no lejos del Salado, el Salau en el decir de ella, en la llanura en que estaba arraigada con una pertenencia dicha en lo que escribió. El país, la preocupación por la tierra carnal, como hubiese dicho Charles Péguy, a quien ella admiró, era tema recurrente.
A la casa de los González Garaño -Alfredo, el Petiso, y Marietta- se entraba por un pequeño vestíbulo donde recibía al visitante una tropilla de caballos criollos pintada por Figari. Se abría después la gran sala de paredes blancas y piso de anchas tablas tarugadas. Todo estaba ubicado con una maestría perfecta, que no se advertía hasta haberse adentrado y contemplado aquel todo. La casa más linda de Buenos Aires, había dictaminado Manucho Mujica. Los tejidos nazcas, las pinturas tibetanas, los huacos norteños, el floreal retrato de Marietta pintado por Anglada Camarasa se armonizaban, comunicados unos con otros, en una polifonía sabia y calma. Jamás podría haberse dicho que era una casa decorada; era una casa vivida y con obras que alguien había escogido con natural buen gusto. Cuando se le elogiaban al Petiso la imaginería y los sillones coloniales, respondía con cierta añeja sorna porteñísima: “Hemos vuelto a comprar lo que hace unos años vendimos”.
Porteño, soy de aquí; he estado y estaré siempre en Buenos Aires. Recuerdo a Corrientes angosta. La construcción de la Costanera Norte, cuando la calle, con las tipas trasplantadas de Las Heras y de Cabildo, era una estrecha cinta entre el río y unas lagunas que iban rellenando, donde ahora está el aeroparque. Extraño la Florida por la que caminaba José Luis de Imaz. Me falta la Costanera Sur, esa balconada sobre el río a la que iba todo Buenos Aires. Acompañaba una vez una caminata paterna por aquel ancho veredón. En dirección contraria a la nuestra caminaba un matrimonio, acompañado por un par de perros pekineses. Ella, casi menuda; él, muy alto. Ambos señores se saludaron con gran sombrerada. Unos pasos después oí: “Ese señor era presidente de la República cuando tú naciste.” Eran Regina Pacini y Marcelo Alvear.
Buenos Aires es el lila de los jacarandaes y el amarillo de las tipas en alguna fotografía de Aldo Sessa, la telescópica distancia de la Villa 31, el silencio monumental de los altos muros taladrados de Clorindo Testa en la solitaria tarde de un sábado en Bartolomé Mitre y Reconquista, los ombúes que permanecen en una de las entradas a la Avenida 9 de Julio, las prolongadas y silenciosas colas de quienes esperan su transporte después del trabajo, cada atardecer, bajo las recovas de Leandro Alem; los que dormían bajo los arbustos de la plaza Colón y los que duermen sobre cartones en los zaguanes abiertos de tantos locales del microcentro; los chicos de la calle en los subterráneos; los manteros de Florida; la dolorosa presencia de los cartoneros, cada noche; injusticias que corroen y duelen. Algo nos está diciendo que somos responsables de la viuda, del huérfano, del pobre, del migrante.
París y Roma. París, donde hasta los árboles son inteligentes, ya está dicha. Roma, cantada por Du Bellay y por Quevedo: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas”. La enseñanza barroca es clara: sólo lo fugitivo permanece y dura. Francastel dijo en alguna parte que se puede querer a París y a Roma a un mismo tiempo. La frase tranquilizó la conciencia de quien sentía traicionar a una u otra de esas ciudades que lo dan todo y que lo exigen todo.
Llegué por primera vez a Roma el 16 de marzo de 1950; exactamente veinticinco años después, el 16 de marzo de 1975, fui ordenado sacerdote en Roma. De mis largos años, más de diez los he vivido en Roma. Allí frecuenté las aulas de la Pontificia Universidad Gregoriana y viví en el Pontificio Colegio Mexicano. Tuve el privilegio de asistir a los cursos de hombres tan notables como Juan Alfaro, Zoltan Alszeghy, Maurizio Flick y Josef Fuchs, todos ellos jesuitas. Le oí decir al padre Alfaro que aquel grupo de catedráticos, después del Concilio Vaticano II, debieron “convertirse” y renovar el modo de enseñar teología, de acuerdo a los tiempos nuevos de la Iglesia. Junto a ellos tuve la presencia de un verdadero hombre de Dios, de espíritu joánico, el padre Donatien Mollat, bretón, traductor del evangelio de san Juan en la Biblia de Jerusalén. El rector del Mexicano, don Carlos Torres, de Aguascalientes, cuando le pregunté cuál era el reglamento del colegio, tomó el Nuevo Testamento que tenía sobre su escritorio y mostrándomelo, sonriente, me dijo: “Es este.”
Y es la ciudad de aquel hombre de aspecto frágil y de corazón y palabra inmensos, el “hombre santo de Roma”, como dijo de él Atenágoras, patriarca de Constantinopla, ese gran papa: Pablo VI. Su pensamiento renovado y renovador continuó lo iniciado por Juan XXIII y condujo y concluyó el concilio. Fue él quien el domingo de Pentecostés de 1975 definió la urgencia de una civilización del amor, sin retórica, con la verdad de su magisterio vivificador, enraizado en la proclamación del seguimiento evangélico, de un discipulado fiel. A un romano de nacimiento, le oí describir el regreso del viaje de Pablo VI a Jerusalén, el primero de un pontífice después de Kefas, de Simón bar Jona. La ciudad lo recibió exultante y los romanos, como queriendo arrebatarlo festivamente, improvisaron una marcha de antorchas de bienvenida. Quien no tenía otra cosa a mano, encendía La Gazetta dello Sport -narraba el cronista-. Era el regreso triunfante de un cónsul romano y la ciudad lo reconocía y celebraba su triunfo.
Recuerdo durante los años romanos la cercanía de Dalmacio Sobrón, quien desde el Belarmino y en la cala honda de los archivos de Santo Spirito, la casa matriz de los jesuitas de Roma, fue indagando la historia y la obra de Andrea Bianchi, para redactar la tesis doctoral que presentaría en la cátedra de Historia del Arte de Giulio Argan, en la Universidad de la Sapienza. Entre otras obras de Bianchi, Dalmacio nos habló a Chiquita Oliveira y a mí de la Merced de Buenos Aires. No sabía entonces que llegaría un tiempo en que se me confiaría la parroquia de Catedral al Norte, Nuestra Señora de la Merced.
En la Septuaginta o Biblia de Alejandría, traducción del hebreo y del arameo al griego, realizada entre los siglos III y II a.C., se lee, en el libro del Génesis, en el primer relato de la creación (l, 25): kai êiden ó Theòs óti kalá. “Y vio Dios que aquello era bello.” En el griego clásico kalòs significa, en primer lugar, bello, y en una tercera acepción, bueno. Para los hebreos de la diáspora, en la época helenista, el kalòs de la koiné, el griego básico de la cuenca mediterránea, en sentido estricto significaba “buenas obras”; tenía un trasfondo de caridad y limosnas. Por analogía, nuestra imagen y semejanza nos permite llegar a un hacer bello y bueno. No nos toca a nosotros decir si lo hemos alcanzado. Un premio recibido en la juventud estimula a hacer. Un premio que se recibe cuando se adelgaza cada vez más el margen de la propia vida invita al examen de conciencia.
LA NACION