13 Nov La tentación de la claridad
Por Alicia Dujovne Ortiz
engo una buena noticia. Una noticia que te concierne”,me anunció el poeta Jorge Fondebrider cuando nos encontramos hace unos meses, en algún lugar del mundo tan olvidable como el Salon du Livre de París. Las últimas palabras fueron subrayadas por una mirada de complicidad. Pero la buena noticia lo era en sí, con absoluta independencia de la alusión, para nosotros clara: “Los maestros reivindicados en la Argentina por los jóvenes poetas de hoy -me dijo Fondebrider- se llaman Edgar Bayley, Francisco Madariaga y Joaquín Giannuzzi”.
A Giannuzzi no lo conocí. El Coco Madariaga, poeta del Iberá radiante con sus chispas mojadas entre las hojas, fue un espléndido amigo al que le dediqué un artículo interminable en aquel diario bendito llamado La Opinión, en tiempos en que no se hablaba de caracteres sino de líneas y en que las notas literarias se extendían como sábanas que nadie se molestaba en cortar. Y Edgar Bayley fue un compañero del que, siglos más tarde, he retenido lo esencial: la certidumbre de que los jóvenes poetas que lo eligen como maestro no se equivocan.
Esas dos ideas, certidumbre y error, son justamente fundamentales en la poesía de aquel gigantón solar y cascarrabias al que acabo de releer con una admiración sin mella. A poco de recorrerla, una lista de todas las otras ideas o palabras que se reiteran a lo largo de esta obra magnífica me ha saltado a la vista: confianza, evidencia, libertad, amigo, fraterno, meridiano, inocencia, transparencia, horizonte, abierto, alba, incandescencia, fuego, diurno, candor, esperanza, aire, río, bosque, manos, mañana, pero también desprecio y desamor. Porque la posibilidad de golpear “a la puerta equivocada” está presente y la hora sombría aguarda su turno. Sin embargo, la enumeración de realidades bondadosas y firmes siempre se sobrepone, en Edgar, a lo oscuro y rampante. “¿Elijo bien la flor de mi destino?”, se pregunta, y eternamente la respuesta es la misma: “Esta incesante, clara, abierta incandescencia”. Como si nada pudiera hacerlo vacilar frente a la candorosa, diurna, transparente promesa de que, al fin, “alguien vendrá”, de que “vendrá un día”. “Vas a venir lo sé/ tengo este mundo que fabrico cada día.”
El diálogo entre la certeza meridiana y la duda “desamorada” es una de las constantes de esta obra a la que un continuo vaivén de perdición y salvación vuelve teatral. Muchos de estos poemas se basan en una alternancia de negación y afirmación en donde el sí resulta victorioso o, mejor todavía, equivalente al no: “He venido a morir o no morir/ a partirme en cielotierra/ entre dos pasos/ habitando el desamor/ y la alabanza”. Entre esos dos pasos, la negación y su contrario, siempre hay un “pero” redentor, un “sin embargo”: “Es demasiado tarde pero la edad ofrece siempre espacios nuevos que puedes recorrer en todas direcciones”; “pero ahora se trata de un brindis/ y no brindaremos por los recuerdos sino por los árboles del porvenir”; “juegos del odio, milagro de la crueldad./ Pero el viento prosigue, más allá de la humillación y la alegría/ igualando el desprecio con la esperanza”; “Nada/ podrá retener/ amor tu sendero antiguo/ pero habrá razón maravilla/ en otros montes y días”; “No sé nada/ sólo veo las vías de la violencia/ pero llegará un día en que las grandes floraciones del sueño/ den otro rumbo a nuestra andanza/ un día un día no contaminado”.
Lo revolucionario de la poesía de Edgar consiste en ese par de términos ya mencionados: lo bondadoso, lo firme. Resueltamente moderno, este paladín de los momentos más radicales de la poesía argentina (la vanguardia invencionista de los años 40, el grupo Poesía Buenos Aires de los 50, la revista Zona de principios de los 60), este luchador encarnizado que rompía con lo chirle y sentimental de cierta poesía argentina de los años 40 se arriesgaba a creer. No es poca cosa. El mal en la literatura y el arte ha sido sacralizado por ese mismo surrealismo al que Edgar terminó por sumarse junto con Enrique Molina, ambos tras los pasos de su jefe de fila en la Argentina, Aldo Pellegrini. Después de Georges Bataille, había que tener coraje -y esto sigue siendo válido hasta el día de hoy- para no someterse a la obligación de un demonismo convertido en dogma. Edgar lo tuvo (al coraje me refiero). La mejor prueba está en ese poema en el que dice: “Me ha tentado siempre la claridad/ especialmente la claridad de las hojas del saúco?/ He querido tener claridad para mirar/ los terrones del campo recién removido?/ la claridad que tanto he buscado/ Sólo está en algunos silencios/ En algunos espacios en blanco”. En efecto: había que tener coraje. Es decir: había que ser Edgar para no seguir machacando hasta el hartazgo con la tentación de la oscuridad y para animarse a proponer una tentadora claridad, tanto más atractiva que el diablo.
