02 Nov Crisis de ideas en la economia
La crisis originada en los grandes desequilibrios económicos mundiales que estalló en 2008 no fue superada y el mundo empieza a padecer las consecuencias de la recidiva de una enfermedad mal diagnosticada y peor tratada. Disputan diagnóstico y tratamiento escuelas del pensamiento económico tradicional que asumen el presupuesto de racionalidad moderna, cuando estamos frente a una crisis de la economía posmoderna.
El debate entre neoliberales y neo-keynesianos vuelve a girar en torno a la disyuntiva entre el ajuste (austeridad) o el estímulo (gasto) como instrumento para reencauzar expectativas y relanzar el nivel de actividad. Unos y otros navegan con cartografía moderna aguas interoceánicas en las que prevalecen las preferencias de la cultura posmoderna. Sólo una apuesta al desarrollo sustentable con sólidos consensos internacionales y firmes liderazgos podrá dirigir al mundo hacia un nuevo período de expansión duradera.
Después de Keynes, la microeconomía (con énfasis en las unidades económicas) y la macroeconomía (con énfasis en el conjunto económico) se constituyeron en dos subdisciplinas separadas. Los modelos “micro” postulaban que no podía existir desempleo, pero el desempleo era la piedra angular de la macroeconomía keynesiana. La microeconomía hacía hincapié en la eficiencia de los mercados; la “macro”, en el masivo derroche de recursos en recesiones y depresiones. La “micro” contaba con un modelo para racionalizar el fenómeno macroeconómico: el equilibrio general competitivo de León Walras. La “macro” contaba con un modelo para racionalizar los problemas de la “micro”: las fallas del mercado (externalidades, monopolios, información asimétrica).
A mediados de los años 60 del siglo pasado, neokeynesianos (militantes de la macro) y neoliberales (militantes de la micro) convergen en una teoría unificada que da lugar al “consenso ortodoxo” de la profesión. La raíz más profunda de ese consenso buscó preservar la premisa de racionalidad clásica en el comportamiento económico. Desde entonces, ante cada nueva crisis el andamiaje del consenso profesional vuelve a resquebrajarse y reaparece el viejo debate argumental que remite a dos prohombres de la teoría económica: John Maynard Keynes (1883-1946) y Arthur Pigou (1877-1959). Los dos discreparon sobre el diagnóstico y la terapia para superar las crisis cíclicas del capitalismo, pero ninguno puso en riesgo el pilar de racionalidad derivado de las preferencias forjadas en los valores de la modernidad.
La historia del capitalismo muestra ciclos de auge y recesión (“vacas gordas” y “vacas flacas”), pero hasta Keynes la teoría económica aceptaba su inevitabilidad, asumiéndolos como una especie de purga natural del sistema. La recuperación económica, decía Joseph Schumpeter, “es sólida si proviene de sí misma. Porque cualquier reactivación que se deba sólo a estímulos artificiales deja parte del trabajo de la depresión sin hacer y le agrega un residuo de desajuste sin digerir, un nuevo desajuste propio que debe ser liquidado a su turno, amenazando así los negocios con otra crisis (peor) más adelante”.
Cuando a partir de la crisis de 1929 la recesión se transforma en depresión, la idea que expresaba Schumpeter se vuelve social y políticamente inaceptable. Pero Pigou razonaba como Schumpeter.
Para Pigou, el desempleo acompañado de una baja de precios y salarios aumentará el valor de aquella parte de la riqueza que esté en forma de dinero o de valores que puedan transformarse en dinero. Esto inducirá a los sujetos económicos a reducir su nivel de ahorro y aumentar su nivel de gastos. Al aumentar los gastos (consumo e inversión), aumentarán también los precios, la producción y el empleo, haciendo que se regrese a la posición de plena ocupación de los recursos. Keynes le objetó que se requería una baja masiva de precios para que la economía actuara en la dirección señalada por Pigou. Más tarde, los neokeynesianos argumentaron que en una situación deflacionista se producen expectativas de descenso continuado en los precios que actúan en contra de la expansión de la demanda.
