Por qué la corrupción es tan normal

Por qué la corrupción es tan normal

En 2004, Benjamin Olken visitó un proyecto de construcción de ruta en una zona rural de Indonesia. Faltaba allí un pequeño sector -un puente sobre un arroyo-, pero el dinero ya no estaba por una malversación y la construcción había sido abandonada. Para Olken, investigador del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y ex asesor del Banco Mundial, este ejemplo tipifica por qué la corrupción es un verdadero drenaje de la sociedad.
Idear políticas anticorrupción efectivas, sin embargo, requiere, en primer lugar, comprender lo que lleva a la gente a convertirse en corrupta. Recién ahora la evidencia está comenzando a surgir y nos lleva a una lectura aleccionadora.
La mayoría nos vemos a nosotros mismos como muy honestos y vemos la corrupción como algo que tiene que ver con otra gente.
Pero nuevas investigaciones muestran que cualquiera puede ser corrupto ante la más mínima oferta. En verdad, cuando se la observa en términos evolutivos, aferrarse a códigos morales altos puede ser visto como irracional. Si todo el mundo engaña, entonces ajustarse a las reglas lo deja a uno con el botín más pequeño, que sea cual fuere se transforma en éxito reproductivo. Si somos mayormente honestos la mayor parte del tiempo, puede deberse sólo a la falta de oportunidad para engañar. Eso es lo que indica un estudio de Samuel Bendahan, del Swiss Federal Institute of Technology, de Lausana. Ellos idearon un juego en el que los jugadores deben distribuir una suma de dinero entre ellos y sus “empleados”. Tienen tres opciones: aumentar los salarios de los empleados aunque uno se perjudique, mantener las mismas tasas de ganancia de ambos lados o reducir los salarios y llevarse a casa una ganancia mayor (la opción “robo”).
Cuando se les preguntó cómo se debían comportar, apenas un 4% de los jugadores justificó el robo. De hecho, a los que se les dio el control de un empleado se abstuvieron de robar durante 10 rondas sucesivas del juego, que se jugaba por pequeñas sumas de dinero real. Sin embargo, aquellos responsables de tres empleados, lo que les daba más poder y más ganancias provenientes de manejos fraudulentos, pronto se apartaron de sus posiciones morales iniciales.
Luego de cinco rondas, el 20% recurrió al robo. Si se les ofrecían más formas de ganancias, aunque perjudicaran a los empleados, en la ronda 10 el 45% recurrió al robo.