He hablado de enumeración y creo que vale la pena detenerse a recalcar la idea. Borges echaba pestes contra los poetas que “cometen” enumeraciones. Edgar, que no quería a Borges (entre sus amigos era famosa su imitación de la súbita e inesperada mueca que en Borges hizo las veces de sonrisa), cometió ese pecado con su arrogancia habitual, pero también porque cometerlo le era forzoso. “Forzosidad”, otra de sus palabras consagradas, otra de sus claves. Un poema existe cuando todo pierde sentido si no se lo escribe. ¡Y cómo no iba a resultarle forzoso enumerar a él, que cuando estaba triste se sentaba a hacer listas de las personas que lo querían y de las que él quería! Enumeraciones forzosas, pues, y siempre esperanzadas, siempre bienintencionadas y hacedoras, enumeraciones fraternas de alguien que necesita designar a las criaturas del universo por su nombre, una por una, para que no se les ocurra dejar de ser.
A lo enumerativo le corresponde lo sustantivo. Él mismo lo decía: la suya es una poesía sustantiva, una poesía que nombra como para darle una mano a la creación, como para ayudarla a seguirse creando a sí misma. Apenas si algún adjetivo necesario surge en esas listas, sólo para dejar en claro de qué cosa se trata, para pintarla bien, con una sencillez a la que no vacilo en llamar viril: una obra sin ornamentos, tallada con manos grandes. El objeto, el árbol o el instrumento de labranza están perfectamente dichos con la única palabra apta para decirlos: la suya.
Vaya como ejemplo uno de los poemas de Edgar más despojados y, al mismo tiempo, más conmovedores: “Una jarra de vidrio verde/ es todo lo que tengo pero la conozco bien/ tengo sólo esta jarra/ me ha quedado ella sola/ y es bastante/ una jarra vacía/ no hace falta llenarla/ ni moverla/ está bien allí/ y yo estoy bien/ mientras la miro/ por una vez/ los dos/ nos comprendemos/ en el reposo de ser/ cada uno/ por su lado”.
Vale la pena detenerse en este fragmento, que forma parte de un poema más largo, porque en él se condensan varios elementos centrales. Por una parte, la soledad, la desolación, el desconsuelo, ese “yo desventurado, tan solo, tan pequeño, tan hambriento” del que el poeta habla en otro lado, aunque sin desprenderse jamás de un altivo pudor. Por otra, una visión del amor (y la jarra lo representa por completo) como relación “de persona a persona”, idea que en Edgar se nutría de la filosofía personalista de Emmanuel Mounier. Y por último, una suerte de religiosidad a la que sólo me atrevo a referirme tras la lectura del prólogo de Daniel Freidemberg para la edición de las Obras completas de Edgar Bayley , publicada en 1999 y desgraciadamente agotada, que comienzan con una esclarecedora introducción de Rodolfo Alonso: “Esta personalidad y esta escritura constituyen la evidencia de una corriente original dentro del cuerpo de la poesía argentina, una tendencia que corrió el riesgo de permanecer fuera de todos los circuitos supuestamente prestigiosos para no ponerse fuera del alcance de la vida”.
Freidemberg observa en su prólogo esa religiosidad, por cierto sutilísima, en los últimos poemas de Edgar. Sin embargo, el de la jarra verde no es de los últimos, y muchos instantes de contemplación, de silencio, recorren la totalidad de esta obra tercamente luminosa. Digo que sólo me arriesgo a mencionarlo escudándome en esa lectura, porque el tema místico, que personalmente siempre me ha interesado y a Edgar, en apariencia, no, suscitó en su momento, entre nosotros, ardientes discusiones. Lo cierto es que hoy me basta con leerlo sin miedo, entendiendo el sentido de imágenes tan misteriosas como “una máscara de abedul presagia la visión”, para que esos instantes de perfección me salten a la vista pese al recato con que el poeta supo decirlos como si no los dijera.
