01 Nov El filósofo del poder
Por Gustavo Santiago
A lo largo de su vida, Michel Foucault se especializó en plantear problemas de actualidad, aunque para explorarlos se remontara al pasado. Esos problemas siguen estando vigentes hoy con la misma fuerza de entonces: ¿por qué la prisión?, ¿desde cuándo se encierra a los locos?, ¿cuál es la historia que hay detrás de los juegos de placer?, ¿qué relaciones hay entre el saber y el poder?, ¿tiene historia la verdad? En sus investigaciones no privilegió la palabra de quienes habían teorizado sobre estas cuestiones, sino la de quienes habían sido sus protagonistas. Revisó sentencias judiciales, analizó estructuras arquitectónicas, exhumó antiguas recomendaciones alimentarias. Para tratar de comprender cómo funcionaba la razón, indagó sobre la locura; para comprender cómo operaba la ley, escuchó a los criminales. Y nunca perdió la oportunidad de lanzar frases provocativas, como aquella con la que cierra la introducción de La arqueología del saber : “No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir”.
Cuando en 1951 Foucault aprueba el examen que lo habilita para dar clases en la École Normale Supérieure de la calle de Ulm, en París, cierra una etapa dolorosa, aunque indudablemente fructífera. Tiene 25 años, 22 de los cuales han transcurrido en un ambiente escolar que detesta. Lo apasiona el estudio, particularmente de la historia, la filosofía, la psicología y las letras. Pero la vida comunitaria lo abruma, y las arbitrariedades de los profesores le resultan intolerables. Para sobrevivir en esa atmósfera adversa -tras protagonizar al menos dos intentos de suicidio en cuatro años- ha desarrollado dos armas: la erudición, fruto de horas de enclaustramiento entre libros en la soledad de su habitación o en el silencio de las bibliotecas, y un carácter mordaz, amenazante, que no sólo atemoriza a sus compañeros sino que pone a la defensiva a muchos de sus profesores. Es sumamente competitivo con los demás pero, sobre todo, consigo mismo. Una muestra de ello podemos encontrarla en el mencionado examen de agregación. En un primer intento, en 1950, obtiene un resultado negativo. En el dictamen de uno de los jurados se lee que se lo desaprueba por “preocuparse mucho más de hacer gala de su erudición que de tratar el tema propuesto”. En 1951 decide presentarse de nuevo y se prepara con un rigor que bordea lo humanamente tolerable. Multiplica los resúmenes, las fichas, los esquemas. Aprueba sin dificultades y obtiene el tercer puesto. Sin embargo, en lugar de alegrarse por el logro, se enfurece por no haber alcanzado la primera ubicación, para la cual había trabajado denodadamente.
Entre 1951 y 1955, Foucault se dedica a la psicología. Imparte clases, como pasante, en la École; colabora, como psicólogo, en el hospital psiquiátrico SainteAnne y en el hospital del centro penitenciario de Fresnes. Por entonces, ya había obtenido las licenciaturas en Filosofía y en Psicología en La Sorbona y un diploma en Psicopatología en el Instituto de Psicología de París. El contacto con los internados psiquiátricos y con los reclusos dejará hondas marcas que no tardarán en aflorar cuando llegue el tiempo de la filosofía y la política.
En 1955 acepta un puesto como “lector de francés” en la Universidad de Uppsala, Suecia, conseguido por recomendación de Georges Dumézil. Las tareas que realiza son variadas: dictado de conferencias, promoción de las letras y las artes francesas, organización de encuentros culturales. Foucault se muestra entusiasmado con su cargo que no sólo le deja tiempo para investigar y comenzar a escribir su tesis de doctorado, sino que también le permite vincularse con algunos de los principales protagonistas de la cultura francesa del momento, como Marguerite Duras, Albert Camus, Roland Barthes, Jean Hyppolite. En las conferencias que él mismo imparte tanto en Uppsala como en Estocolmo fascina a sus auditorios. Pronto se gana la fama de “espíritu genial”. Pero, al mismo tiempo que deslumbra por su inteligencia, escandaliza por su comportamiento. Contra la imagen de un intelectual serio y austero, el joven profesor exhibe un hedonismo que lo coloca permanentemente al borde del escándalo. Su Jaguar beige, que conduce algunas veces alcoholizado y casi siempre a muy altas velocidades, es tan célebre en Uppsala como su conductor. Tras desempeñar durante tres años este cargo, ocupará uno semejante en Varsovia y luego en Hamburgo para, en 1960, regresar a París con su tesis “Locura y sinrazón. Historia de la locura en la época clásica” íntegramente redactada.
Otra vez se enfrenta Foucault con un tribunal, ante el que debe defender su tesis de doctorado. En el acta redactada por el jurado, se lee:
Cabe destacar en esta lectura un curioso contraste entre el incuestionable talento que todos y cada uno [de los examinadores] reconocen al candidato y la multiplicidad de los reparos que se formulan desde el inicio hasta el final de la sesión […]. Nos encontramos ante una tesis principal verdaderamente original, de un hombre cuya personalidad, cuyo dinamismo intelectual, cuyo talento de exposición califican para ejercer la enseñanza superior. Por eso, y pese a los reparos, fue concedida la calificación “muy honorable” por unanimidad.
A lo largo de la vida de Foucault van a multiplicarse los juicios análogos al del dictamen del tribunal de la École. Lo valioso, lo singular, aquello que le va a otorgar celebridad a Foucault es lo que, entre sus pares, apenas será tolerado. Y lo es porque el filósofo no se cansará de exhibir un dominio teórico que resultará apabullante para cualquier detractor.