MIOPÍA MORAL
La influencia de la corrupción del poder también quedó demostrada en un estudio de Joris Lammers, de la Universidad de Tilburg, Holanda. Preparó individuos para que se sintieran poderosos o impotentes al hacerlos recordar incidentes en los que habían experimentado esos sentimientos. Luego dividieron cada grupo en dos y pidieron a la mitad que estimaran ciertos actos hipotéticos según una escala de moralidad y a otros que jugaran una partida de dados en un cubículo aislado, dando los resultados a un asistente de laboratorio.
Los posibles puntajes del juego oscilaban entre 1 y 100, con mayores recompensas para los de puntaje más alto. Al ser los dados un juego de suerte, el resultado promedio debería haber sido de alrededor de 50, pero en realidad fue de 70 para el grupo preparado para sentirse fuerte. Los individuos con poder tendieron a engañar a pesar de haber sido más duros en su condena de actos inmorales que los más débiles. Y fueron hipócritas al juzgar esos actos como menos condenables si los realizaban ellos en lugar de los otros.
El historiador y político británico lord Acton fue muy claro cuando dijo: “Todo poder tiende a ser corrupto”. Pero el poder no sólo provee más oportunidades para los asuntos deshonestos, también influencia la forma de pensar. Lammers cree que da un tipo de miopía moral.
“Comparo los efectos con los del alcohol: disminuye el punto de vista y también lleva a una conducta que se puede llamar de hiperautoconfianza o hiperfirmeza”, dice Lammers, que señala los resultados de estudios que monitorearon la actividad cerebral de personas mientras eran preparadas para sentirse poderosas, y encontró que las áreas asociadas con la desinhibición se veían activadas.
Pero el poder no es lo único que saca a relucir nuestras tendencias deshonestas. La distancia psicológica también parece facilitar el realizar actos corruptos. El economista conductual Dan Ariely, del MIT, encontró que la gente engaña más rápidamente por vales que puedan ser cambiados por dinero que por el dinero mismo.
Actuar por medio de un intermediario es otra manera de sentirse alejado. Danila Serra, de la Florida State University, asegura que hay varias razones. Una es que el intermediario quita la incertidumbre al cobrar por un cierto servicio, como el sobornar a un político, porque al hacerlo ayuda a normalizar el acto. Más aún, su existencia reduce el riesgo de castigo para los clientes y crea la ilusión de responsabilidad compartida.
Un buen ejemplo es el escándalo telefónico en el Reino Unido, en el cual algunos periodistas del hoy desaparecido diario News of the World pagaron a detectives privados para acceder a mensajes de voz.
Donde existe una cultura de la corrupción, ésta parece ser casi contagiosa. Al trabajar con Abigail Barr en la Universidad de Oxford, Serra dirigió una serie de experimentos con estudiantes de 34 países con distintos índices de corrupción o CPI (elaborados por Transparency International para categorizar a las naciones según sus niveles de corrupción).
Cada persona tenía que decidir si debía sobornar o no a un funcionario por un determinado servicio. El estudio mostró que las personas de países con los peores CPI tenían más posibilidad de involucrarse en el soborno. Barr y Serra concluyeron que nuestra propensión a involucrarnos en la corrupción es fuertemente cultural y refleja las normas sociales del país en que vivimos.
Dada nuestra tendencia a las conductas inmorales, las campañas anticorrupción tienen un trabajo arduo. Pero un rayo de esperanza se encuentra en el descubrimiento de que algunos individuos podrían ser menos susceptibles a las influencias culturales de corrupción.

NO CONFORMISTAS
El estudio de Barr y Serra mostró que mientras que la tendencia a la corrupción de los estudiantes reflejó el ranking de CPI de sus países de origen, eso no fue así con los graduados: los que pertenecían a países donde la corrupción es más alta tendieron a ser más honestos que sus compatriotas estudiantes. Barr y Sierra ven a estas personas como no conformistas, que algún día podrían combatir la corrupción al volver a sus países. “Pensamos en ellos como agentes de cambio”, dice Serra.
El problema es identificar a esa gente. Bendahan no encontró características que protegieran de manera coherente a la gente de la influencia del poder, a pesar de que 300 estudiantes participaron de su juego hasta la fecha. Un individuo originariamente honesto, por ejemplo, no es inmune. Tampoco ayuda una visión altruista o un fuerte deseo de reconocer la contribución de otros. La única clave viene de la investigación de Airely. El encontró que las personas más creativas tienen más probabilidad de engañar. “Mucho de la deshonestidad tiene que ver con ser deshonesto con uno mismo y con contarse [a sí mismo] una historia y decirse que esto está realmente bien”, asegura, y la gente creativa puede hacerlo mejor.
Una manera más prometedora de reducir los niveles de corrupción podría ser fortalecer los disuasivos. Kurzban cree que la única razón por la que la gente considera no engañar es porque otros ocasionalmente les hacen rendir cuentas. Cuando la gente juega un entretenimiento cooperativo por un premio, es mucho más factible que pueda resistir a engañar si sabe que los otros jugadores pueden descubrir que se aprovecha del grupo. En la vida real el castigo infligido a un engaño tiende a ser el rechazo social, y va del ostracismo al encarcelamiento.
Hay evidencias de que movilizar la desaprobación social puede reducir la corrupción. En Indonesia, Olken midió el impacto de varias medidas anticorrupción por malversación en el proyecto de construcción de rutas. El método más efectivo fue aumentar el número de auditorías, aunque no se tendría que haber ido tan lejos. “Sólo mandar una carta que dijera que la agencia auditora del Estado iba a ir a observar el proyecto redujo los gastos en un tercio”, afirma. Las medidas básicas fueron menos exitosas. Olken encontró que realizar reuniones sobre la responsabilidad en las que los funcionarios explicaban a la gente del lugar cómo utilizaban el presupuesto no produjo grandes diferencias.
LA NACION