Humanamente solidaria, la poesía de Edgar está abierta a la esperanza para su propia vida pero, sobre todo, para la de sus hermanos. “Otros verán el mar”, dice, y, tras enumerar olvidos, tempestades, absurdos, descensos, caídas, agrega que “no habrá sido en vano” tanto dolor: “Otros tendrán la isla/ conquistarán la inocencia?/ inventarán el fuego y la confianza”. Esta fraternidad, esta fe inconmovible y testaruda, sostenida, contra viento y marea, hasta la abolición de los opuestos y el olvido de sí, hallan aquí su permanente expresión, su lugar, su casa: “Un nombre. Una lucidez fraternal. Un nacimiento. El mundo llega a ser un tú. Canto. Luz en la piedra fecundada. Nos reconocemos. Luminoso cielo oscuro. Sangre del desamor enamorada. Rostro del hermano. Admisión de sí mismo en el rechazo. Lentamente surge la compañía de los otros. Un camino. Nos volvemos viento. Todo el viento del mundo”. Y también: “Ahora que he vivido entre dos labios/ ahora me doy cuenta que no es nada/? tanto ambiguo color tanta pereza?/ haber quedado en tanto imaginar y no haber sido?/ ahora que miré a mi hermano cara a cara/ y le vi el perdón y la pobreza/ me doy cuenta claramente que su avío/ que su modal su lucha su despegue/ anuncian por estanques y por cuartos y burbujas/ el duro filamento de ser hombre”.
Edgar siempre escribió poemas de amor, los más bellos, los más tentados por la más diurna de todas las claridades posibles, poemas donde la “relación de persona a persona” se manifiesta con fuerza. Pero hay un puñadito de poemas contenidos en su libro Celebraciones sobre los que acaso haya llegado el momento de decir algo, algo que nos lleva de regreso al comienzo de esta nota. Rescatar una vieja verdad, que al publicar esos poemas el poeta ocultó con su pudor de siempre, tiene que ver con un sentimiento al que considero de legítimo orgullo. Tantos siglos después de su muerte (Edgar murió en 1990), y tantos después de lo que él llamaba “sangre del desamor”, “desocultar” me parece un acto de justicia.
Dice en el primero de estos poemas: “No hablo de esta luna hierba río aurora cabellos tajamar/ ni digo aquí está el mundo/ el silencio que revive la palabra exacta?/ digo claramente un momento una presencia?/ que va llamando en mí todos los nombres/ para decir este amor/ incesante/ abierto/ amanecido”. Y en el segundo: “Para la que está sola y acompañada y en medio del agua evoca el armisticio del vegetal/ para la que no sabe y está presente como un árbol en la tormenta como un molino en la oración?/ para ella la nave fantasmal que vuela a la deriva/ para ella tierra leal verbo huella encendida/ estas palabras digo/ un abrigo un nacimiento”. Y en el tercero: “Fulgurante viva fluvial origen buscada reencontrada?/ abierto al dios que nos recrea/ en cada espasmo de labios azules de piedras azules?/ desciendo al día primero/ a la primera mañana/ al aviso inicial?” Y por último, para no citar sino estos cuatro: “Amiga que descubres que revelas/ entre las ramas y la caída brusca del sueño?/ amiga que llegas y que nombras/ y conoces el sol y la penumbra/ y el ojo del éxtasis y el radiante sapo?” Poemas que me son próximos a causa de su absoluta hermosura, de la recreación poética que Edgar llevó a su máximo esplendor, entretejiendo sus versos con los de Lautréamont, con los de Juanele Ortiz y, generosamente, con alguno de mis primeros y nada memorables balbuceos en materia de poesía, pero también porque yo sé qué nombre femenino de tres sílabas, y que empieza con a, ha sido reemplazado aquí por la palabra “amiga”.
Como ésta no es una “sábana” de La Opinión sino una nota publicada en un diario de ahora, me falta espacio para referirme a la claridad de Edgar Bayley en el sentido de una feroz inteligencia, de una encendida y justa reflexión sobre la poesía, o a su desopilante y a la vez contenido, reticente, elegante humor. Pero el tema de hoy es sobre todo la buena noticia que me transmitió Fondebrider. Edgar empleaba con frecuencia aumentativos tales como “tipazo” o “poetazo”, sin duda porque él mismo era ambas cosas y humildemente lo sabía. Poeta de la entereza, de la integridad, no hacerle ascos a la grandeza fue su gran desafío. Que un poeta como él se haya convertido en un referente para la joven poesía era lo mejor que podía pasarnos en la Argentina de hoy. He brindado con Edgar por los “árboles del porvenir”. Ahora brindo de nuevo por una juventud que no teme la confrontación con semejante modelo, ni tampoco sobrepasarlo, dejarlo atrás, porque la “riqueza abandonada” nunca es la misma.
LA NACION