Entre 1960 y 1966 Foucault se desempeña como profesor en la Universidad de Clermont-Ferrand, a la que viaja una vez por semana, mientras continúa residiendo en París. Comienza a colaborar con revistas importantes como Critique y Tel Quel . En 1963 publica dos libros: Raymond Roussel y El nacimiento de la clínica .
Pero el salto a la consideración pública lo da Foucault en 1966, con la publicación de Las palabras y las cosas , que se convierte de modo instantáneo en un best seller: durante el primer año se vendieron más de 20.000 ejemplares. Este paso a la fama lo colocará en otro nivel de discusión. Ya no deberá conformarse con disputar con sus condiscípulos o profesores. Ahora se enfrentará a contendientes de la talla de… ¡Sartre!, quien califica el libro como “la última barrera que la burguesía todavía pueda levantar contra Marx”. ¿Foucault burgués? A la luz de los textos y las acciones posteriores, resulta difícil imaginarlo. Pero si nos situamos en 1966, esa afirmación no es descabellada. Salvo un fugaz paso por el comunismo, influido por Althusser, a comienzos de los años cincuenta, no se le conoce demasiado interés por lo político. Se lo ve como un académico excéntrico, incluso frívolo; como “un dandi”, pero de ningún modo como un militante.
En los medios culturales se instala una áspera disputa en torno a “la muerte del hombre” proclamada en el libro. Inicialmente, Foucault acude a cuanta entrevista se le solicita para intentar esclarecer el sentido de la expresión. Pero pronto lo satura la exposición mediática y decide tomar distancia para escribir otro libro con el que pueda ajustar algunas cuestiones metodológicas. Acepta entonces un ofrecimiento para hacerse cargo de una cátedra de Filosofía en la Universidad de Túnez y se establece en ese país hasta 1968.
Los “retiros” de Foucault nunca son ociosos. Ahora sabe que tiene un público esperando el siguiente libro. De ahora en adelante, Foucault se encargará de satisfacer a sus seguidores decepcionándolos. Porque nunca les dará lo que le pidan, lo que esperan. Ni siquiera lo que él mismo les promete. Cada uno de sus libros será una auténtica sorpresa.
Todo comienza a transcurrir del modo previsto: deslumbra a sus jóvenes estudiantes, disfruta del sol mientras pasea en su nuevo auto descapotable y se entrega al placer de escribir. Pero el clima en la universidad cambia drásticamente. Un número importante de sus alumnos toma parte en manifestaciones opositoras al gobierno, en las que se los reprime de un modo brutal. Foucault se siente impresionado por el grado de compromiso de sus estudiantes y comienza a prestarles apoyo. Lo que le atrae no es la cuestión ideológica, sino el carácter concreto y puntual de sus luchas.
Foucault está a 1500 km de París cuando tienen lugar los sucesos de Mayo del 68. Pero las experiencias vividas en Túnez lo preparan sobradamente para encarar el nuevo período que se abrirá en su regreso a Francia, en octubre de 1968.
Quizás en la memoria de algún funcionario resonara todavía la voz de Sartre cuando se pronunciaba el nombre de Foucault como candidato para organizar la carrera de Filosofía en la Universidad de Vincennes. Probablemente todavía se viera en él a la última barrera con la que la burguesía podía intentar contener el marxismo. Lo que pocos sabían -quizá ni siquiera él mismo- es que el Foucault que regresaba a París ya no era el joven “frívolo” que se había marchado un par de años atrás.
En Vincennes, Foucault organiza la vida universitaria. Interviene en el nombramiento de profesores y, a partir de 1969, dicta clases. Al mismo tiempo, se entrega de lleno a la vida política. Participa en innumerables marchas, firma incontables manifiestos, concurre a asambleas, es golpeado y encarcelado con sus colegas y alumnos.
En el aspecto académico, indudablemente su momento de gloria tiene lugar un año más tarde cuando, el 2 de diciembre de 1970, asume su cátedra en el Collège de France tras superar por un amplio margen a quienes le disputaban el puesto: nada menos que Paul Ricoeur e Yvon Belaval.
A partir de entonces, las actividades militantes e intelectuales de Foucault se multiplican. En 1971, y ante el creciente número de presos políticos, crea el Grupo de Información sobre las Prisiones con el objetivo de que los propios presos puedan exponer las condiciones de su vida en la cárcel. Simultáneamente, comienza a trabajar en los materiales que irán dando forma a Vigilar y castigar , que también se convertirá inmediatamente en éxito de ventas apenas se publique, en 1975. Es el momento del Foucault maduro, el que alcanzará un amplio reconocimiento internacional y será cita obligada para todo aquel que se refiera al poder.
En los años ochenta se produce un nuevo repliegue. Foucault parece haberse hartado de las celadas que le tienden por derecha y por izquierda. Acrecienta su trabajo en las bibliotecas y, fundamentalmente, se refugia en la Antigüedad. Dos nociones ocupan los últimos años de trabajo del filósofo: el “cuidado de sí” y la “parresía” (el “hablar franco” con el que alguien en inferioridad de condiciones se dirige a otro más poderoso y, corriendo un riesgo, le dice la verdad). La fuerza de estas nociones le permite reformular y prácticamente concluir el proyecto de la Historia de la sexualidad , que parecía haber quedado abandonado. Es así como en unos pocos meses escribe El cuidado de sí y El uso de los placeres , dejando el manuscrito definitivo de Las confesiones de la carne casi terminado en el momento de su muerte.
En estos años a Foucault parece pesarle su fama. Pasa más tiempo recluido con sus íntimos en su departamento en París y disfruta de sus viajes al extranjero, particularmente a Estados Unidos, donde dicta conferencias y se siente más libre para disfrutar de su sexualidad. Se cree que fue precisamente en San Francisco donde contrajo el sida, que acabó con su vida el 25 de junio de 1984..
LA NACION