Con otro enfoque racional sobre la relación riqueza y gasto, Keynes creía en las políticas activas para salir cuanto antes de las recesiones (“en el largo plazo estamos todos muertos”). Según su enfoque, la expansión monetaria inyecta liquidez y recrea el crédito, y el activismo fiscal permite recuperar la demanda agregada y salir del pozo. Pero también las ideas de Keynes fueron cuestionadas por Pigou.
Pigou negaba que el gasto público ampliara la producción y el empleo; por el contrario, creía que los trabajos públicos se limitaban a distraer hacia usos públicos fondos que, en caso contrario, permanecerían en manos privadas y serían utilizados en actividades más productivas. Pigou devino un referente de la austeridad como medicina para las crisis; Keynes se transformó en un ícono del gasto expansivo.
Las ideas y medidas que hoy se discuten en Europa y en Estados Unidos remiten a aquellos grandes pensadores. Pero el debate elude que el presupuesto de racionalidad keynesiana desestima las políticas procíclicas (en épocas de vacas gordas hay que ahorrar), y que el presupuesto de racionalidad de Pigou asume expectativas anticipatorias de cuño moderno para relativizar los efectos de los estímulos fiscales y monetarios. Las políticas procíclicas, hoy dominantes, y las expectativas adaptativas, propias del instante posmoderno, son claves para diagnosticar el problema.
La novedad teórica que trajo aparejada la gran recesión de 2008 es que algunos miembros destacados de laprofesión (George A. Akerlof y Robert J. Shiller, entre otros) empezaron a cuestionar la visión rígida del presupuesto de racionalidad de la teoría moderna. No por rebeldía ideológica, sino por razones prácticas de mejorar la descripción, el pronóstico y la prescripción del modelo teórico. La escuela de psicología económica ( behavioral economics ), con sus investigaciones sobre las motivaciones del proceso decisorio, empieza a sumar evidencias que ponen en tela de juicio las premisas clásicas de comportamiento racional.
Los valores posmodernos de gratificación exacerbada del consumo presente (consumo para ser) influyen en la conducta económica con consecuencias no previstas en los modelos cimentados en las preferencias modernas. En el libro La economía del consumo posmoderno planteamos el consumo existencial como signo característico de las sociedades que sucumben al imperio de lo efímero, y subrayamos los rasgos disfuncionales de ese consumo para la dinámica del modelo capitalista moderno.
Es la economía posmoderna la que ahora está en crisis. La raíz de la crisis actual hay que buscarla en la bulimia consumista predominante en la sociedad norteamericana, a la que el resto del mundo fue funcional. Durante años la economía norteamericana consumió por encima de sus posibilidades operando como comprador de última instancia de los excedentes comerciales del resto del planeta. China y otras economías emergentes financiaron con excedentes de ahorro un verdadero espectáculo de consumo posmoderno. Neokeynesianos y neoliberales, con distintas herramientas, esperan lo mismo: la reactivación del consumo mundial, pero sin reparar en las restricciones materiales, sociales y ambientales de ese consumo librado a las preferencias posmodernas.
Las preferencias posmodernas y sus consecuencias todavía no figuran en la cartografía económica. Para abordar los serios desequilibrios de la economía mundial, la comunidad internacional debería empezar por asumir que se quedó sin comprador de última instancia, y que es inconveniente instituir otro de similares características. Con una revaluación del 25% del yuan respecto del dólar, con un euro en una relación cercana al 1 a 1 con el dólar, y un barril de petróleo que cotice en el entorno de los 60 dólares, la economía mundial se encaminaría al reequilibrio. Pero si el reequilibrio mantiene el patrón de crecimiento fundado en el consumo posmoderno, la recuperación será pasajera y la recaída, más traumática.
La alternativa es el estímulo a la demanda agregada mundial vía programas de inversión que sean consistentes con un nuevo patrón de desarrollo sustentable. Inversiones de largo aliento que abreven en una contracultura de lo efímero y honren la justicia social intergeneracional. Liderazgos consustanciados con una gobernanza global capaz de concertar políticas contracíclicas a nivel mundial, de manera de lidiar con el sesgo cortoplacista de las preferencias posmodernas y remediar sus consecuencias en los niveles de ahorro e inversión agregados. Con desarrollo sustentable surgirán nuevos empleos, se reducirán las desigualdades sociales en el mundo y habrá progreso amigable con el medio ambiente.
LA NACION